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Veía que había satisfecho yo su deseo.

Pero si me detenía y hablaba con él; si le interrogaba sobre su vida anterior o sobre su vida actual, y entraba más o menos en detalles de su situación, comprendía yo que no me era posible darle algunos kopeks, y vacilaba respecto a la cantidad que debiera darle.

Y cuanta más cantidad recibía el pobre, más descontento se iba.

Es decir; que cuanto más me acercaba a los desgraciados, más vacilaba respecto al socorro que les debía dar, y que cuanto mayor era éste, más sombríos y descontento me parecía que se quedaban.

Por regla general, noté en casos análogos una viva contrariedad en el semblante de los pobres y, al mismo tiempo, cierta animosidad contra mí.

Un día en que le di a uno diez rublos, se fue sin darme las gracias y como si le hubiera ofendido... Yo me sentí disgustado, y hasta culpable.

Si yo me ocupaba en un pobre durante semanas o meses, si le ayudaba, si le hacía partícipe de mis opiniones y me acercaba a él, mis relaciones se le antojaban un suplicio, y me despreciaba.

Y comprendía yo que tenía razón.

Si me encuentra en la calle y me pide, como a los demás transeúntes, tres kopeks y se los doy, paso a sus ojos como un hombre de buen corazón y me bendice sinceramente.

Pero si me detengo, si le hablo, si le demuestro que quiero ser para él más que un mero transeúnte; si, como sucede con frecuencia, llora y me cuenta sus desgracias, verá en mí lo que quiero yo que vea: un hombre de corazón.

Pero, si es así, mi bondad no se debe limitar a veinte kopeks, ni a diez rublos, ni a diez mil. No se puede ser bueno a medias. Admitamos que le he dado mucho; que he puesto en regla sus asuntos; que lo he vestido; que lo he puesto en condiciones tales, que pueda vivir sin el socorro de nadie; pero que por una causa cualquiera, por una desgracia, por debilidad o por vicio, hállase de nuevo sin vestidos, sin ropa blanca, sin dinero, sufriendo otra vez hambre y frío, y viene a buscarme... ¿Por qué lo he de rechazar?

Si yo tuviese un propósito determinado, por ejemplo, darle tanto dinero o tal vestido, podría, una vez hecho el don, permanecer tranquilo; pero mi propósito no ha sido ése: el móvil de mi acción ha sido la bondad: quiero ver en cada hombre un semejante mío. Así es como se comprende la caridad.

Por lo tanto, si se ha gastado veinte veces en bebida lo que ha recibido de mí; si de nuevo tiene hambre y frío; si yo soy, en realidad, bueno, no puedo negarle nada y debo darle, en tanto que yo posea más que él.

Pero, si retrocedo, demuestro, al retroceder, que todo lo que he hecho hasta entonces no ha tenido por móvil la bondad, sino el deseo de hacer alarde de mi buena acción a los ojos de los demás.

Y en este caso yo retrocedía al dejar de socorrer a aquellas gentes; renegaba de mi virtud y experimentaba un sentimiento penoso.

Y yo sentí aquella vergüenza en la casa Liapine y cuando llegué a dar dinero a los pobres.

Encontrábame en el campo. Necesitaba veinte kopeks para socorrer a un peregrino y envié a mi hijo a buscarlos: trajo los veinte kopeks y me dijo que se los había tomado prestados a nuestro cocinero. Algunos días después llegaron otros peregrinos: tuve también necesidad de otra pieza de veinte kopeks: llevaba en el bolsillo un rublo, y acordándome de que le debía al cocinero, me fui a la cocina para buscar lo que necesitaba. Le d je al cocinero: —«Os tomé prestados veinte kopeks: aquí tenéis un rublo... Aún no había concluido la frase y ya había llamado el cocinero a su mujer, diciéndole: —Parascha: mira... toma.

Pensando que ella había comprendido de lo que se trataba, le di el rublo.

Hay que tener en cuenta que aquellas gentes no llevaban a mi servicio más que ocho días, y que, aunque había visto ya a la mujer, no le había dirigido la palabra todavía.

Quise decirle que me diese el cambio; pero, antes de que yo pudiese abrir la boca, se inclinó para asirme la mano creyendo, sin duda, que le había regalado el rublo...

Balbuceé algunas palabras y salí de la cocina.

Hacía tiempo que no había sentido vergüenza semejante. Mis nervios se crisparon y noté que hice una mueca a pesar mío. Aquel sentimiento, que me pareció poco merecido, me lastimó, sobre todo, por no haberlo experimentado hacía ya tiempo, y creía que mi vida no debía merecer semejante humillación.

Quédeme consternado por lo que acababa de pasar, y, al referírselo a mis amigos y a mis parientes, todos me dijeron que, en mi lugar, hubieran experimentado la misma sensación que yo.

Me dediqué a averiguar la causa de aquella impresión, y una aventura que me ocurrió en otro tiempo en Moscou me dio la solución del problema. Meditaba en aquel incidente y comprendí aquella vergüenza que había sentido ante la mujer del cocinero y otras muchas veces cuando ejercía de filántropo y daba algo a los demás, excepto aquella pequeña limosna que por costumbre doy a los mendigos y a los peregrinos, no como acto de caridad, sino como de decoro y de política.

Si un hombre os pide fuego, debéis darle un fósforo, si lo tenéis.

Si alguien os pide tres, o veinte kopeks, y aunque sea algunos rublos, se los debéis dar, si los tenéis. Este es un acto de urbanidad, y no de filantropía.

He aquí lo que me sucedió:

Ya hablé de dos aldeanos con los cuales aserraba madera hace tres años. Un sábado por la tarde, a eso de la oración, iban ellos a casa de su patrón para cobrar su salario y yo los acompañé hasta la ciudad. Al llegar al puente de Dragomilov, encontramos a un viejo que me pidió limosna y a quien le di veinte kopoks. Creí que mi acción fuese del agrado de mis compañeros, con quienes iba hablando de materias religiosas.

Simion, el mujik del gobierno de Vladimir, que tenía en Moscou mujer y tres hijos, se detuvo, se levantó los faldones del caftán, sacó su alforja, escarbó en ella, sacó tres kopeks y se los dio al viejo diciéndole que le diese dos de vuelta.

El viejo le enseñó el dinero que llevaba que eran dos piezas de tres kopeks y una de uno. Simion miró; quiso tomar la de uno; pero, variando de parecer, se quitó la gorra, se persignó, y siguió su camino dejándole al viejo los tres kopeks.

Yo sabía cuál era la situación financiera de Simion: todas sus economías se elevaban a seis rublos y medio: las mías en aquella época eran 600,000 rublos.

Yo tenía mujer e hijos: mi compañero también: él era más joven que yo y su familia menos numerosa; pero todos sus hijos eran pequeños, mientras que dos de los míos eran ya adultos y aptos para el trabajo. Nuestra situación, exceptuando las economías, era casi la misma.

El poseía 600 kopeks y daba tres: yo poseía 600,000 rublos y daba veinte kopeks.

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