En los anaqueles, el registro resultó más entretenido. Disfruté contemplando las obras que Sauckel había considerado dignas de ocupar un puesto en aquella restringida biblioteca personal. Le imaginé, aburrido y fastidiado, pasando las horas muertas en aquel despacho mientras los prisioneros sudaban sangre construyendo su cueva de Alí Baba. ¿ Se abriría un panel secreto en alguna pared si gritaba muy fuerte «¡Ábrete, Sésamo!»…? Jamás admitiré haberlo intentado, sólo diré que, poco después, seguí mirando los libros de Sauckel. Al principio no reconocí más que los nombres de algunos autores, pero pronto me descubrí traduciendo los títulos después de limpiar con pañuelos de papel la gruesa capa de polvo que cubría los lomos y las cubiertas: allí estaba Die Leiden desjungen Werther (Las desventuras del joven Werther) y las dos partes del Faust. Der Tragódie (Fausto. Latragedia), de Goethe; Die Relativitatstheorie Einsteins (La teoría de la relatividad de Einstein), de Max Born, publicado en 1920; la edición revisada en 1926 de Der Untergang des Ahendlandes (La decadencia de Occidente), de Oswald Spengler; los dos gruesos volúmenes de Reise ans Ende der Nacht (Viaje al fin de la noche), de Louis-Ferdinand Céline (¡la obraque yo había terminado apenas dos semanas atrás, con la que había amenazado a Ezequiela cuando entró en mi habitación para hablarme del reloj biológico!); y, por último, Aufder Suche nach der verlorenen Zeit (En busca del tiempo perdido), la insuperable creación literaria de Marcel Proust, publicada en siete tomos encuadernados en vitela y con los títulos en letras doradas. No podía negarse que Sauckel era un lector exigente y selecto, de una amplia cultura. Jamás dejaría de preguntarme cómo era posible que espíritus de tal naturaleza hubieran caído en manos de una ideología tan histriónica y desquiciada como la nacionalsocialista.
– ¿Has encontrado algo interesante? -preguntó súbitamente la voz de José desde la puerta.
– ¡Me has asustado! -protesté volviéndome hacia él.
– Lo siento, no era mi intención. Pero te recuerdo que aquí no hay timbre. Bueno, dime, ¿has encontrado algo?
– Nada -suspiré con resignación, devolviendo a su sitio el libro que tenía entre las manos-. Aquí no hay nada. Libros, una pitillera de plata… Nada especial.
– No es lógico. Sabemos que hay un tesoro escondido en alguna parte y hemos venido siguiendo una compleja maraña de pistas hasta llegar hasta este despacho subterráneo. ¿Has buscado alguna abertura oculta, algún panel movedizo, algún compartimento escondido…?
– La verdad es que sólo he registrado el despacho -me justifiqué. José tenía razón: allí, en algún lugar en torno a nosotros, se hallaba la entrada a la cámara secreta donde Koch y Sauckel habían escondido los tesoros robados en Rusia durante la guerra, miles de obras de arte de un valor incalculable entre las que se encontraba el famoso. Salón de Ámbar del zar Pedro el Grande, la «octava maravilla del mundo», el increíble y legendario Bernsteinzimmer, hecho con placas de ámbar dorado del Báltico.
– Bueno, ahora comamos algo y después nos pondremos a la tarea.
El reloj marcaba la una y media de la tarde.
– ¡Tenemos que contactar con Roi! -avisé alarmada..
– Ahora mismo lo hacemos. No te preocupes.
Mientras yo preparaba las exquisitas y deliciosas viandas liofilizadas (estaba harta de aquella comida; me apetecía un buen plato de pasta fresca con mucho queso gratinado), José desembaló los cachivaches electrónicos y le oí llamar repetidamente a Roi.
– ¿Qué pasa? -pregunté, sorprendida.
– Roi no contesta -me respondió.
– No puede ser. Inténtalo de nuevo. ¿Has marcado bien la frecuencia?
– Por supuesto. Pero no recibo señal.
– Quizá tenemos demasiada tierra sobre nuestras cabezas.
– No debería importar. Este equipo es muy potente.
– ¿Es posible que se haya estropeado?
– No sé… -murmuró, pensativo-. Voy a mirar si tenemos correo de Amalia. Así comprobaré si funciona.
