Le había bastado aquel primer año para asumir la viudez. El recuerdo purificado del marido dejó de ser un tropiezo en sus actos cotidianos, en sus pensamientos íntimos, en sus intenciones más simples, y se convirtió en una presencia vigilante que la guiaba sin estorbarla. A veces lo encontraba, no como una aparición, sino en carne y hueso, donde en verdad le hacía falta. La alentaba la certidumbre de que él estaba allí, todavía vivo pero sin sus caprichos de hombre, sin sus exigencias patriarcales, sin la necesidad agotadora de que ella lo amara con el mismo ritual de besos inoportunos y palabras tiernas con que él la amaba. Pues entonces lo entendía mejor que cuando estaba vivo, entendió la ansiedad de su amor, la urgencia de encontrar en ella la seguridad que parecía ser el soporte de su vida pública, y que en realidad no tuvo nunca. Un día, en el colmo de la desesperación, ella le había gritado: “No te das cuenta de lo infeliz que soy”. El se quitó los lentes con un gesto muy suyo, sin alterarse, la inundó con las aguas diáfanas de sus ojos pueriles, y en una sola frase le echó encima todo el peso de su sapiencia insoportable: “Recuerda siempre que lo más importante de un buen matrimonio no es la felicidad sino la estabilidad”. Desde sus primeras soledades de viuda ella entendió que aquella frase no escondía la amenaza mezquina que le había atribuido en su tiempo, sino la piedra lunar que les había proporcionado a ambos tantas horas felices.
En los tantos viajes por el mundo, Fermina Daza compraba todo lo que le llamaba la atención por su novedad. Las deseaba por un impulso primario que su esposo se complacía en racionalizar, y eran cosas bellas y útiles mientras estaban en su medio de origen, en las vitrinas de Roma, de París, de Londres, o en las de aquel Nueva York trepidante del charleston donde empezaban a crecer los rascacielos, pero no soportaban la prueba de los valses de Strauss con chicharrones y las batallas de flores a cuarenta grados a la sombra. Así que regresaba con media docena de baúles verticales, enormes, de metal charolado con cerraduras y esquinas de cobre como férétros de fantasía, dueña y señora de las últimas maravillas del mundo, que sin embargo no valían su precio en oro sino en el instante fugaz en que alguien de su mundo local las veía por una vez. Pues para eso habían sido compradas: para que los otros las vieran una vez. Ella había tomado conciencia de la vanidad de su imagen pública desde mucho antes de que empezara a envejecer, y a menudo se le oía decir en la casa: “Hay que salir de tantos chécheres que ya no dejan dónde vivir”. El doctor Urbino se burlaba de sus propósitos estériles, pues sabía que los espacios liberados sólo iban a servir para llenarlos de nuevo. Pero ella insistía, porque en verdad no había sitio para una cosa más, ni había en ningún sitio una cosa que en realidad sirviera para algo, como camisas colgadas en las manijas de las puertas o abrigos de inviernos europeos apretujados en los armarios de la cocina. Así que una mañana en que se levantaba con el espíritu alzado echaba abajo los roperos, vaciaba los baúles, desmantelaba los desvanes, y armaba un desmadre de guerra con los montones de ropa demasiado vista, los sombreros que nunca se puso porque no hubo ocasión mientras estuvieron de moda, los zapatos copiados por los artistas de Europa de los que usaban las emperatrices para ser coronadas, y que aquí eran despreciados por las señoritas de alcurnia por ser idénticos a los que compraban las negras en el mercado para andar por casa. Durante toda la mañana la terraza interior permanecía en estado de emergencia, y costaba trabajo respirar en la casa por las ráfagas acres de las bolas de naftalina. Pero la calma se restablecía en pocas horas, pues al final ella se compadecía de tanta seda tirada por los suelos, tantos brocados sobrantes y desperdicios de pasamanería, tantas colas de zorros azules condenados a la hoguera.
– Esto es pecado quemarlo -decía-, con tanta gente que no tiene ni que comer.
Así que la quemazón se aplazaba, se aplazó siempre, y las cosas no hacían sino cambiar de lugar, de sus sitios de privilegio a las antiguas caballerizas transformadas en depósito de saldos, mientras los espacios liberados, tal como él lo decía, empezaban a llenarse de nuevo, a desbordarse de cosas que vivían un instante y se iban a morir en los roperos: hasta la siguiente quemazón. Ella decía: “Habría que inventar qué se hace con las cosas que no sirven para nada pero que tampoco se pueden botar”. Así era: la aterrorizaba la voracidad con que los objetos iban invadiendo los espacios de vivir, desplazando a los humanos, arrinconándolos, hasta que Fermina Daza los ponía donde no se vieran. Pues no era tan ordenada como se creía, sino que tenía un método propio y desesperado para parecerlo: escondía el desorden. El día en que murió Juvenal Urbino tuvieron que desocupar la mitad del estudio y amontonar las cosas en los dormitorios para tener un espacio donde velarlo.
