– Recuerdo muy bien ese viaje, y fue exacto -le dijo él-, pero sucedió por lo menos cinco años antes que tú nacieras.
Los miembros de la expedición en globo regresaron tres días después al puerto de origen, estragados por una mala noche de tormenta, y fueron recibidos como héroes. Perdido en la muchedumbre, desde luego, estaba Florentino Ariza, quien reconoció en el semblante de Fermina Daza las huellas del pavor. Sin embargo, esa misma tarde volvió a verla en una exhibición de ciclismo, también patrocinada por el esposo, y no le quedaba ningún vestigio de cansancio. Manejaba un velocípedo insólito que más bien parecía un aparato de circo, con una rueda delantera muy alta sobre la cual iba sentada, y una posterior muy pequeña que apenas le servía de apoyo. Iba vestida con unos calzones bombachos de cenefas coloradas que provocaron el escándalo de las señoras mayores y el desconcierto de los caballeros, pero nadie fue indiferente a su destreza.
Esa, y tantas otras a lo largo de tantos años, eran imágenes efímeras que se le aparecían de pronto a Florentino Ariza, cuando le daba la gana al azar, y volvían a desaparecer del mismo modo dejando en su corazón una trilla de ansiedad. Pero marcaban la pauta de su vida, pues él había conocido la sevicia del tiempo no tanto en carne propia como en los cambios imperceptibles que notaba en Fermina Daza cada vez que la veía. Cierta noche entró en el Mesón de don Sancho, un restaurante colonial de alto vuelo, y ocupó el rincón más apartado, como solía hacerlo cuando se sentaba solo a comer sus meriendas de pajarito. De pronto vio a Fermina Daza en el gran espejo del fondo, sentada a la mesa con el marido y dos parejas más, y en un ángulo en que él podía verla reflejada en todo su esplendor. Estaba indefensa, conduciendo la conversación con una gracia y una risa que estallaban como fuegos de artificio, y su belleza era más radiante bajo las enormes arañas de lágrimas: Alicia había vuelto a atravesar el espejo.
Florentino Ariza la observó a su gusto con el aliento en vilo, la vio comer, la vio probar apenas el vino, la vio bromear con el cuarto don Sancho de la estirpe, vivió con ella un instante de su vida desde su mesa solitaria, y durante más de una hora se paseó sin ser visto en el recinto vedado de su intimidad. Luego se tomó cuatro tazas más de café para hacer tiempo, hasta que la vio salir confundida con el grupo. Pasaron tan cerca, que él distinguió el olor de ella entre las ráfagas de otros perfumes de sus acompañantes.
Desde esa noche, y durante casi un año, mantuvo un asedio tenaz al propietario del mesón, ofreciéndole lo que quisiera, en dinero o en favores, en lo que más hubiera ansiado en la vida, para que le vendiera el espejo. No fue fácil, pues el viejo don Sancho creía en la leyenda de que aquel precioso marco tallado por ebanistas vieneses era gemelo de otro que perteneció a María Antonieta, y que había desaparecido sin dejar rastros: dos joyas únicas. Cuando por fin cedió, Florentino Ariza colgó el espejo en la sala de su casa, no por los primores del marco, sino por el espacio interior, que había sido ocupado durante dos horas por la imagen amada.
Casi siempre que vio a Fermina Daza, iba del brazo de su esposo, en un concierto perfecto, moviéndose ambos dentro de un ámbito propio, con una asombrosa fluidez de siameses que sólo discordaba cuando lo saludaban a él. En efecto, el doctor juvenal Urbino le estrechaba la mano con un afecto cálido, y hasta se permitía en ocasiones una palmada en el hombro. Ella, en cambio, lo mantenía condenado al régimen impersonal de los formalismos, y nunca hizo un gesto mínimo que le permitiera sospechar que lo recordaba desde sus tiempos de soltera. Vivían en dos mundos divergentes, pero mientras él hacía toda clase de esfuerzos por reducir la distancia, ella no dio un solo paso que no fuera en sentido contrario. Pasó mucho tiempo antes de que él se atreviera a pensar que aquella indiferencia no era más que una coraza contra el miedo. Se le ocurrió de pronto, en el bautizo del primer buque de agua dulce construido en los astilleros locales, que fue también la primera ocasión oficial en que Florentino Ariza representó al tío León XII como primer vicepresidente de la C.F.C. Esta coincidencia revistió el acto de una solemnidad especial, y no faltó nadie que tuviera alguna significación en la vida de la ciudad.
