Iba a ser terriblemente cansado pasar el magnetómetro portátil por tantos metros cuadrados de muros, suelos y techos (cada brazo de la cruz medía cuatro kilómetros y los travesaños seis kilómetros y medio), pero no había otra posibilidad: en algún lugar de aquel maldito emblema nazi se hallaba la entrada que andábamos buscando, así que ahora no nos podíamos echar atrás arguyendo fatiga o aburrimiento.
Contactamos con Roi a la hora prevista, las once de la noche, y le contamos las novedades. Se mostró entusiasmado y, a pesar de la cautela de la que hacía gala en todas las conexiones y que le llevaban a ser parco en palabras y datos,' ahora pidió a José que le informara detalladamente de todo. Quiso saber cómo habíamos descubierto el trazado de la esvástica (estaba disgustado por no haberla reconocido él, que tenía el plano completo de los túneles) y nos propuso comenzar la búsqueda por el centro, en lugar de por los extremos, ya que, dijo, era más lógico colocar la entrada allí que en cualquier otra parte. Naturalmente, José no mencionó a Amalia en sus explicaciones, atribuyéndome a mí todo el mérito del hallazgo, y tampoco aludió al hecho evidente de que a la supuesta heroína, de nuevo, estaba subiéndole la fiebre: tiritaba de frío bajo la ropa y, sin embargo, los ojos se me cerraban bajo un ardiente letargo.
Dormí mal aquella noche. Tuve horribles pesadillas en las que me veía morir o en las que veía morir a José, a Ezequiela, a la tía Juana y a Amalia. Ninguno se libró de que le matara en sueños y, aunque dicen que eso significa dar diez años más de vida, lo cierto es que me desperté de un humor endiablado y con ganas de comprarme un euro de bosque y perderme para siempre. Pero, ¡ah!, no es lo mismo despertar sola que despertar junto a alguien, sobre todo si ese alguien te quiere lo suficiente como para ponerse a tu altura:
– ¡Me tienes harto, Ana! ¿Qué te pasa ahora…? ¿A qué viene ese mal humor? ¡Desde luego, no imaginaba que fueras tan desconsiderada e impertinente! ¿Es que no sabes hacer un pequeño esfuerzo para controlar tus enojos? Han debido consentírtelo todo en esta vida, ¿verdad? ¡Claro, eso es…! Siempre has hecho lo que te ha dado la gana sin que nadie te llamara al orden, ¿no es cierto? ¡Pues mira lo que te digo, preciosidad malcriada: no seré yo quien te aguante! ¡Tenlo claro!
– ¡Pero… pero…!
– ¡No hay peros que valgan! ¡A trabajar! Ya hablaremos de todo esto cuando volvamos a casa… Cuando volvamos cada uno a nuestras respectivas casas, quiero decir.
El centro de la cruz gamada era un cubo figurado de unos sesenta metros cuadrados de superficie, sin paredes -sus cuatro lados eran las bocas de las galerías-, con el techo abovedado a unos dos metros de altura y el suelo de adoquines cubierto de tierra suelta y resbaladiza. José dejó la lámpara de gas justo en el centro y abrió la espita al máximo. El gigantesco entronque se iluminó con un resplandor tenebroso.
– Podría existir una cámara entre el techo y el asfalto de la ciudad -comentó José, pensativo, mirando hacia arriba.
– No lo creo -repuse muy comedida, aún bajo los efectos de la riña-. En primer lugar, no hay sitio suficiente y, en segundo, cualquier obra o edificación que se hiciera en esta parte de Weimar podría dejar al descubierto el escondrijo. Es más lógico suponer que cavaron hacia abajo.
– Pues examinemos el suelo.
Fuimos apartando la tierra con las suelas de las botas y dando patadas aquí y allá para descubrir alguna trampilla en el terreno. Pero todo fue inútil: aunque habíamos levantado una terrible polvareda, el empedrado era firme y sin fisuras… Nos miramos desolados.
– ¡Vamos a tener que examinar toda la cruz! -gemí acercándome a él.
– No lo creo… -masculló rodeándome los hombros con su brazo-. Hay un sitio que no hemos comprobado.
Levanté los ojos, muy sorprendida, y vi que sus labios sonreían y que su mirada apuntaba directamente hacia la lámpara de gas.
– ¡El centro! -advertí-. ¡No hemos revisado el centro, bajo la luz!
