Sin quitarme la chaqueta y sin tan siquiera dejar el bolso en el perchero, entré en el despacho y, encendiendo la luz de la lámpara, pulsé los interruptores del ordenador y de la impresora. Mientras el equipo se ponía en marcha y ejecutaba las tareas programadas, me serví una taza de café y me cambié de ropa. Luego regresé al despacho, comprobé que no tenía correo y arranqué el programa Photo-Paint, uno de los mejores para la manipulación de imágenes y, desde él, cargué la fotografía escaneada del Jeremías de Koch visto de frente. Puse papel fotográfico en la impresora y efectué una primera estampación ajustando automáticamente el contraste, la saturación y el brillo con la opción de máxima calidad. Al cabo de un rato (y de un paquete de papel y un cartucho de tinta en color), tenía el despacho lleno de ampliaciones de segmentos del cuadro puestas encima de los muebles e incluso pegadas con cinta adhesiva por las estanterías y las paredes.
Había cogido la vieja y abultada Biblia de la familia, encuadernada en piel negra y ya deforme, y me estaba paseando por el despacho con el dichoso mamotreto en los brazos y leyendo en voz alta el texto de los catorce primeros versículos del capítulo 38 de Jeremías:
Oyeron Safatías, hijo de Matan; Guedelías, hijo de Pasjur; Jucal, hijo de Selemías, y Pasjur, hijo de Melquías, que Jeremías decía delante de todo el pueblo: «Así dice Yavé: Todos cuantos se queden en esta ciudad morirán de espada, de hambre y de peste; el que huya a los caldeos vivirá y tendrá la vida por botín. Así dice Yavé: Con toda certeza, esta ciudad caerá en manos del ejército del rey de Babilonia, que la tomará.» Y dijeron los magnates al rey: «Hay que matar a ese hombre, porque con eso hace flaquear las manos de los guerreros que quedan en la ciudad, y las de todo el pueblo, diciéndoles cosas tales. Este hombre no busca la paz de este pueblo, sino su mal.» Díjoles el rey Sedecías: «En vuestras manos está, pues no puede el rey nada contra vosotros.» Tomaron, pues, a Jeremías y le metieron en la cisterna de Melquías, hijo del rey, que está en el vestíbulo de la cárcel, bajándole con cuerdas a la cisterna, en la que no había agua, aunque sí lodo, y quedó Jeremías metido en el lodo…
La puerta del despacho se abrió de golpe y yo me detuve en seco, quedándome congelada como el fotograma de una vieja película, con el libro en la mano izquierda y el puño derecho amenazando a los magnates.
– ¿Te pasa algo? ¿Por qué das esos gritos y hablas tan fuerte? -preguntó Ezequiela con preocupación. -Estoy leyendo la Biblia. Ezequiela enarcó las cejas, abriendo mucho los ojos, y salió dando un suspiro.
– Tú no estás bien.
… metido en el lodo -continué-. Oyó Abdemelec, etíope, eunuco de la casa real, que habían metido a Jeremías en la cisterna. El rey estaba entonces en la puerta de Benjamín. Salió Abdemelec del palacio y fue a decir al rey: «Rey, mi señor, han hecho mal esos hombres tratando así a Jeremías, profeta, metiéndole en la cisterna para que muera allí de hambre, pues no hay ya pan en la ciudad.» Mandó el rey a Abdemelec el etíope, diciéndole: «Toma contigo tres hombres y saca de la cisterna a Jeremías antes de que muera.» Tomando, pues, consigo Abdemelec a los hombres, se dirigió al ropero del palacio, y tomó de allí unos cuantos vestidos usados y ropas viejas, que con cuerdas le hizo llegar a Jeremías en la cisterna. Y dijo Abdemelec el etíope a Jeremías: «Ponte estos trapos y ropas viejas debajo de los sobacos, sobre las cuerdas.» Hízolo así Jeremías, y sacaron con las cuerdas a Jeremías de la cisterna, y quedó Jeremías en el vestíbulo de la cárcel.
El cuadro de Koch representaba exactamente el momento en que el profeta comenzaba a ser sacado de la cisterna con las cuerdas. Por más que amplié la pintura hasta un mil seiscientos por cien (el máximo que permitía el programa), por más que ajusté la búsqueda de colores y por más pruebas que hice de todas clases, no encontré nada escondido, ni disimulado, ni insinuado en la pintura, aparte de lo que podía verse a simple vista. Y lo único que podía verse a simple vista era la cara de odio del profeta Jeremías.
