– Y peor aún -dijo-: fue con cianuro de oro.
Al decirlo sintió que la compasión había vuelto a prevalecer sobre la amargura de la carta, y no se lo agradeció a su mujer sino a un milagro de la música. Entonces le habló al arzobispo del santo laico que él había conocido en sus lentos atardeceres de ajedrez, le habló de la consagración de su arte a la felicidad de los niños, de su rara erudición sobre todas las cosas del mundo, de sus hábitos espartanos, y él mismo se sorprendió de la limpieza de alma con que había logrado separarlo de pronto y por completo de su pasado. Le habló luego al alcalde de la conveniencia de comprar el archivo de placas fotográficas para conservar las imágenes de una generación que acaso no volviera a ser feliz fuera de sus retratos, y en cuyas manos estaba el porvenir de la ciudad. El arzobispo se había escandalizado de que un católico militante y culto se hubiera atrevido a pensar en la santidad de un suicida, pero estuvo de acuerdo con la iniciativa de archivar los negativos. El alcalde quiso saber a quién había que comprárselos. El doctor Urbino se quemó la lengua con la brasa del secreto, pero logró soportarlo sin delatar a la heredera clandestina de los archivos. Dijo: “Yo me encargo de eso”. Y se sintió redimido por su propia lealtad con la mujer que había repudiado cinco horas antes. Fermina Daza lo notó, y le hizo prometer en voz baja que asistiría al entierro. Por supuesto que lo haría, dijo él, aliviado, ni más faltaba.
Los discursos fueron breves y fáciles. La banda de vientos inició un aire populachero, no previsto en el programa, y los invitados se paseaban por las terrazas en espera de que los hombres del Mesón de don Sancho acabaran de desaguar el patio, por si alguien se animaba a bailar. Los únicos que permanecían en la sala eran los invitados de la mesa de honor, celebrando que el doctor Urbino se había tomado de un golpe, en el brindis final, una media copita de brandy. Nadie recordaba que lo hubiera hecho antes, salvo con una copa de vino de gran clase para acompañar un plato muy especial, pero el corazón se lo había pedido aquella tarde, y su debilidad estaba bien recompensada: otra vez, al cabo de tantos y tantos años, tenía ganas de cantar. Lo hubiera hecho, sin duda, a instancias del joven chelista que se ofreció para acompañarlo, de no haber sido porque un automóvil de los nuevos atravesó de pronto el lodazal del patio, salpicando a los músicos y alborotando a los patos en los corrales con su corneta de pato, y se detuvo frente al pórtico de la casa. El doctor Marco Aurelio Urbino Daza y su esposa descendieron muertos de risa, llevando en cada mano una bandeja cubierta con paños de encaje. Otras bandejas iguales estaban en los asientos suplementarios, y hasta en el piso junto al chofer. Era el postre tardío. Cuando cesaron los aplausos y las rechiflas de burlas cordiales, el doctor Urbino Daza explicó en serio que las clarisas le habían pedido el favor de llevar el postre desde antes de la tormenta, pero se había devuelto del camino real porque alguien le dijo que se estaba incendiando la casa de sus padres. El doctor Juvenal Urbino alcanzó a asustarse sin esperar a que el hijo terminara el relato. Pero su esposa le recordó a tiempo que él mismo había ordenado llamar a los bomberos para que cogieran el loro. Aminta de Olivella, radiante, decidió servir el postre en las terrazas, aun después del café. Pero el doctor Juvenal Urbino y su esposa se fueron sin probarlo, porque apenas había tiempo para que él hiciera su siesta sagrada antes del entierro.
La hizo, pero breve y mal, porque de regreso a casa encontró que los bomberos habían causado estragos casi tan graves como los del fuego. Tratando de asustar al loro habían desplumado un árbol con las mangueras de presión, y un chorro mal dirigido semetió por las ventanas del dormitorio principal y causó daños irreparables en los muebles y los retratos de abuelos ignotos colgados en las paredes. Los vecinos habían acudido cuando oyeron la carrpana del camión de bomberos, creyendo que era un incendio, y si no ocurrieron trastornos peores fue porque los colegios estaban cerrados en domingo.
Cuando se dieron cuenta de que no alcanzarían al loro ni con las escaleras añadidas, los bomberos habían empezado a destrozar las ramas a machetazos, y sólo la aparición oportuna del doctor Urbino Daza impidió que lo mutilaran hasta el tronco. Habían dejado dicho que volverían después de las cinco por si los autorizaban a podarlo, y de paso embarraron la terraza interior y la sala, y desgarraron una alfombra turca que era la preferida de Fermina Daza. Desastres inútiles, además, porque la impresión general era que el loro había aprovechado el desorden para escapar por los patios vecinos. En efecto, el doctor Urbino estuvo buscándolo entre las frondas, pero no tuvo respuesta en ningún idioma, ni con silbidos y canciones, así que lo dio por perdido y se fue a dormir casi a las tres. Antes disfrutó del placer instantáneo de la fragancia de jardín secreto de su orina purificada por los espárragos tibios.