Florentino Ariza estaba ocupándose de sus invitados en el salón principal del buque, todavía oloroso a pintura reciente y alquitrán derretido, cuando una salva de aplausos estalló en los muelles y la banda atacó una marcha triunfal. Tuvo que reprimir el estremecimiento ya casi tan antiguo como él mismo cuando vio a la hermosa mujer de sus sueños del brazo del esposo, espléndida en su madurez, desfilando como una reina de otro tiempo por entre la guardia de honor en uniforme de parada, bajo una tormenta de serpentinas y pétalos naturales que le arrojaban desde las ventanas. Ambos respondían con la mano a las ovaciones, pero ella era tan deslumbrante que parecía ser la única en medio de la muchedumbre, vestida toda de un dorado imperial, desde las zapatillas de tacones altos y las colas de zorros en el cuello, hasta el sombrero de campana.
Florentino Ariza los esperó en el puente, junto con las autoridades provinciales, en medio del estruendo de la música y los cohetes y los tres bramidos densos del buque que dejaron el muelle empapado de vapor. Juvenal Urbino saludó a la fila de recepción con aquella naturalidad tan suya que hacía pensar a cada uno que le tenía un afecto especial: primero el capitán del buque en uniforme de gala, después el arzobispo, después el gobernador con su esposa y el alcalde con la suya, y después el jefe militar de la plaza, que era un andino recién Regado. A continuación de las autoridades estaba Florentino Ariza, vestido de paño oscuro, casi invisible entre tantos notables. Luego de saludar al comandante de la plaza, Fermina pareció vacilar ante la mano tendida de Florentino Ariza. El militar, dispuesto a presentarlos, le preguntó a ella si no se conocían. Ella no dijo ni que sí ni que no, sino que le tendió la mano a Florentino Ariza con una sonrisa de salón. Aquello había ocurrido en dos ocasiones del pasado, y había de ocurrir otras veces, y Florentino Ariza lo asimiló siempre como un comportamiento propio del carácter de Fermina Daza. Pero aquella tarde se preguntó con su infinita capacidad de ilusión si una indiferencia tan encarnizada no sería un subterfugio para disimular un tormento de amor.
La sola idea le alborotó las querencias. Volvió a rondar la quinta de Fermina Daza con las mismas ansias con que lo hacía tantos años antes en el parquecito de Los Evangelios, pero no con la intención calculada de que ella lo viera, sino con la única de verla para saber que continuaba en el mundo. Sólo que entonces le era difícil pasar inadvertido. El barrio de La Manga estaba en una isla semidesértica, separada de la ciudad histórica por un canal de aguas verdes, y cubierta por matorrales de icaco que habían sido guaridas de enamorados dominicales durante la Colonia. En años recientes habían demolido el viejo puente de piedra de los españoles, y construyeron uno de material con globos de luces, para dar paso a los nuevos tranvías de mulas. Al principio, los habitantes de La Manga tenían que soportar un suplicio que no se tuvo en cuenta en el proyecto, y era dormir tan cerca de la primera planta eléctrica que tuvo la ciudad, cuya trepidación era un temblor de tierra continuo. Ni el doctor Juvenal Urbino con todo su poder había logrado que la mudaran para donde no estorbara, hasta que intercedió en favor suyo su comprobada complicidad con la Divina Providencia. Una noche estalló la caldera de la planta con una explosión pavorosa, voló por encima de las casas nuevas, atravesó media ciudad por los aires y desbarató la galería mayor del antiguo convento de San Julián el Hospitalario. El viejo edificio en ruinas había sido abandonado a principios de aquel año, pero la caldera les causó la muerte a cuatro presos que se habían fugado a prima noche de la cárcel local y estaban escondidos en la capilla.