A las once y media de la noche, Ezequiela vino a darme las buenas noches. Toda la casa quedó en silencio, salvo por el ruido de la impresora, que no paraba de sacar las copias que yo le iba pidiendo con todas las pruebas y cambios posibles efectuados en la imagen. A las dos de la madrugada tenía tal dolor de cabeza de fijar la vista en la pantalla, que tuve que tomar un analgésico para poder seguir trabajando. A las tres abandoné el diseño gráfico y decidí que era hora de realizar estudios bíblicos. ¿Quién era Jeremías? ¿Por qué le metieron en la cisterna? ¿Qué tenía ese profeta judío que había despertado el interés de un gauleiter nazi antisemita?
Jeremías había nacido en torno al año 650 a.n.e. y había muerto en algún momento indeterminado tras la conquista de Jerusalén por Babilonia, hacia el 586 a.n.e. Desde el principio rompió con el esquema tradicional del oráculo profetice, prefiriendo el poema de marcado acento derrotista y agorero. Aunque en los inicios de su carrera gozó de la protección del rey Josías de Judá, tras la muerte de este monarca en el 609 a.n.e. cayó en desgracia, siendo considerado traidor por anunciar la victoria de Babilonia sobre Judá y Jerusalén y prohibiéndosele hablar en público. Por supuesto, como incumplió repetidamente la prohibición, fue arrestado varias veces y, por fin, lanzado a una cisterna llena de lodo.
Encontré abundante material sobre el Libro de Jeremías en las enciclopedias que había por casa, pero era todo demasiado teológico y escolástico, muy poco comprensible para una neófita como yo. Nada de lo que leí despertó mi atención y la verdad es que me resultó terriblemente difícil mantenerme despierta a esas horas de la noche con semejantes lecturas. Estaba a punto de desistir y marcharme a la cama, cuando, de repente, vino a mi memoria un viejo libro de esos que siempre aparecen cuando buscas cualquier otro, que no recuerdas haber comprado y que jamás abres ni siquiera por curiosidad. No es que tuviera mucho que ver con lo que yo perseguía, pero hablaba de la Biblia y, a esas horas, ya no podía pensar con demasiada claridad. El libro se titulaba Los mensajes del Antiguo Testamento y era de un escritor desconocido que se empeñaba en demostrar que las alegorías, metáforas, parábolas y proverbios del Antiguo Testamento contenían, en realidad, el anuncio del final del mundo y el advenimiento de una nueva civilización. Al hojear distraídamente el índice de contenidos, mis ojos cansados tropezaron, por fin, con algo que me quitó el sueño de golpe: el capítulo cuarto se titulaba «Atbash, el código secreto de Jeremías». Pasé las hojas con rapidez hasta llegar al principio de dicho capítulo y comencé a leer con verdadera fruición. El código secreto más antiguo del que se tenía noticia en la historia de la humanidad, decía el libro, era el llamado código Atbash, utilizado por primera vez por el profeta Jeremías para disfrazar el significado de sus textos. Jeremías, asustado por las represalias que los poderosos miembros de la corte y el propio rey pudieran tomar contra él por vaticinar la derrota frente a Babilonia, encriptó el nombre de este reino enemigo a la hora de escribir, para lo cual utilizó una simple sustitución basada en el alfabeto hebreo, de modo que la primera letra del alfabeto, Aleph, era sustituida por la última, Tav; la segunda, Beth, por la penúltima, Shin, y así sucesivamente. El nombre de este primer código, Atbash, de más de dos mil quinientos años de antigüedad, venía dado, por lo tanto, por su propio sistema de funcionamiento: «Aleph a Tav, Beth a Shin», es decir, Atbsh. Así pues, Jeremías, tanto en el versículo 26 del capítulo 25, como en el versículo 41 del capítulo 51 de su libro, había escrito «Sheshach» en lugar de Babilonia. Por supuesto, ataqué la Biblia familiar en busca de esos dos versículos para comprobar si era cierto lo que decía el pequeño y folletinesco libríto y, en efecto, lo era, allí estaban las pruebas. A pesar de la hora y del cansancio, me sentía activa y despierta como si fuera mediodía. Inmediatamente confeccioné un alfabeto hebreo que podía plegarse por la mitad de modo que resultara fácil efectuar la sustitución de unas letras por otras. Cogí el mensaje de la cartela del cuadro de Koch, le apliqué el código Atbash para desencriptarlo y lo copié al final de un texto explicativo que envié a Roi por correo electrónico. Luego destruí todo el material que había impreso (era una norma del Grupo) y me fui a la cama. Creo que las dos horas que dormí aquella noche fueron las dos horas que mejor he dormido en toda mi vida. No tenía ni idea de si se podría traducir el mensaje que había remitido a Roi para que lo hiciera llegar a su amigo Uri Zev, pero, incluso aunque no se pudiera, había trabajado tan duro y con tanta pasión que me sentía profundamente satisfecha de mí misma.