Conectó el ordenador portátil al walkie.
– Pues no, tampoco hay mensajes de Amalia… -anunció, más desconcertado todavía-. Sin embargo, parece que todo está bien: he podido entrar en la red Packet sin problemas.
– Es raro. Inténtalo de nuevo con Roi.
Pero tampoco tuvo éxito. Nos miramos, paralizados. Por primera vez, nos sentíamos verdaderamente solos y desamparados bajo tierra, como si el mundo exterior hubiera desaparecido y nosotros fuéramos los únicos supervivientes del último y definitivo holocausto mundial.
– ¡No nos preocupemos innecesariamente! -exclamé de improviso, enfadada conmigo misma por mis absurdos temores-. Puede que a Roi se le haya estropeado el walkie, puede que se le haya olvidado la hora de la conexión, puede que se haya visto obligado a faltar a este contacto por algún imprevisto… Y puede que Amalia haya roto mi ordenador y lo esté arreglando a toda velocidad para no morir a mis manos cuando salgamos de aquí. ¿No te parece?
– Puede ser… Volveremos a intentarlo más ' tarde.
Comimos sin dejar de gastar bromas acerca de nuestra estúpida situación. Según José, jamás conseguiríamos salir de aquel laberinto y terminaríamos por crear una raza de humanos acostumbrados a vivir bajo tierra. Cuando dentro de mil o dos mil años los de arriba descubrieran nuestras ciudades, oirían hablar de los primeros Adán y Eva que, en realidad, en la mitología subterránea, se llamarían José y Ana.
– Hay algo a lo que le estoy dando vueltas desde hace tiempo… -apunté cuando terminó de decir tonterías-. Si es cierto que las obras de arte traídas desde Kónigsberg (Salón de Ámbar incluido) están por aquí, escondidas en estos túneles, ¿cómo consiguieron meterlas a través de las bocas de alcantarilla? Algunas galerías son enormes, es verdad, pero las entradas, incluso esa puerta de ahí, son muy pequeñas.
– Yo no lo veo tan complicado. Seguramente, esta estructura empezó a construirse al principio de la guerra. Recuerda que Koch capitaneaba los primeros destacamentos de trabajadores forzados que llegaron a Weimar para levantar Buchenwald y que fue entonces cuando comenzó su amistad con Sauckel. Con toda probabilidad, cuando los nazis emprendieron el saqueo de Rusia en 1941, Koch y Sauckel organizaron este increíble tinglado. Pongo la mano en el fuego que primero llenaron la cámara de tesoros y luego la cerraron, es decir, cavaron el hoyo, lo llenaron y después lo taparon, y disimularon la entrada con la red de suministro de agua de la ciudad.
– No disimularon la entrada. La ocultaron detrás de un laberinto.
– Como verás, eso implica muchas horas de análisis y planificación. Trabajaron a conciencia para que nadie más que ellos pudiera llegar hasta el escondite. Si Hitler hubiera ganado la guerra, al cabo de pocos años hubieran sido dos de los hombres más ricos de Europa, una Europa gobernada por su país y por su partido, y nadie hubiera indagado el origen de su rápido enriquecimiento. Cuando vieron que la guerra estaba perdida, esos tesoros se convirtieron en su salvoconducto, en su garantía personal de supervivencia. – Pero Sauckel murió. Fue ejecutado en Núremberg.
– Pero no su familia ¿acaso no recuerdas que Fritz Sauckel era un antiguo marino mercante, padre de diez hijos? Por eso guardó silencio en Núremberg, es la única explicación posible. Viéndose perdido y sabiendo que, si entregaba los tesoros a los aliados, la alternativa era una cadena perpetua para él en alguna cárcel miserable mientras su familia pasaba estrecheces y necesidades, optó por callar, seguramente tranquilizado por algún pacto entre caballeros establecido con Koch, por el cual éste entregaría la mitad de las riquezas a la numerosa familia de Sauckel.
– Tiene sentido, sí. Pero Koch no cumplió su parte.
– Bueno, no lo sabemos… -murmuró dudoso-. A lo mejor lo hizo.
– Hubiera tenido que hacerlo otra persona por él, y hubiera necesitado ayuda, de manera que este escondite secreto ya no sería tal escondite secreto. ¿Para qué pintar, entonces, el Jeremías con las claves encriptadas en hebreo?