Lo despertó la tristeza. No la que había sentido en la mañana ante el cadáver del amigo, sino la niebla invisible que le saturaba el alma después de la siesta, y que él interpretaba como una notificación divina de que estaba viviendo sus últimos atardeceres. Hasta los cincuenta años no había sido consciente del tamaño y el peso y el estado de sus vísceras. Poco a poco, mientras yacía con los ojos cerrados después de la siesta diaria, había ido sintiéndolas dentro, una a una, sintiendo hasta la forma de su corazón insomne, su hígado misterioso, su páncreas hermético, y había ido descubriendo que hasta las personas más viejas eran menores que él, y que había terminado por ser el único sobreviviente de los legendarios retratos de grupo de su generación. Cuando se dio cuenta de sus primeros olvidos, apeló a un recurso que le había oído a uno de sus maestros en la Escuela de Medicina:
“El que no tiene memoria se hace una de papel” Sin embargo, fue una ilusión efímera, pues había llegado al extremo de olvidar lo que querían decil las notas recordatorias que se metía en los bolsillos recorría la casa buscando los lentes que tenía puestos, volvía a darle vueltas a la llave después de haber cerrado las puertas, y perdía el hilo de la lectura porque olvidaba las premisas de los argumentos o la filiación de los personajes. Pero lo que más le inquietaba era la desconfianza que tenía en su propia razón: poco a poco, en un naufragio ineluctable, sentía que iba perdiendo el sentido de la justicia.
Por pura experiencia, aunque sin fundamento científico, el doctor Juvenal Urbino sabía que la mayoría de las enfermedades mortales tenían un olor propio, pero ninguno era tan específico como el de la vejez. Lo percibía en los cadáveres abiertos en canal en la mesa de disección, lo reconocía hasta en los pacientes que mejor disimulaban la edad, y en el sudor de su propia ropa y en la respiración inerme de su esposa dormida. De no ser lo que era en esencia, un cristiano a la antigua, tal vez hubiera estado de acuerdo con Jeremiah de Saint-Amour en que la vejez era un estado indecente que debía impedirse a tiempo. El único consuelo, aun para alguien como él que había sido un buen hombre de cama, era la extinción lenta y piadosa del apetito venéreo: la paz sexual. A los ochenta y un años tenía bastante lucidez para darse cuenta de que estaba prendido a este mundo por unas hilachas tenues que podían romperse sin dolor con un simple cambio de posición durante el sueño, y si hacía lo posible para mantenerlas era por el terror de no encontrar a Dios en la oscuridad de la muerte.
Fermina Daza se había ocupado de restablecer el dormitorio destruido por los bomberos, y un poco antes de las cuatro le hizo llevar al esposo el vaso diario de limonada con hielo picado, y le recordó que debía vestirse para ir al entierro. El doctor Urbino tenía esa tarde dos libros al alcance de la mano: La Incógnita del Hombre, de Alexis Carrell, y La Historia de San Michele, de Axe1 Munthe. Este último no estaba todavía abierto, y le pidió a Digna Pardo, la cocinera, que le llevara el cortapapeles de marfil que había olvidado en el dormitorio. Pero cuando se lo llevaron ya estaba leyendo La Incógnita del Hombre en la página marcada con el sobre de una carta: le faltaban muy pocas para terminarlo. Leyó despacio, abriéndose camino a través de los meandros de una punta de dolor de cabeza que atribuyó a la media copita de brandy del brindis final. En las pausas de la lectura tomaba un sorbo de limonada, o se demoraba ronzando un pedazo de hielo. Tenía las medias puestas, la camisa sin el cuello postizo y los tirantes elásticos de rayas verdes colgando a los lados de la cintura, y le molestaba la sola idea de tener que cambiarse para el entierro. Muy pronto dejó de leer, puso el libro sobre el otro, y empezó a balancearse muy despacio en el mecedor de mimbre, contemplando a través de la pesadumbre las matas de guineo en el pantano del patio, el mango desplumado, las hormigas voladoras de después de la lluvia, el esplendor efímero de otra tarde de menos que se iba para siempre. Había olvidado que una vez tuvo un loro de Paramaribo al que quería como a un ser humano, cuando lo oyó de pronto: “Lorito real”. Lo oyó muy cerca, casi a su lado, y enseguida lo vio en la rama más baja del mango.