– No seas boba -repuso sacando el llavín de su bolsillo y abriendo la puerta.
La dichosa niña no estaba a la vista. La casa estaba a oscuras y silenciosa.
– Lo que me has dicho es muy grave, José. Demasiado grave.
– Lo sé, pero no tenía más remedio que decírtelo. -Me miró firmemente a los ojos-. También lo sabe tu tía Juana, ¿no es cierto? Y estoy por jurar que la vieja Ezequiela está al tanto del asunto desde hace muchos años. ¿Y ellas dos no te preocupan…?
– Sonrió con sarcasmo y continuó-: De verdad, Ana, de verdad que Amalia es digna de toda confianza, aunque ahora no puedas verlo porque estés asustada. Quiero que entiendas que no dirá nada a nadie. Conoce la importancia del asunto. Hace un momento comenzó a explicarme mientras iba encendiendo luces y abriendo puertas- le di permiso para que conectara mi ordenador de la joyería con los tres que tiene en su habitación. Sólo era cuestión de hacer un pequeño agujero en el suelo y tirar un poco de cable, me dijo, y así podría aprovechar mi conexión a Internet. No caí en la cuenta de que mi hija es un cerebrito de la informática y que para ella descubrir el subdirectorio donde guardo los ficheros del Grupo era cosa de coser y cantar. Creí que lo tenía bien escondido pero me equivoqué… Puse una clave de acceso -dijo encogiéndose de hombros-, pero se me olvidó que Amalia conoce todos los números de mis tarjetas de crédito.
– ¿Pusiste el número de una de tus tarjetas de crédito como clave de seguridad? – pregunté incrédula. Era la cosa más simple y estúpida que había oído en mi vida.
– ¡Bueno -protestó-, al fin y al cabo no los tengo apuntados en ninguna parte! ¡Los sé de memoria!
– ¡Y tu hija también!
– Eso es verdad… Aunque entonces no caí en la cuenta. Ella sólo quería poder conectarse a Internet desde su habitación. Pero es una niña y, como todas las niñas, se puso a rebuscar en los ficheros de su padre. ¿Tú no hubieras hecho lo mismo?
En realidad, uno de mis grandes motivos de orgullo era el de haber conocido todos los escondrijos secretos que mi padre tenía en casa, aunque él, ingenuamente, creía conservar ciertas cosas a cubierto y alejadas de mi vista. Incluso la caja fuerte que mandó colocar en lo que ahora era mi despacho se abrió bajo mis manos infantiles como si fuera de juguete. La combinación, tan simple y estúpida como la clave de José, era la fecha de nacimiento de mi madre. -Está bien -murmuré dejándome caer en uno de los sofás-. Dame tiempo para asimilarlo. Pero con sinceridad te diré que no creo que pueda vivir tranquila a partir de ahora.
– Puedes vivir todo lo tranquila que tú quieras. depende de ti. El mes pasado, Amalia también sabía todo sobre el Grupo de Ajedrez y tú dormías apaciblemente en tu cama. ¿Qué ha cambiado?
– ¡Que ahora sé que estoy en peligro!
– ¡Pero es que no estás en peligro, maldita sea! -tronó, dando un rabioso puñetazo sobre el respaldo del sofá en el que yo me encontraba.
– ¡No se te ocurra gritarme -chillé- ni, mucho menos, dar golpes a los muebles!
Me miró sorprendido y se quedó paralizado un segundo… Pero sólo un segundo, porque antes de que me diera cuenta, había saltado sobre mí como un salvaje, soltando una estruendosa carcajada.
– ¡Ana, Ana, Ana…! -repetía mientras nos besábamos.
– Papá… -La sangre se me heló en las venas. La condenada mocosa estaba allí.
José, de un brinco tan rápido que no me dio tiempo a verlo, se puso de pie y miró a su hija con zozobra y culpabilidad. Pero él aún tuvo suerte: yo estaba tumbada en el sofá en una posición muy poco digna y con el pelo y la ropa revueltos.
– Papá, tengo hambre. ¿Habéis cenado ya? Amalia nos miraba desde la puerta del salón con cara de fastidio.
– ¿Dónde estabas? Creíamos que habías salido.
– En mi habitación. Hablando con Joan. Tenía la puerta cerrada.
– ¿Con Joan? -pregunté aterrorizada. ¡Sólo faltaba que alguien más hubiera estado escuchando la conversación (y lo que no era conversación) entre José y yo!
