Había un tumulto frente al estudio del belga, porque estaban fotografiando a Beny Centeno, que por aquellos días había ganado el campeonato de boxeo en Panamá. Estaba en pantalones de pelea, con los guantes puestos y la corona en la cabeza, y no fue fácil fotografiarlo porque debía permanecer en posición de asalto durante un minuto y respirando lo menos posible, pero tan pronto como alzaba la guardia sus fanáticos prorrumpían en ovaciones, y él no podía resistir la tentación de complacerlos exhibiendo sus artes. Cuando llegó el turno de las primas el cielo se había nublado y la lluvia parecía inminente, pero ellas se dejaron empolvar las caras con almidón y se apoyaron con tal naturalidad en una columna de alabastro, que lograron permanecer inmóviles por más tiempo del que parecía racional. Fue un retrato eterno. Cuando Hildebranda murió, casi centenaria en su hacienda de Flores de María, encontraron su copia bajo llave en el armario del dormitorio, escondida entre los pliegues de las sábanas perfumadas, junto con el fósil de un pensamiento en una carta borrada por los años. Fermina Daza tuvo siempre la suya muchos años en la primera hoja de un álbum de familia, de donde desapareció sin que se supiera cómo, ni cuándo, y llegó a manos de Florentino Ariza por una serie de casualidades inverosímiles, cuando ya ambos pasaban de los sesenta años.
La plaza frente al Portal de los Escribanos estaba colmada hasta los balcones cuando Fermina e Hildebranda salieron del estudio del belga. Habían olvidado que tenían las caras blancas de almidón y los labios pintados de una pomada del color del chocolate, y que sus ropas no eran propias de la hora ni de la época. La calle las recibió con una rechifla de burla. Estaban arrinconadas, tratando de escapar al escarnio público, cuando se abrió paso por entre el tumulto el landó de los alazanes dorados. La rechifla cesó y los grupos hostiles se dispersaron. Hildebranda no había de olvidar jamás la primera visión del hombre que apareció en el estribo, su cubilete de raso, su chaleco de brocados, sus ademanes sabios, la dulzura de sus ojos, la autoridad de su presencia.
Aunque nunca lo había visto, lo reconoció de inmediato. Fermina Daza le había hablado de él, casi por casualidad y sin ningún interés, una tarde del mes anterior en que no quiso pasar por la casa del Marqués de Casalduero porque el landó de los caballos de oro estaba estacionado frente al portal. Le contó quién era el dueño y trató de explicarle las causas de su antipatía, aunque no le dijo una palabra de sus pretensiones. Hildebranda lo olvidó. Pero cuando lo identificó en la puerta del coche como una aparición de fábula, con un pie en tierra y otro en el estribo, no entendió los motivos de la prima.
– Háganme el favor de subir -les dijo el doctor Juvenal Urbino-. Las llevo adonde ordenen.
Fermina Daza inició un gesto de reticencia, pero ya Hildebranda había aceptado. El doctor Juvenal Urbino echó pie a tierra, y con la punta de los dedos, casi sin tocarla, la ayudó a subir en el coche. Fermina, sin más alternativas, subió después de ella, con la cara encendida por el bochorno.
La casa estaba a sólo tres cuadras. Las primas no se dieron cuenta de que el doctor Urbino se hubiera puesto de acuerdo con el cochero, pero debió ser así, porque el coche tardó más de media hora en llegar. Iban sentadas en el asiento principal, y él frente a ellas, de espaldas al sentido de la marcha del coche. Fermina volvió la cara hacia la ventana y se hundió en el vacío. Hildebranda, en cambio, estaba encantada, y el doctor Urbino más encantado aún con su encantamiento. Tan pronto como el coche se echó a andar, ella sintió el olor calido del cuero natural de los asientos, la intimidad del interior capitonado, y dijo que le parecía un lugar bueno para quedarse a vivir. Muy pronto empezaron a reír, a cruzarse bromas de viejos amigos, y derivaron hacia un juego de ingenio en una jerigonza fácil, que consistía en intercalar entre cada sílaba una sílaba convencional. Fingían creer que Fermina no les entendía, aunque no sólo sabían que entendía sino que estaba pendiente de ellos, y por eso lo hacían. Al cabo de un momento, después de mucho reír, Hildebranda confesó que no podía soportar más el suplicio de los botines.
