– A lo mejor es por eso que hace tantas cosas -dijo-: para no tener que pensar.
Florentino Ariza intentó retenerla.
– Lo que me duele es que se tiene que morir -dijo.
– Todo el mundo tiene que morirse -dijo ella.
– Sí -dijo él-, pero éste más que todo el mundo.
Ella no entendió nada: volvió a encogerse de hombros sin hablar, y se fue. Entonces supo Florentino Ariza que en alguna noche incierta del futuro, en una cama feliz con Fermina Daza, iba a contarle que no había revelado el secreto de su amor ni siquiera a la única persona que se había ganado el derecho de saberlo. No: no había de revelarlo jamás, ni a la misma Leona Cassiani, no porque no quisiera abrir para ella el cofre donde lo había tenido tan bien guardado a lo largo de media vida, sino porque sólo entonces se dio cuenta de que había perdido la llave.
No era eso, sin embargo, lo más estremecedor de aquella tarde. Le quedaba la nostalgia de sus tiempos jóvenes, el recuerdo vívido de los Juegos Florales, cuyo estruendo resonaba cada 15 de abril en el ámbito de las Antillas. Él fue siempre uno de sus protagonistas, pero siempre, como en casi todo, un protagonista secreto. Había participado varias veces desde el concurso inaugural, veinticuatro años antes, y nunca obtuvo ni la última mención. Pero no le importaba, pues no lo hacía por la ambición del premio, sino porque el certamen tenía para él una atracción adicional: Fermina Daza fue la encargada de abrir los sobres lacrados y proclamar los nombres de los ganadores en la primera sesión, y desde entonces quedó establecido que siguiera haciéndolo en los años siguientes.
Escondido en la penumbra de las lunetas, con una camelia viva latiéndole en el ojal de la solapa por la fuerza del anhelo, Florentino Ariza vio a Fermina Daza abriendo los tres sobres lacrados en el escenario del antiguo Teatro Nacional, la noche del primer concurso. Se preguntó qué iba a suceder en el corazón de ella cuando descubriera que él era el ganador de la Orquídea de Oro. Estaba seguro de que reconocería la letra, y que en aquel instante había de evocar las tardes de bordados bajo los almendros del parquecito, el olor de las gardenias mustias en las cartas, el valse confidencial de la diosa coronada en las madrugadas de viento. No sucedió. Peor aún: la Orquídea de Oro, el galardón más codiciado de la poesía nacional, le fue adjudicada a un inmigrante chino. El escándalo público que provocó aquella decisión insólita puso en duda la seriedad del certamen. Pero el fallo fue justo, y la unanimidad del jurado tenía una justificación en la excelencia del soneto.
Nadie creyó que el autor fuera el chino premiado. Había llegado a fines del siglo anterior huyendo del flagelo de fiebre amarilla que asoló a Panamá durante la construcción del ferrocarril de los dos océanos, junto con muchos otros que aquí se quedaron hasta morir, viviendo en chino, proliferando en chino, y tan parecidos los unos a los otros que nadie podía distinguirlos. Al principio no eran más de diez, algunos de ellos con sus mujeres y sus niños y sus perros de comer, pero en pocos años desbordaron cuatro callejones de los arrabales del puerto con nuevos chinos intempestivos que entraban en el país sin dejar rastro en los registros de aduana. Algunos de los jóvenes se convirtieron en patriarcas venerables con tanta premura, que nadie se explicaba cómo habían tenido tiempo de envejecer. La intuición popular los dividió en dos clases: los chinos malos y los chinos buenos. Los malos eran los de las fondas lúgubres del puerto, donde lo mismo se comía como un rey o se moría de repente en la mesa frente a un plato de rata con girasoles, y de las cuales se sospechaba que no eran sino mamparas de la trata de blancas y el tráfico de todo. Los buenos eran los chinos de las lavanderías, herederos de una ciencia sagrada, que devolvían las camisas más limpias que si fueran nuevas, con los cuellos y los puños como hostias recién aplanchadas. Fue uno de estos chinos buenos el que derrotó en los Juegos Florales a setenta y dos rivales bien apertrechados.
