La viuda de Nazaret no faltó nunca a las citas ocasionales de Florentino Ariza, ni aun en sus tiempos más atareados, y siempre fue sin pretensiones de amar ni ser amada, aunque siempre con la esperanza de encontrar algo que fuera como el amor, pero sin los problemas del amor. Algunas veces era él quien iba a su casa, y entonces les gustaba quedarse empapados de espuma de salitre en la terraza del mar, contemplando el amanecer del mundo entero en el horizonte. Él puso todo su empeño en enseñarle las trapisondas que había visto hacer a otros por los agujeros del hotel de paso, así como las fórmulas teóricas pregonadas por Lotario Thugut en sus noches de juerga. La incitó a dejarse ver mientras hacían el amor, a cambiar la posición convencional del misionero por la de la bicicleta de mar, o del pollo a la parrilla, o del ángel descuartizado, y estuvieron a punto de romperse la vida al reventarse los hicos cuando trataban de inventar algo distinto en una hamaca. Fueron lecciones estériles. Pues la verdad es que ella era una aprendiza temeraria, pero carecía del talento mínimo para la fornicación dirigida. Nunca entendió los encantos de la serenidad en la cama, ni tuvo un instante de inspiración, y sus orgasmos eran inoportunos y epidérmicos: un polvo triste. Florentino Ariza vivió mucho tiempo en el engaño de ser el único, y ella se complacía en que lo creyera, hasta que tuvo la mala suerte de hablar dormida. Poco a poco, oyéndola dormir, él fue recomponiendo a pedazos la carta de navegación de sus sueños, y se metió por entre las islas numerosas de su vida secreta. Así se enteró de que ella no pretendía casarse con él, pero se sentía ligada a su vida por la gratitud inmensa de que la hubiera pervertido. Muchas veces se lo dijo:
– Te adoro porque me volviste puta.
Dicho de otro modo, no le faltaba razón. Florentino Ariza la había despojado de la virginidad de un matrimonio convencional, que era más perniciosa que la virginidad congénita y la abstinencia de la viudez. Le había enseñado que nada de lo que se haga en la cama es inmoral si contribuye a perpetuar el amor. Y algo que había de ser desde entonces la razón de su vida: la convenció de que uno viene al mundo con sus polvos contados, y los que no se usan por cualquier causa, propia o ajena, voluntaria o forzosa, se pierden para siempre. El mérito de ella fue tomarlo al pie de la letra. Sin embargo, porque creía conocerla mejor que nadie, Florentino Ariza no podía entender por qué era tan solicitada una mujer de recursos tan pueriles, que además no paraba de hablar en la cama de su congoja por el esposo muerto. La única explicación que se le ocurrió, y que nadie pudo desmentir, fue que a la viuda de Nazaret le sobraba en ternura lo que le faltaba en artes marciales. Empezaron a verse con menos frecuencia a medida que ella ensanchaba sus dominios, y a medida que él exploraba los suyos tratando de encontrar alivio a sus viejas dolencias en otros corazones desperdigados, y por fin se olvidaron sin dolor.
Fue el primer amor de cama de Florentino Ariza. Pero en vez de haber hecho con ella una unión estable, como su madre lo soñaba, ambos lo aprovecharon para lanzarse a la vida. Florentino Ariza desarrolló métodos que parecían inverosímiles en un hombre como él, taciturno y escuálido, y además vestido como un anciano de otro tiempo. Sin embargo, tenía dos ventajas a su favor. Una era un ojo certero para conocer de inmediato a la mujer que lo esperaba, así fuera en medio de una muchedumbre, y aun así la cortejaba con cautela, pues sentía que nada causaba más vergüenza ni era más humillante que una negativa. La otra ventaja era que ellas lo identificaban de inmediato como un solitario necesitado de amor, un menesteroso de la calle con una humildad de perro apaleado que las rendía sin condiciones, sin pedir nada, sin esperar nada de él, aparte de la tranquilidad de conciencia de haberle hecho el favor. Eran sus únicas armas, y con ellas libró batallas históricas pero de un secreto absoluto, que fue registrando con un rigor de notario en un cuaderno cifrado, reconocible entre muchos con un título que lo decía todo: Ellas. La primera anotación la hizo con la viuda de Nazaret. Cincuenta años más tarde, cuando Fermina Daza quedó libre de su condena sacramental, tenía unos veinticinco cuadernos con seiscientos veintidós registros de amores continuados, aparte de las incontables aventuras fugaces que no merecieron ni una nota de caridad.
