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– ¡Casi me pisas! -me indigné. José estaba blanco como el papel.

– Lo siento, cariño -musitó.

– ¿Qué pasa? ¿Qué había ahí dentro?

– No lo tengo muy claro… -confesó con un hilo de voz-. Pero creo que será mejor que entre a mirar mientras tú te quedas aquí quietecita.

– ¡No pienso quedarme aquí quietecita! ¡No soy ninguna niña pequeña a la que debas proteger, José! Te recuerdo que he vivido situaciones mucho peores que ésta y que estoy acostumbrada a…

– ¡Vale, vale, pero luego no digas que no te avisé! -me cortó, frunciendo el ceño. Abrió de nuevo la puerta y le vi tantear la pared en busca del pulsador de la luz. Era la primera habitación que encontrábamos a oscuras. Las demás tenían las bombillas encendidas, como si se las hubieran dejado a propósito para controlarlas desde arriba con el generador. Cuando se hizo la claridad, el espectáculo que se ofreció ante nuestros ojos resultó demoledor. Nunca en mi vida hubiera imaginado una tragedia como aquélla, un horror tan espeluznante.

Recuerdo que sentí un golpe atroz en el centro del pecho -como si una piedra me hubiera golpeado en pleno corazón-, cuando vi aquellas filas de cadáveres, aquellos esqueletos todavía maniatados a sus camastros y vestidos con los jirones de las ropas a rayas de los prisioneros de los campos nazis de exterminio. Un gemido me subió por la garganta hasta casi ahogarme. No era miedo, ni siquiera asco o aprensión; era una pena infinita que me hacía albergar contra Sauckel y Koch los peores sentimientos que había experimentado a lo largo de toda mi vida.

José me abrazó y me sacó de allí. Mientras yo permanecía impávida en el mismo lugar en el que me había dejado, él registró las otras habitaciones del pasillo. En todas, lamentablemente, encontró lo mismo: en las dos de la derecha, otros grupos similares de prisioneros atados a sus catres y muertos por ráfagas de metralleta; en la de la izquierda, al fondo, soldados alemanes, sorprendidos por idéntica muerte durante el sueño. Njingún testigo había sobrevivido. Nadie había podido salir de allí para contar lo que había visto.

Lo que más me cabreaba era comprobar que nada había cambiado desde que aquellos pobres hombres habían sido asesinados: los serbios habían construido también sus campos en los Balcanes para llevar a cabo su particular limpieza étnica; las dictaduras sudamericanas habían hecho desaparecer a miles de jóvenes después de torturarlos; en Brasil, los niños morían acribillados en las calles por los disparos de los escuadrones de la muerte que salían de caza al anochecer… Y así, un interminable etcétera de modernos genocidios, tan sanguinarios como el llevado a cabo por los nazis medio siglo atrás.

Me sentía enferma y asqueada. Sólo quería volver a casa y olvidarlo todo. Me importaba muy poco el maldito Salón de Ámbar y las malditas obras de arte.

– ¡Ana, ven! ¡Ven y mira! i El grito de José me sacó del ensimismamiento.

– ¡Lo hemos encontrado, Ana! ¡Ven y mira qué belleza!

Caminé como una autómata hacia el lugar desde el que me llegaba la voz, una puerta situada frente al dormitorio de los soldados, en el extremo del pasillo. Me sorprendió no encontrarle allí cuando la atravesé. Aquello parecía un almacén de provisiones y materiales. Por todas partes podía ver grandes latas de comida y herramientas de trabajo:

desde martillos, punzones y picos, hasta alicates, sierras y tenazas.

– ¡Ven, Ana, ven! ¡Es lo más hermoso que he visto en mi vida!

La llamada procedía de algún lugar situado detrás de una de las estanterías abarrotada de guantes de lona, mazos y palas de campaña de la Wehrmacht. Sorteaba los obstáculos ajena a todo, como hipnotizada, dirigida por la voz. Entonces, el brazo de José levantó desde el interior una pesada y oscura cortina de hule, dejándome súbitamente frente a una deslumbrante revelación de oro y luz.

Pero no, no era oro. Era ámbar.