– Por el IRC -me aclaró su padre, que me había leído el pensamiento-. Joan vive en Washington. Amalia practica el inglés con ella.
– Bueno, ¿habéis cenado? ¡Tengo hambre! No sabía si debía esperaros o no.
– ¿Os apetece pizza? -propuse terminando de arreglar discretamente mi aspecto-. ¡Me comería una pizza enorme con mucho peperoni!
Por los ojos de Amalia cruzó un rayo de esperanza.
– Papá no me deja comer pizza. Pero hoy, a lo mejor…
José frunció el ceño pero se dio cuenta de que estaba en una posición delicada.
– Bueno. Cenaremos pizza.
Amalia soltó una exclamación de alegría y, mirándome, sonrió. Quizá no fuera una niña tan terrible después de todo.
Media hora después, los tres nos sentábamos en torno a una enorme pizza familiar de peperoni, rezumante de grasa, que regaríamos con unos cuantos botes de coca-cola. No era exactamente lo que yo llamaría una cena romántica con el hombre con el que acabas de empezar una aventura, pero, dadas las circunstancias, era lo mejor que se podía pedir. Al día siguiente volvería a casa y ¿quién sabe cómo terminaría todo aquello? Me dije que, al menos, en Weimar estaríamos solos.
José estuvo hablándonos de un reloj que estaban a punto de traerle para reparar y cuyo proyecto le entusiasmaba. Se trataba de un reloj de autor desconocido, probablemente de finales del siglo xvi, realizado en Amberes.
– ¡Es una joya, Amalia! ¡Ya lo verás! -explicaba a su hija, entusiasmado-. Tiene forma de león y los ojos, de rubí, se mueven con las horas. La maquinaria dispone de cuerda para tres días, sonería para los cuartos y despertador. ¡Una maravilla! A finales de los años cincuenta se rompió el doble sistema de transmisión de las esferas, la horaria y la que marca las fases de la luna, pero creo que podré arreglarlo.
– ¿Dónde tiene las esferas? -pregunté para no quedarme fuera de la conversación.
– En los lomos, ¿dónde si no? -se sorprendió José, mientras Amalia miraba a su padre y asentía con la cabeza.
– Me gustaría ver tu taller, José.
– Después de cenar. Aunque deberíamos empezar a pensar en Weimar, Ana.
Hundí un enorme pedazo de pizza dentro de mi boca para disimular el disgusto. Tendría que acostumbrarme a hablar delante de la niña de lo que hasta ahora había considerado el secreto mejor guardado del mundo.
– No tenéis… mucho tiempo… -articuló Amalia, engullendo su bocado con ayuda de un trago de refresco. El avión que me llevaría de vuelta a Madrid salía a las cinco y media de la tarde del día siguiente.
– En realidad -aclaró José-, Ana es la experta. Yo sólo soy un ayudante.
– Es poca cosa -atajé, intentado quitarle im portártela-. Organizar el viaje, hacer listas de cosas necesarias, decidir lo que hay que comprar…
– ¿Tendréis ayuda exterior? -preguntó Amalia corno si la cosa no fuera con ella, cogiendo otro pedazo de pizza de la caja.
– ¿Ayuda exterior? -se sorprendió su padre.
– Alguien tiene que estar fuera mientras vosotros estáis dentro, ¿no? Por si os pasa algo, por si necesitáis algo…
Y dio una gran dentellada a la blanda porción. José y yo nos miramos extrañados y, tras unos instantes, se hizo la luz, simultáneamente, en nuestras cabezas:
– ¡No! Ni se te ocurra pensarlo siquiera -declaró él.
– ¡Tu hija, José, tiene unas ideas realmente peregrinas!
– Mi hija va a dejar de tener ideas de cualquier clase como siga diciendo tonterías.
Amalia nos miró candorosamente. Me recordó a Ezequiela cuando ponía la cara de dulce anciana incomprendida.
– ¡Pero si no he dicho nada! -puntualizó con indignación.
– ¡No ha hecho falta! -replicó su padre con tono de pocos amigos-. ¡Te hemos leído el pensamiento!
– ¡Vaya! ¡Ahora resulta que ya no eres tú solo! ¿Es que ya no sabes hablar en singular, papá? -exclamó ella, poniéndose de pie y encarándose a su padre.