– Nada más fácil -dijo el doctor Urbino-. Vamos a ver quién termina primero.
Empezó a soltarse los cordones de las botas, e Hildebranda aceptó el reto. No le fue fácil, por el estorbo del corsé de varillas que no le permitía inclinarse, pero el doctor Urbino se demoró a propósito, hasta que ella sacó sus botines de debajo de la falda con una carcajada de triunfo, como si acabara de pescarlos en un estanque. Ambos miraron entonces a Fermina, y vieron su magnífico perfil de oropéndola más afilado que nunca contra el incendio del atardecer. Estaba tres veces furiosa: por lasituación inmerecida en que se encontraba, por la conducta libertina de Hildebranda, y por la certeza de que el coche daba vueltas sin sentido para retardar la llegada. Pero Hildebranda estaba suelta de madrina.
– Ahora me doy cuenta -dijo- que lo que me estorbaba no eran los zapatos sino esta jaula de alambre.
El doctor Urbino comprendió que se refería al miriñaque, y atrapó la ocasión al vuelo. “Nada más fácil -dijo-. Quíteselo.” Con un rápido ademán de prestidigitador se sacó el pañuelo del bolsillo y se vendó los ojos.
– Yo no miro -dijo.
La venda hizo resaltar la pureza de sus labios entre la barba redonda y negra y los bigotes de puntas afiladas, y ella se sintió sacudida por un ramalazo de pánico. Miró a Fermina, y esta vez no la vio furiosa, sino aterrorizada de que ella fuera capaz de quitarse la falda. Hildebranda se puso seria y le preguntó en letras de mano: “¿Qué hacemos?”. Fermina Daza le contestó en el mismo código que si no iban directo a su casa se arrojaría del coche en marcha.
– Estoy esperando -dijo el médico.
– Ya puede mirar -dijo Hildebranda.
El doctor Juvenal Urbino la encontró distinta al quitarse la venda, y comprendió que el juego había terminado, y había terminado mal. A una señal suya el cochero hizo girar el coche en redondo, y entró en el parque de Los Evangelios en el momento en que el farolero encendía las lámparas públicas. Todas las iglesias dieron el Ángelus. Hildebranda descendió de prisa, un poco turbada por la idea de haber disgustado a la prima, y se despidió del médico con un apretón de manos sin ceremonias. Fermina la imitó, pero cuando trató de retirar la mano con el guante de raso, el doctor Urbino le apretó con fuerza el dedo del corazón.
– Estoy esperando su respuesta -le dijo.
Fermina dio entonces, un tirón más fuerte, y el' guante vacío quedó colgando en la mano del médico, pero no esperó a recuperarlo. Se acostó sin comer. Hildebranda, como si nada hubiera pasado, entró en el dormitorio después de cenar con Gala Placidia en la cocina, y comentó con su gracia natural los incidentes de la tarde. No disimuló su entusiasmo por el doctor Urbino, por su elegancia y su simpatía, y Fermina no le correspondió con ningún comentario, pero estaba repuesta de la contrariedad. A un cierto momento, Hildebranda confesó: cuando el doctor Juvenal Urbino se vendó los ojos y ella vio el resplandor de sus dientes perfectos entre sus labios rosados, había sentido un deseo irresistible de comérselo a besos. Fermina Daza se revolvió contra la pared y puso término a la conversación sin ánimo de ofender, más bien sonriente, pero con todo el corazón.
– ¡Qué puta eres! -dijo.
Durmió a saltos, viendo al doctor Juvenal Urbino por todas partes, viéndolo reír, cantar, echando chispas de azufre por los dientes con los ojos vendados, burlándose de ella con una jerigonza sin reglas fijas en un coche distinto que subía hacia el cementerio de los pobres. Despertó mucho antes del amanecer, exhausta, y permaneció despierta con los ojos cerrados pensando en los años innumerables que todavía le faltaban por vivir. Después, mientras Hildebranda se bañaba, escribió una carta a toda prisa, la dobló a toda prisa, la metió a toda prisa en el sobre, y antes de que Hildebranda saliera del baño se la mandó con Gala Placidia al doctor Juvenal Urbino. Era una carta de las suyas, sin una letra de más ni de menos, en la cual sólo decía que sí, doctor, que hablara con su padre.