El propio Florentino Ariza estaba convencido al cabo de seis meses de amores desaforados con la viuda de Nazaret, de que había logrado sobrevivir al tormento de Fermina Daza. No sólo lo creyó, sino que lo comentó varias veces con Tránsito Ariza durante los casi dos años que duró el viaje de bodas, y siguió creyéndolo con un sentimiento de liberación sin fronteras, hasta un domingo de su mala estrella en que la vio de pronto sin ningún anuncio del corazón, cuando salía de la misa mayor del brazo de su marido y asediada por la curiosidad y los halagos de su nuevo mundo. Las mismas damas de alcurnia que al principio la menospreciaban y se burlaban de ella por ser una advenediza sin nombre, se desvivían porque se sintiera como una de las suyas, y ella las embriagaba con su encanto. Había asumido con tanta propiedad su condición de esposa mundana, que Florentino Ariza necesitó un instante de reflexión para reconocerla. Era otra: la compostura de persona mayor, los botines altos, el sombrero de velillo con una pluma de colores de algún pájaro oriental, todo en ella era distinto y fácil, como si todo fuera suyo desde su origen. La encontró más bella y juvenil que nunca, pero irrecuperable, como nunca, aunque no comprendió la razón hasta no ver la curva de su vientre bajo la túnica de seda: estaba encinta de seis meses. Sin embargo, lo que más lo impresionó fue que ella y su marido formaban una pareja admirable, y ambos manejaban el mundo con tanta fluidez que parecían flotar por encima de los escollos de la realidad. Florentino Ariza no sintió celos ni rabia, sino un gran desprecio de sí mismo. Se sintió pobre, feo, inferior, y no sólo indigno de ella sino de cualquier otra mujer sobre la tierra.
Así que había vuelto. Regresaba sin ningún motivo para arrepentirse del vuelco que le había dado ~a su vida. Al contrario: cada vez tuvo menos, sobre todo después de sobrevivir a la cuesta de los primeros años. Más meritorio aún en el caso de ella, que había llegado a la noche de bodas todavía con las brumas de la inocencia. Había empezado a perderla en el curso de su viaje por la provincia de la prima Hildebranda. En Valledupar entendió por fin por qué los gallos correteaban a las gallinas, presenció la ceremonia brutal de los burros, vio nacer los terneros, y oyó hablar a las primas con naturalidad de cuáles parejas de la familia seguían haciendo el amor y cuáles y cuándo y por qué habían dejado de hacerlo aunque siguieran viviendo juntas. Fue entonces cuando se inició en los amores solitarios, con la rara sensación de estar descubriendo algo que sus instintos sabían desde siempre, primero en la cama, con el aliento amordazado para no delatarse en el dormitorio compartido con media docena de primas, y después a dos manos tumbada a la bartola en el piso del baño, con el pelo suelto y fumando sus primeras califias de arriero. Siempre lo hizo con unas dudas de conciencia que sólo logró superar después de casada, y siempre en un secreto absoluto, mientras que las primas alardeaban entre ellas no sólo de la cantidad de veces en un día, sino incluso de la forma y el tamaño de sus orgasmos. Sin embargo, a pesar del embrujo de aquellos ritos iniciales, siguió arrastrando la creencia de que la pérdida de la virginidad era un sacrificio sangriento.
De modo que su fiesta de bodas, una de las más ruidosas de las postrimerías del siglo pasado, transcurrió para ella en las vísperas del horror. La angustia de la luna de miel la afectó mucho más que el escándalo social por el matrimonio con un galán como no había dos en esos años. Desde que empezaron a correr las amonestaciones en la misa mayor de la catedral, Fermina Daza volvió a recibir esquelas anónimas, algunas con amenazas de muerte, pero apenas si las veía pasar, pues todo el miedo de que era capaz lo tenía ocupado por la inminencia de la violación. Era el modo correcto de tratar los anónimos, aunque ella no lo hiciera a propósito, en una clase acostumbrada por las burlas históricas a bajar la cabeza ante los hechos cumplidos. Así que todo cuanto le era adverso se iba poniendo de parte suya a medida que la boda se sabía irrevocable. Ella lo notaba en los cambios graduales del cortejo de mujeres lívidas, degradadas por la artritis y los resentimientos, que un día se convencían de la vanidad de sus intrigas y aparecían sin anunciarse en el parquecito de Los Evangelios, como si fuera en la propia casa, cargadas de recetas de cocina y de regalos augurales. Tránsito Ariza conocía aquel mundo, aunque sólo esa vez lo sufrió en carne propia, y sabía que sus clientas reaparecían en vísperas de las fiestas grandes a pedirle el favor de que desenterrara sus múcuras y les prestara las joyas empeñadas, por sólo veinticuatro horas, mediante el pago de un interés adicional. Hacía mucho tiempo que no ocurría como esa vez, que las múcuras se quedaron vacías para que las señoras de apellidos largos abandonaran sus santuarios de sombras y aparecieran radiantes, con sus propias joyas prestadas, en una boda como no se vio otra de tanto esplendor en el resto del siglo, y cuya gloria final fue el padrinazgo del doctor Rafael Núñez, tres veces presidente de la república, filósofo, poeta y autor de la letra del Himno Nacional, según podía aprenderse desde entonces en algunos diccionarios recientes. Fermina Daza llegó al altar mayor de la catedral del brazo de su padre, a quien el traje de etiqueta le infundió por un día un aire equívoco de respetabilidad. Se casó para siempre frente al altar mayor de la catedral en una misa concelebrada por tres obispos, a las once de la mañana del viernes de gloria de la Santísima Trinidad, y sin un pensamiento de caridad para Florentino Ariza, que a esa hora deliraba de fiebre, muriéndose por ella, en la intemperie de un buque que no había de llevarlo al olvido. Durante la ceremonia, y después en la fiesta, mantuvo una sonrisa que parecía fijada con albayalde, un gesto sin alma que algunos interpretaron como la sonrisa de burla de la victoria, pero que en realidad era un pobre recurso para disimular su terror de virgen recién casada.