Ella soltaba Una risa de hembra libre, Y decía: “Al contrario. como si fueras uno menos”. Pues él quedaba con la impresión de que todo se lo llevaba ella con una voracidad Mezquina, y se le revolvía el orgullo Y salía de la casa con la determinación de no volver. Pero de pronto despertaba sin causa, con la lucidez tremenda de la soledad en medio de la noche, y el recuerdo del amor ensimismado de Ausencia Santander se le revelaba como lo que era: una trampa de la felicidad que él aborrecía y anhelaba al mismo tiempo, pero de la cual era imposible escapar.
Un domingo cualquiera, dos años después de conocerse, lo Primero que ella hizo cuando él llegó, en vez de desvestirlo, fue quitarle los lentes para besarlo mejor, y de ese modo SUPO Florentino Aríza que ella,había comenzado a quererlo. A pesar de que se sintió tan bien desde el primer día en aquella casa que ya amaba como suya, no había permanecido nunca más de dos horas cada vez, ni nunca se quedó a dormir, y sólo una vez a comer, porque ella le había hecho una invitación formal. No iba en realidad sino a lo que iba, llevando siempre el regalo único de una rosa solitaria, y desaparecía hasta la siguiente ocasión imprevisible. Pero el domingo en que ella le quitó los lentes para besarlo, en parte por eso, y en parte porque se quedaron dormidos después de un amor reposado, pasaron la tarde desnudos en la enorme cama del capitán. Al despertar de la siesta, Florentino Ariza conservaba todavía el recuerdo de los chillidos de la cacatúa, cuyos cobres estridentes iban en sentido contrario de su belleza. Pero el silencio era diáfano en el calor de las cuatro, y por la ventana del dormitorio se veía el perfil de la ciudad antigua con el sol de la tarde en las espaldas, sus cúpulas doradas, su mar en llamas hasta Jamaica. Ausencia Santander extendió la mano aventurera buscando a tientas el animal yacente, pero Florentino Ariza se la apartó. Dijo: “Ahora no: siento una cosa rara, como si estuvieran viéndonos”. Ella volvió a alborotar la cacatúa con su risa feliz. Dijo: “Ese pretexto no se lo traga ni la mujer de Jonás”. Tampoco ella, desde luego, pero lo admitió como bueno, y ambos se amaron durante un largo rato en silencio sin repetir el amor. A las cinco, todavía con el sol alto, ella saltó de la cama, desnuda hasta la eternidad y con el lazo de organza en la cabeza, y fue a buscar algo de beber en la cocina. Pero no alcanzó a dar un paso fuera del dormitorio cuando lanzó un grito de espanto.
No podía creerlo. Los únicos objetos que quedaban en la casa eran las lámparas colgadas. Lo demás, los muebles firmados, las alfombras indias, las estatuas y los gobelinos, las chucherías innumerables de pedrerías y metales preciosos, todo cuanto había hecho de su casa una de las más gratzis y mejor guarnecidas de la ciudad, todo, hasta la cacatúa sagrada, todo se había evaporado. Se los llevaron por la terraza del mar sin perturbar al amor. Sólo quedaban los salones desiertos con las cuatro ventanas abiertas, y un letrero a brocha gorda en la pared del fondo: Esto les pasa por andar tirando. El capitán Rosendo de la Rosa no pudo entender nunca por qué Ausencia Santander no denunció el despojo, ni intentó contacto alguno con los traficantes de cosas robadas, ni permitió que se volviera a hablar de su desgracia.
Florentino Ariza siguió visitándola en la casa saqueada, cuyo mobiliario se redujo a tres taburetes de cuero que los ladrones olvidaron en la cocina, y el dormitorio donde ellos estaban. Pero la visitó con menos frecuencia que antes, no por la desolación de la casa, como ella suponía y se lo dijo, sino por la novedad del tranvía de mulas a principios del nuevo siglo, que fue para él un nido pródigo y original de pajaritas sueltas. Lo tomaba cuatro veces al día, dos para ir a la oficina y dos para regresar a casa, y a veces mientras leía de veras y la mayoría de las veces fingiendo leer, lograba hacer al menos los primeros contactos para una cita posterior. Más tarde, cuando el tío León XII puso a su disposición un coche tirado por dos mulitas pardas de gualdrapas doradas, iguales a las del presidente Rafael Núñez, había de añorar los tiempos del tranvía como los más fructíferos de sus andanzas de halconero. Tenía razón: no había peor enemigo de los amores secretos que un coche esperando en la puerta. Tanto, que casi siempre lo dejaba escondido en su casa y se iba a pie a sus rondas de altanería, para que no quedaran ni los surcos de las ruedas en el polvo. Por eso evocaba con tanta nostalgia el viejo tranvía con sus mulas macilentas, plagadas de peladuras, dentro del cual bastaba una mirada de sesgo para saber dónde estaba el amor. Sin embargo, en medio de tantos recuerdos enternecedores, no lograba sortear el de una pajarita desamparada cuyo nombre no conoció y con la que apenas alcanzó a vivir media noche frenética, pero que había bastado para amargarle por el resto de la vida los desórdenes inocentes del carnaval.