Nadie entendió el nombre cuando Fermina Daza lo leyó ofuscada. No sólo porque era un nombre insólito, sino porque de todos modos nadie sabía a ciencia cierta cómo se llamaban los chinos. Pero no hubo que pensarlo mucho, porque el chino premiado surgió del fondo de la platea con esa sonrisa celestial que tienen los chinos cuando llegan temprano a su casa. Había ido tan seguro de la victoria que llevaba puesta para recibir el premio la camisola de seda amarilla de los ritos de primavera. Recibió la Orquídea de Oro de dieciocho quilates, y la besó de dicha en medio de las burlas atronadoras de los incrédulos. No se inmutó. Esperó en el centro del escenario, imperturbable como el apóstol de una Divina Providencia menos dramática que la nuestra, y en el primer silencio leyó el poema premiado. Nadie lo entendió. Pero cuando pasó la nueva andanada de rechiflas, Fermina Daza volvió a leerlo impasible, con su afónica voz insinuante, y el asombro se impuso desde el primer verso. Era un soneto de la más pura estirpe parnasiana, perfecto, atravesado por una brisa de inspiración que delataba la complicidad de una mano maestra. La única explicación posible era que algún poeta de los grandes hubiera concebido aquella broma para burlarse de los Juegos Florales, y que el chino se había prestado a ella con la determinación de guardar el secreto hasta la muerte. El Diario del Comercio, nuestro periódico tradicional, trató de remendar la honra civil con un ensayo erudito y más bien indigesto sobre la antigüedad y la influencia cultural de los chinos en el Caribe, y su derecho merecido a participar en los Juegos Florales. El que escribió el ensayo no dudaba de que el autor del soneto fuera en realidad el que decía serlo, y lo justificaba sin rodeos desde el título: Todos los chinos son poetas. Los promotores de la conjura, si la hubo, se pudrieron en sus sepulcros con el secreto. Por su parte, el chino premiado se murió sin confesión a una edad oriental, y fue enterrado con la Orquídea de Oro dentro del ataúd, pero con la amargura de no haber logrado en vida lo único que anhelaba, que era su crédito de poeta. Con motivo de la muerte se evocó en la prensa el incidente olvidado de los Juegos Florales, se reprodujo el soneto con una viñeta modernista de doncellas turgentes con cornucopias de oro, y los dioses custodios de la poesía se valieron de la ocasión para poner las cosas en su puesto: el soneto le pareció tan malo a la nueva generación, que ya nadie puso en duda que en realidad fuera escrito por el chino muerto.
Florentino Ariza tuvo siempre aquel escándalo asociado al recuerdo de una desconocida opulenta que estaba sentada a su lado. Se había fijado en ella al principio del acto, pero después la había olvidado por el susto de la espera. Le llamó la atención por su blancura de nácar, su fragancia de gorda feliz, su inmensa pechuga de soprano coronada por una magnolia artificial. Tenía un vestido de terciopelo negro muy ceñido, tan negro como los ojos ansiosos y cálidos, y tenía el cabello más negro aún, estirado en la nuca con una peineta de gitana. Tenía aretes colgantes, un collar del mismo estilo y anillos iguales en varios dedos, todos de estoperoles brillantes, y un lunar pintado con lápiz en la mejilla derecha. En la confusión de los aplausos finales, miró a Florentino Ariza con una aflicción sincera.
– Créame que lo siento en el alma -le dijo.
Florentino Ariza se impresionó, no por las con~ dolencias que en realidad merecía, sino por el asombro de que alguien conociera su secreto. Ella se lo aclaró: “Me di cuenta por la manera como le temblaba la flor de la solapa mientras abrían los sobres”. Le mostró la magnolia de peluche que tenía en la mano, y le abrió el corazón:
– Yo por eso me quité la mía -dijo.
Estaba a punto de llorar por la derrota, pero Florentino Ariza le cambió el ánimo con su instinto de cazador nocturno.