Con una carcajada, apartamos la lámpara y despejamos el círculo de tierra que, inadvertidamente, habíamos dejado a su alrededor. Poco a poco, fue descubriéndose una tapa redonda, de metal oscuro y de apariencia hermética. ¡Allí estaba!
– ¡La entrada! -grité entusiasmada-. ¡La entrada, José, ya la tenemos!
La dichosa tapa era tan pesada que tuvimos que hacer fuerza los dos con la palanqueta para poder moverla. Al final, con un ruido seco y metálico, la dejamos caer a un lado. El eco nos devolvió el sonido multiplicado hasta el infinito. Un nuevo pasadizo, oscuro como un pozo, con escalones escurridizos y medio en ruinas, descendía hacia el fondo.
– Bajaré a echar una ojeada -decidió José, poniendo un pie inseguro en el primer peldaño*
– Lleva cuidado.
Le di su linterna frontal y, mientras se la ajustaba, le anudé el extremo de una cuerda a la cintura.
– No tardaré -afirmó mirándome fijamente e introduciéndose, después, en el hoyo.
Los minutos siguientes fueron de una terrible angustia para mí. La cuerda se deslizaba entre mis dedos como señal inequívoca de que José seguía descendiendo. Me arrepentí mil veces de haberlo dejado bajar: él no tenía experiencia en este tipo de actividades, en realidad era yo quien estaba mejor preparada para los trabajos peligrosos. Cuando el rollo de treinta metros se terminó, di un fuerte tirón para que se detuviera. Dudé entre hacerle subir de nuevo o anudar un segundo rollo para dejarle continuar. Venció la segunda opción; habíamos llegado demasiado lejos para detenernos ahora. Otros diez o quince metros de soga se hundirían en la oscuridad antes de que José tocara fondo. Sólo entonces, su voz, tan lejana que era apenas inaudible, me llamó a gritos:
– ¡Ana! ¡Baja!
No me hacía ninguna gracia meterme en aquel agujero infecto, pero le obedecí. Me puse el frontal y comencé el descenso. Según bajaba, la galería iba haciéndose cada vez más estrecha y la humedad más sofocante y caliente. Conté doscientos treinta escalones antes de llegar junto a jóse.
– ¡Uf! Esto es peor que el quinto piso de un aparcamiento subterráneo. ¡Y huele igual de mal!
Frente a nosotros, un par de metros más allá, había una puerta metálica.
– ¿Has intentado abrirla?
– ¡No, eso te lo dejo a ti!
– ¡La caballerosidad ha muerto!
La puerta, una simple plancha metálica con un par de goznes y un asidero, estaba fuertemente encajada.
– Lo lamento -dije encogiéndome de hombros-, pero esto es cosa de hombres.
Refunfuñando por lo bajo, con una sacudida, la arrastró hacia atrás lo suficiente para franquearnos el paso.
– Usted primero, señora.
– Muy amable.
El corazón me latía con fuerzai ¿Iba a encontrarme de bruces con los tesoros de Koch? Supongo que esperaba una suerte de nave, o almacén, con todas esas riquezas, perfectamente embaladas, formando pilas de cajas hasta el techo, pero con lo que topé nada más meter las narices en el hueco fue con un viejo y sucio despacho en el que pude vislumbrar las lúgubres figuras de unos deslucidos sillones, una mesa de escritorio, un perchero de pie largo -en una esquina- con un chaquetón negro colgado y, en una cavidad de la pared, unos anaqueles de madera que se pandeaban bajo el peso de algunas decenas de libros deteriorados. ¿Qué demonios hacía todo aquello a cincuenta metros bajo tierra?
– ¿Qué hay? -preguntó José a mi espalda. -Si te lo cuento, no te lo vas a creer. Así que compruébalo por ti mismo.
Ayudándose con las dos manos, propinó un zarandeo brusco y seco a la hoja de la puerta y consiguió entreabrirla un poco más, lo suficiente para colarse rápidamente al interior del pequeño aposento. Soltó un prolongado silbido de admira-
ción.
– ¡Caramba, caramba! Esto sí que es una verdadera sorpresa.
Se acercó hasta la mesa, sobre la que descansaba un elegante juego de escritorio enteramente cubierto de polvo y telarañas, y le oí trastear con algo metálico y pesado.