Le había llamado la atención en el tranvía por la impavidez con que viajaba en medio del escándalo de la parranda pública. No debía tener más de veinte años, y no parecía con ánimos de carnaval, a no ser que estuviera disfrazada de inválida: tenía el cabello muy claro, largo Y liso, suelto al natural sobre los hombros, y una túnica de lienzo ordinario sin ningún adorno. Era ajena por completo al revoltijo de músicas de las calles, los puñados de polvos de arroz, los chorros de anilina que les tiraban a los pasajeros al paso del tranvía, cuyas mulas iban blancas de almidón y con sombreros de flores durante aquellos tres días de locura. Aprovechándose de la confusión, Florentino Ariza la invitó a tomar un helado, porque no pensó que diera para más. Ella lo miró sin sorpresa. Dijo: “Acepto con mucho gusto, pero le advierto que estoy loca”. Él se rió de la ocurrencia, y la llevó a ver el desfile de carrozas desde el balcón de la heladería. Luego se puso un capuchón alquilado, y ambos se metieron en la ronda de bailes de la Plaza de la Aduana, y gozaron juntos como novios acabados de nacer, pues la indiferencia de ella se fue al extremo contrario con el fragor de la noche: bailaba como una profesional, y era imaginativa y audaz para la parranda, y de un encanto arrasador.
– No sabes la vaina en que te has metido conmigo -gritaba muerta de risa en la fiebre del carnaval-. Soy una loca de manicomio.
Para Florentino Ariza, aquella era una noche de regreso a los desmanes cándidos de la adolescencia, cuando aún no lo había desgraciado el amor. Pero sabía, más por escarmiento que por experiencia, que una felicidad tan fácil no podía durar mucho tiempo. Así que antes de que la noche empezara a decaer, como ocurría siempre después de la repartición de los premios a los ~nejores disfraces, le propuso a la muchacha que se fueran a contemplar el amanecer desde el faro. Ella aceptó complacida, pero después que acabaran de repartir los premios.
A Florentino Ariza le quedó la certeza de que aquella demora le salvó la vida. En efecto, la Muchacha le había hecho una seña de que se fueran para el faro, cuando dos cancerberos y una enfermera del manicomio de la Divina Pastora le cayeron encima. La buscaban desde que se escapó, a las tres de la tarde, no sólo ellos sino toda la fuerza pública. Había decapitado a un guardián y herido mal a otros dos con un machete que le arrebató al jardinero, porque quería salir a bailar en el carnaval. Pero a nadie se le había ocurrido que estuviera bailando en la calle, sino escondida en alguna de las tantas casas que habían registrado hasta en las cisternas.
No fue fácil llevársela. Se defendió con unas tijeras de podar que tenía ocultas en el corpiño, y se necesitaron seis hombres para ponerle la camisa de fuerza, mientras la muchedumbre atascada en la Plaza de la Aduana aplaudía y rechiflaba de júbilo, creyendo que la captura sangrienta era una de las tantas farsas del carnaval. Florentino Ariza quedó desgarrado, y desde el Miércoles de Ceniza pasaba por la calle de la Divina Pastora con una caja de chocolates ingleses para ella. Se quedaba viendo a las reclusas que le gritaban toda clase de improperios y piropos por las ventanas, las alborotaba con la caja de chocolates, por si acaso tenía la suerte de que también se asomara ella por entre las barras de hierro. Pero nunca la vio. Meses después, al bajarse del tranvía de mulas, una niñita que iba con su padre le pidió una bolita de chocolate de la caja que él llevaba en la mano. El padre la regañó y le pidió excusas a Florentino Ariza. Pero él le dio la caja completa a la niña pensando que aquel gesto lo redimía de toda amargura, y calmó al papá con una palmadita en el hombro.