A modo de brillantes colgaduras, largos paneles dorados caían desde un cielo abovedado increíblemente azul hasta un suelo de maderas oscuras donde el nácar dibujaba volutas y olas marinas. Entre los paneles, para romper la monotonía del color, estrechas cintas de espejo reflejaban hasta el infinito la luz de los candelabros del friso (escoltados por alados querubines) y de las lámparas sujetas por brazos de oro al mismo azogue. Tres puertas lacadas en blanco y con ornamentos dorados -una en el centro de cada pared-, idénticas a la que yo había atravesado inadvertidamente al pasar bajo la cortina de hule, sostenían paneles rectangulares realzados con relieves de festones y guirnaldas. Y por si toda aquella barroca fastuosidad no fuera suficiente, por si aquella deslumbrante exhibición de lujosos ornamentos blancos, dorados, amarillos y naranjas no resultara sobradamente perturbadora, piezas y placas de oro puro componían las molduras, cornisas, boceles, acodos y remates.

Di un paso adelante. Luego otro más. Y luego otro y otro… hasta quedar situada en el centro de la altísima y descomunal sala. Una leve capa de polvo cubría las negras maderas del suelo, suavizando el brillo charolado del barniz.

– Jamás… -musité-. Jamás había visto nada tan bello.

– Es un poco rococó para mi gusto -observó José, junto a mí-, pero, sí, bello. Infinitamente bello.,

Durante un buen rato permanecimos mudos, absortos en la contemplación de aquella maravilla que había enamorado el corazón de un zar. El ámbar desprendía un olor especial, como de sándalo y violeta. Quizá había estado expuesto mucho tiempo a tales aromas y los había conservado en su propia materia. De pronto me sobresalté: me había parecido escuchar un rumor sordo a lo lejos.

– ¿Has oído algo, José? -pregunté con el ceño fruncido.

– ¿ Algo…? No, no he oído nada -repuso tranquilamente, cogiéndome de la mano y arrastrándome hacia adelante-. Vamos, que todavía tenemos muchas cosas que ver.

Las cuatro puertas del salón estaban abiertas. Una de ellas, a nuestra espalda, era la que habíamos utilizado para entrar; las dos laterales dejaban ver detrás el muro de roca de la mina. La de enfrente, sin embargo, mostraba una nueva cámara iluminada.

Esta vez sí. Esta vez se materializó la imagen mental que tenía del lugar en el que debían estar escondidas todas las obras de arte y los objetos de valor robados por el gauleiter de Prusia, Erich Koch, durante la invasión de la Unión Soviética. En mil ocasiones había imaginado -aunque mucho más pequeña- esa nave que ahora tenía delante, con todas esas pilas de embalajes que casi llegaban al techo. En realidad, era una galería de piedra escarpada, de proporciones descomunales (debía serlo, pues albergaba perfectamente los elevados paneles de ámbar del salón), cuyo final no podía descubrirse detrás de los cúmulos de cajas y fardos que, poco más o menos, ocultaban todo el piso de tierra.

Un primer y trastornado vistazo nos hizo comprender el alcance del valor de lo que allí había escondido: más de un millar de cuadros de Rubens, Van Dyck, Vermeer, Caneletto, Pietro Rotari, Watteau, Tiepolo, Rembrandt, El Greco, Antón Raphael Mengs, Cari Gustav Carus, Ludwig Richter, Egbert van der Poel, Bernhard Halder, Ilia Yefímovich Krilov, Ilia Repin, Max Slevogt, Egon Schiele, Gustav Klimt, Corot, David… Además de otro millar de dibujos, grabados y láminas de valor semejante. Joyas, objetos de arte egipcio, iconos rusos, tallas góticas, armas, porcelanas, instrumentos de música antiguos, monedas, trajes de la familia imperial rusa, vestiduras de patriarcas, coronas, medallas de oro y plata… Ni siquiera era posible pensar en el precio incalculable de alguno de aquellos objetos sin sentir un desvanecimiento.

Estábamos atónitos, boquiabiertos, deslumhrados. Apenas podíamos creer lo que veíamos. Finalmente, José se me acercó por detrás y me abrazó. Yo sostenía en la mano una lámina de Watteau con el apunte a sanguina de un joven pierrot.

– ¡Los del Grupo no querrán creernos cuando se lo contemos!-me dijo al oído.:,

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