El paso de la muerte por la casa dejó la solución. Una vez que quemó la ropa del marido, Fermina Daza se dio cuenta de que el pulso no le había temblado, y con el mismo impulso siguió prendiendo la hoguera cada cierto tiempo, echándolo todo, lo viejo y lo nuevo, sin pensar en la envidia de los ricos ni en la retaliación de los pobres que se morían de hambre. Por último, hizo cortar de raíz el palo de mango hasta que no quedó ningún vestigio de la desgracia, y regaló el loro vivo al nuevo Museo de la Ciudad. Sólo entonces respiró a su gusto en una casa como siempre la había soñado: amplia, fácil y suya.
Ofelia, la hija, la acompañó tres meses y volvió a Nueva Orleans. El hijo traía a los suyos a almorzar en familia los domingos, y cada vez que podía durante la semana. Las amigas más cercanas de Fermina Daza empezaron a visitarla una vez superada la crisis del duelo, jugaban a las barajas frente al patio pelado, ensayaban nuevas recetas de cocina, la ponían al día sobre la vida secreta del mundo insaciable que seguía existiendo sin ella. Una de las más asiduas fue Lucrecia del Real del Obispo, una aristócrata a la antigua con quien siempre mantuvo una buena amistad, y que se acercó más a ella desde la muerte de Juvenal Urbino. Envarada por la artritis y arrepentida de su mal vivir, Lucrecia del Real le llevaba entonces no sólo la mejor compañía, sino que le consultaba los proyectos cívicos y mundanos que se preparaban en la ciudad, y esto la hacía sentirse útil por ella misma y no por la sombra protectora del marido. Sin embargo, nunca como entonces se le identificó tanto con él, pues le quitaron el nombre de soltera con el que siempre la habían llamado, y empezó a ser la viuda de Urbino.
Le parecía inconcebible, pero a medida que se aproximaba el primer aniversario de la muerte del esposo, Fermina Daza se sentía entrando en un ámbito sombreado, fresco, silencioso: la floresta de lo irremediable. No era muy consciente todavía, ni lo fue en varios años, de cuánto la ayudaron a recobrar la paz del espíritu las meditaciones escritas de Florentino Ariza. Fueron ellas, aplicadas a sus experiencias, lo que le permitió entender su propia vida, y a esperar con serenidad los designios de la vejez. El encuentro en la misa de conmemoración fue una ocasión providencial de darle a entender a Florentino Ariza que también ella, gracias a sus cartas de aliento, estaba dispuesta a borrar el pasado.
Dos días después recibió de él una carta distinta: escrita a mano, en papel de hilo, y con su nombre completo de remitente muy claro en el dorso del sobre. Era la misma letra florida de las primeras cartas, la misma voluntad lírica, pero aplicadas a un párrafo sencillo de gratitud por la deferencia del saludo en la catedral. Fermina Daza siguió pensando en ella con las nostalgias alborotadas varios días después de leerla, y con la conciencia tan limpia que el jueves siguiente le preguntó a Lucrecia del Real del Obispo, sin que viniera a cuento, si por casualidad conocía a Florentino Ariza, el dueño de los buques del río. Lucrecia contestó que sí: “Parece que es un súcubo perdido”. Repitió la versión corriente de que nunca se le había conocido mujer, habiendo sido tan buen partido, y que tenía una oficina secreta para llevar a los niños que perseguía de noche por los muelles. Fermina Daza había oído esa leyenda desde que tenía memoria, y nunca la creyó ni le dio importancia. Pero cuando la oyó repetida con tanta convicción por Lucrecia del Real del Obispo, de quien también se había dicho en un tiempo que era de gustos raros, no pudo resistir el apremio de poner las cosas en su puesto. Le contó que conocía a Florentino Ariza desde niño. Le recordó que su madre tenía una mercería en la Calle de las Ventanas, y que además compraba camisas y sábanas viejas para deshilacharlas y venderlas como algodón de emergencia durante las guerras civiles. Y concluyó con certeza: “Es gente honrada, hecha a puro pulso”. Fue tan vehemente, que Lucrecia retiró lo dicho: “Al fin y al cabo, también de mí dicen lo mismo”. Fermina Daza no tuvo la curiosidad de preguntarse por qué hacía una defensa tan apasionada de un hombre que sólo había sido una sombra en su vida. Siguió pensando en él, sobre todo cuando llegaba el correo sin una nueva carta suya. Habían trascurrido dos semanas de silencio, cuando una de las muchachas del servicio la despertó de la siesta con un susurro de alarma.