Al narrar circunstanciadamente esta acción, la he repetido. Espero no repetir su final.
Los horrores del día quedan asentados en mi diario. Escribí mucho: me parece inútil buscar inevitables analogías con los moribundos que hacen proyectos de largos futuros o que ven, en el instante de ahogarse, una minuciosa imagen de toda su vida. El momento final debe de ser atropellado, confuso; siempre estamos tan lejos que no podemos imaginar las sombras que lo enturbian. Ahora dejaré de escribir para dedicarme, serenamente, a encontrar la manera de que estos motores se detengan. Entonces la brecha se abrirá de nuevo, como ante un conjuro; si no (aunque pierda a Faustine para siempre), les daré unos golpes con el hierro, como hice con la pared, y los romperé y la brecha se abrirá como ante un conjuro y yo estaré afuera.
* * *
Todavía no he logrado detener los motores. Me duele la cabeza. Leves ataques de nervios, que pronto domino, me sacan de una somnolencia progresiva.
Tengo la impresión, indudablemente ilusoria, de que si pudiera recibir un poco de aire de afuera no tardaría en resolver estos problemas. He arremetido contra el tragaluz; es invulnerable, como todo lo que me encierra.
Me repito que la dificultad no se halla en mi sopor ni en la falta de aire. Estos motores deben de ser muy diferentes de todos los otros. Parece lógico suponer que Morel los haya diseñado de manera que no los entienda el primero que llegue a la isla. Sin embargo, la dificultad de manejarlos ha de consistir en diferencias con otros motores. Como yo no entiendo ninguno, esa mayor dificultad desaparece.
Del funcionamiento de los motores depende la eternidad de Morel; puedo suponer que son muy sólidos; debo contener, pues, mi impulso de romperlos a golpes. Sólo conseguiré cansarme y malgastar el aire. Para contenerme, escribo.
Si a Morel se le hubiera ocurrido grabar los motores…
* * *
Por fin, el temor a la muerte me libró de la superstición de incompetencia; fue como si me hubiera acercado por vidrios de aumento a los motores dejaron de ser un casual montón de hierros, tuvieron forma, disposiciones que permitían entender su cometido.
Desconecté, salí.
En el cuarto de máquinas pude reconocer (además de la bomba de sacar agua y del motor de luz, ya mencionados):
a) Un grupo de transmisores de energía vinculados al rodillo que hay en los bajos;
b) Un grupo fijo de receptores, grabadores y proyectores, con una red de aparatos colocados estratégicamente que actúan sobre toda la isla;
c) Tres aparatos portátiles, receptores, grabadores y proyectores, para exposiciones
aisladas.
Descubrí, en algo que yo suponía el motor más importante y era una caja de herramientas, unos planos incompletos, que me dieron trabajo y dudosa ayuda.
La clarividencia en que se produjo este reconocimiento no vino en seguida. Mis estados anteriores fueron:
1° La desesperación;
2° Un desdoblamiento en actor y espectador. Estuve ocupado en sentirme en un asfixiante submarino, en el fondo del mar, en un escenario. Sereno ante mi actitud sublime, confuso como un héroe, perdí tiempo y a la salida era de noche y ya no había luz para buscar raíces comestibles.
* * *
Primero hice funcionar los receptores y proyectores para exposiciones aisladas. Puse flores, hojas, moscas, ranas. Tuve la emoción de verlas aparecer, reproducidas y las mismas.
Después cometí la imprudencia.
Puse la mano izquierda ante el receptor; abrí el proyector y apareció la mano, solamente la mano, haciendo los perezosos movimientos que había hecho cuando la grabé.
Ahora es como otro objeto o casi animal que hay en el museo.
Dejo andar el proyector, no hago que la mano desaparezca; su vista, más bien curiosa, no es desagradable.
Esta mano, en un cuento, sería una terrible amenaza para el protagonista. En la realidad, ¿qué mal puede hacer?
* * *
Los emisores vegetales -hojas, flores- murieron después de cinco o seis horas; las ranas, después de quince.
Las copias sobreviven, incorruptibles.
Ignoro cuáles son las moscas verdaderas y las artificiales.
A las flores y a las hojas tal vez les haya faltado agua. No di alimentos a las ranas; han de haber sufrido, asimismo, por el cambio de ambiente.
En cuanto a los efectos sobre la mano, sospecho que vengan de los temores provocados en mí por la máquina, y no de ella misma. Tengo un ardor continuo, pero débil. Se me ha caído algo de piel. Anoche estaba inquieto. Presentía horribles transformaciones en la mano. Soñé que la rascaba, que la deshacía fácilmente. La habré lastimado entonces.
* * *
Un día más será intolerable.
Primero sentí curiosidad ante un párrafo del discurso de Morel. Después, muy divertido, creí hacer un descubrimiento. No sé cómo ese descubrimiento cambió en este otro, atinado, ominoso.
No me daré muerte en seguida. Es ya costumbre de mis teorías más lúcidas deshacerse al día siguiente, quedar como pruebas de una combinación asombrosa de ineptitud y entusiasmo (o desesperación). Tal vez mi idea, una vez escrita, pierda la fuerza.
He aquí la frase que me asombró:
Tendrán que disculparme esta escena, primero fastidiosa, después terrible.
¿Por qué terrible? Sabrían que habían sido fotografiados de un modo nuevo, sin aviso. Es cierto que saber a posteriori que ocho días de nuestra vida, en todos sus pormenores, quedaron grabados para siempre, no ha de ser agradable.
Pensé también, en algún momento: Una de esas personas tendrá un secreto horrible; Morel tratará de conocerlo o revelarlo.
Por casualidad recordé que el fundamento del horror de ser representados en imágenes, que algunos pueblos sienten, es la creencia de que al formarse la imagen de una persona, el alma pasa a la imagen y la persona muere.
Hallar escrúpulos en Morel por haber fotografiado a sus amigos sin consentimiento, me divirtió; en efecto, creí descubrir, en la mente de un sabio contemporáneo, la supervivencia de aquel antiguo temor.
Leí de nuevo la frase:
Tendrán que disculparme esta escena, primero fastidiosa, después terrible. La olvidaremos.
¿Qué significa esto último? ¿Que pronto no le darán importancia o que ya no podrán recordarla?
La discusión con Stoever fue terrible. Stoever ha concebido la misma sospecha que yo. No sé cómo tardé tanto en comprenderlo.
Además, la hipótesis de que las imágenes tienen alma parece necesitar, como fundamento, que los emisores la pierdan al ser tomados por los aparatos. El mismo Morel lo declara:
La hipótesis de que las imágenes tengan alma parece confirmada por los efectos de mi máquina sobre las personas, los animales y los vegetales emisores.
En verdad, hay que tener una conciencia muy dominante y audaz, confundible con la inconsciencia, para hacer esta declaración a las propias víctimas; pero es una monstruosidad que parece no discordar con el hombre que, siguiendo una idea, organiza una muerte colectiva y decide, por sí mismo, la solidaridad de todos los amigos.
¿Cuál era esa idea? ¿Aprovechar la reunión casi completa de sus amigos para obtener un paraíso muy bueno, o una incógnita que no he sondeado? Si hay una incógnita, es posible que no tenga interés para mí.
Creo poder identificar ahora a los tripulantes muertos del barco bombardeado por el crucero Namura: Morel aprovechó su propia muerte y la de sus amigos, para confirmar los rumores sobre la enfermedad que tendría el deletéreo vivero en esta isla; rumores ya difundidos por Morel, para proteger su máquina, su inmortalidad.