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Al cabo de tres semanas, Fermina Daza no había encontrado el olor en la ropa durante varios días, había vuelto a encontrarlo de pronto cuando menos lo esperaba, y lo había encontrado luego más descarnado que nunca por varios días consecutivos, aunque uno de ellos había sido un domingo de fiesta familiar en que ella y él no se separaron ni un instante. Una tarde se encontró en la oficina del esposo, contra su costumbre y aun contra sus deseos, como si no fuera ella sino otra la que estuviera haciendo algo que ella no haría jamás, descifrando con una primorosa lupa de Bengala las intrincadas notas de visitas de los últimos meses. Era la primera vez que entraba sola en esa oficina saturada de relentes de creosota, atiborrada de libros empastados en pieles de animales ignotos, de grabados turbios de grupos escolares, de pergaminos de honor, de astrolabios y puñales de fantasía coleccionados durante años. Un santuario secreto que tuvo siempre como la única parte de la vida privada de su marido a la que ella no tenía acceso porque no estaba incluida en el amor, así que las pocas veces en que estuvo allí había sido con él, siempre para asuntos fugaces. No se sentía con derecho a entrar sola, y menos para hacer escrutinios que no le parecían decentes. Pero allí estaba. Quería encontrar la verdad, y la buscaba con unas ansias apenas comparables al terrible temor de encontrarla, impulsada por un ventarrón incontrolable más imperioso que su altivez congénita, más imperioso aún que su dignidad: un suplicio fascinante.

No pudo sacar nada en claro, porque los pacientes de su marido, salvo los amigos comunes, eran también parte de su dominio estanco, gentes sin identidad que no se conocían por su cara sino por sus dolores, no por el color de sus ojos o las evasiones de su corazón, sino por el tamaño de su hígado, el sarro de su lengua, los grumos de su orina, las alucinaciones de sus noches de fiebre. Gentes que creían en su esposo, que creían vivir por él cuando en realidad vivían para él, y terminaban reducidas a una frase escrita por él de su puño y letra al calce del expediente médico: Tranquilo, Dios te está esperando en la puerta. Fermina Daza abandonó el estudio al cabo de dos horas inútiles con la sensación de haberse dejado tentar por la indecencia.

Azuzada por su fantasía, empezó a descubrir los cambios del marido. Lo encontraba evasivo, inapetente en la mesa y en la cama, propenso a la exasperación y a las réplicas irónicas, y cuando estaba en la casa ya no era el hombre tranquilo de antes, sino un león enjaulado. Por primera vez desde que se casaron vigiló sus tardanzas, las controló al minuto, y le decía mentiras para sacarle verdades, pero luego se sentía herida de muerte por sus contradicciones. Una noche despertó sobresaltada por un estado fantasmal, y era que su marido la estaba mirando en la oscuridad con unos ojos que le parecieron cargados de odio. Había sufrido un estremecimiento semejante en la flor de la juventud, cuando veía a Florentino Ariza a los pies de la cama, sólo que su aparición no era de odio sino de amor. Además, esta vez no era una fantasía: su marido estaba despierto a las dos de la madrugada, y se había incorporado en la cama para mirarla dormida, pero cuando ella le preguntó por qué lo hacía, él lo negó. Volvió a poner la cabeza en la almohada, y dijo:

– Debió ser que lo soñaste.

Después de esa noche, y por otros episodios similares de esa época en que Fermina Daza no sabía a ciencia cierta dónde terminaba la realidad y dónde empezaba el ensueño, tuvo la revelación deslumbrante de que se estaba volviendo loca. Por último cayó en la cuenta de que el esposo no comulgó el jueves de Corpus Christi, ni tampoco en ningún domingo de las últimas semanas, y no encontró tiempo para los retiros espirituales de aquel año. Cuando ella le preguntó a qué se debían esos cambios insólitos en su salud espiritual, recibió

una respuesta ofuscada. Ésta fue la clave decisiva, porque él no había dejado de comulgar en una fecha tan importante desde que hizo la primera comunión a los ocho años. De este modo se dio cuenta no sólo de que su marido estaba en pecado mortal, sino que había resuelto persistir en él, puesto que no acudía a los auxilios de su confesor. Nunca había imaginado que pudiera sufrirse tanto por algo que parecía ser todo lo contrario del amor, pero en esas estaba, y resolvió que el único recurso para no morirse era meterle fuego al cubil de víboras que le emponzoñaba las entrañas. Así fue. Una tarde se puso a zurcir talones de medias en la terraza, mientras su esposo terminaba su lectura diaria después de la siesta. De pronto, interrumpió la labor, se levantó las gafas hasta la frente, y lo interpeló sin un mínimo signo de dureza:

– Doctor.

Él estaba sumergido en la lectura de Ole des pingouíns, la novela que todo el mundo estaba leyendo por aquellos días, y le contestó sin salir a flote: Oui. Ella insistió:

– Mírame a la cara.

Él lo hizo, mirándola sin verla en la bruma de los lentes de leer, pero no tuvo que quitárselos para quemarse en la brasa de su mirada.

– ¿Qué es lo que pasa? -preguntó.

– Tú lo sabes mejor que yo -dijo ella.

No dijo nada más. Volvió a bajarse los lentes y siguió zurciendo las medias. El doctor Juvenal Urbino supo entonces que las largas horas de ansiedad habían terminado. Al contrario de la forma en que él prefiguraba aquel instante, no fue un sacudimiento sísmico del corazón, sino un golpe de paz. Era el grande alivio de que hubiera sucedido más temprano que tarde lo que tarde o temprano tenía que suceder: el fantasma de la señorita Bárbara Lynch había entrado por fin en la casa.

El doctor Juvenal Urbino la había conocido cuatro meses antes, esperando el turno en la consulta externa del Hospital de la Misericordia, y se dio cuenta al instante de que algo irreparable acababa de ocurrir en su destino. Era una mulata alta, elegante, de huesos grandes, con la piel del mismo color y la misma naturaleza tierna de la melaza, vestida aquella mañana con un traje rojo de lunares blancos y un sombrero del mismo género con unas alas muy amplias que le daban sombra hasta los párpados. Parecía de un sexo más definido que el del resto de los humanos. El doctor juvenal Urbino no atendía en el servicio externo, pero siempre que pasaba por allí con tiempo de sobra entraba a recordarles a sus alumnos mayores que no hay mejor medicina que un buen diagnóstico. De modo que se las arregló para estar presente en el examen de la mulata imprevista, cuidándose de que sus discípulos no le notaran un gesto que no pareciera casual, y apenas sin fijarse en ella, pero anotó muy bien en la memoria los datos de su identidad. Esa tarde, después de la última visita, hizo pasar el coche por la dirección que ella había dado en la consulta, y allí estaba, en efecto, tomando el fresco de marzo en la terraza.

Era una típica casa antillana pintada toda de amarillo hasta el techo de cinc, con ventanas de anjeo y tiestos de claveles y helechos colgados en el portal, y asentada sobre pilotes de madera en la marisma de la Mala Crianza. Un turpial cantaba en la jaula colgada en el alero. En la acera de enfrente había una escuela primaria, y los niños que salían en tropel obligaron al cochero a mantener las riendas firmes para impedir que se espantara el caballo. Fue una suerte, pues la señorita Bárbara Lynch tuvo tiempo de reconocer al doctor. Lo saludó con un ademán de viejos conocidos, lo invitó a tomarse un café mientras pasaba el desorden, y él se lo tomó encantado, en contra de su costumbre, oyéndola hablar de ella misma, que era lo único que le interesaba desde aquella mañana y lo único que iba a interesarle, sin un minuto de paz, en los próximos meses. En alguna ocasión, recién casado, un amigo le había dicho delante de su esposa, que tarde o temprano tendría que enfrentarse a una pasión enloquecedora, capaz de poner en riesgo la estabilidad de su matrimonio. Él, que creía conocerse a sí mismo, que conocía la fortaleza de sus raíces morales, se había reído del pronóstico. Pues bien: ahí estaba.

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