La habitación estaba casi oscura. Don Juan había encendido, y puesto en un rincón, la lámpara de kerosén. Por lo general, ésta mantenía el cuarto en una semioscuridad relajante, su luz amarillenta siempre apacible. Pero esta vez la luz parecía inusitadamente roja; sacaba de quicio. Don Juan desató su pequeña bolsa de mezcla sin quitarla del cordón amarrado en torno a su cuello. Acercó la pipa a sí, la puso dentro de su camisa y virtió parte de la mezcla en el cuenco. Me hizo observar el procedimiento, señalando que si la mezcla se derramaba caería dentro de su camisa.
Don Juan llenó tres cuartas partes del cuenco; luego ató la bolsa con una mano sosteniendo la pipa en la otra. Recogió un pequeño plato de barro, me lo entregó y me pidió ir afuera a traer brasitas del fuego. Fui atrás de la casa y saqué un montón de carbones de la estufa de adobe. Regresé apresurado al cuarto de don Juan. Sentía una angustia profunda. Era como una premonición.
Me senté junto a don Juan y le di el plato. Lo miró y dijo calmadamente que las brasas eran demasiado grandes. Las quería más chicas, que encajaran en el cuenco de la pipa. Volví a la estufa y traje algunas. Tomó el nuevo plato de brasas y lo puso frente a sí. Estaba sentado con las piernas cruzadas y metidas bajo el cuerpo. Me miró con el rabillo del ojo y se inclinó hasta casi tocar los carbones con la barbilla. Sostuvo la pipa en la mano izquierda, y con un movimiento extremadamente veloz de la derecha recogió una brasa ardiente y la puso en el cuenco de la pipa; luego irguió la espalda y, tomando la pipa con ambas manos, se la puso en la boca y dio tres fumadas. Extendió los brazos hacia mí y me dijo, en susurro enérgico, que tomase la pipa en las dos manos y fumara.
La idea de rechazar la pipa y salir corriendo cruzó por un segundo mi mente, pero don Juan exigió de nuevo -todavía susurrando- que tomara la pipa y fumase. Lo miré. Sus ojos estaban fijos en mi. Pero su mirada era amistosa, preocupada. Resultaba claro que yo había hecho la elección largo tiempo atrás; no había más alternativa que hacer lo que él decía.
Tomé la pipa y casi la dejé caer. ¡Estaba caliente! Me la llevé a la boca con gran cuidado porque imaginé que su calor sería insoportable. Pero no sentí calor alguno.
Don Juan me indicó inhalar. El humo fluyó entrando en mi boca y pareció circular allí. Sentí como si tuviera la boca llena de masa. El símil se me ocurrió aunque nunca había tenido la boca llena de masa. El humo era también como mentol, y el interior de mi boca se enfrió de repente. La sensación fue refrescante.
– ¡Otra vez! ¡Otra vez! -oí susurrar a don Juan. Yo sentía que el humo se filtraba libremente dentro de mi cuerpo, casi sin mi control. No necesité más apremio de don Juan. Mecánicamente seguí inhalando.
De pronto, don Juan se inclinó y me quitó la pipa de las manos. Con golpes suaves vació la ceniza en el plato de las brasas, luego se mojó el dedo con saliva y le dio vueltas dentro del cuenco para limpiar las paredes de éste. Sopló repetidas veces a través del tallo. Lo vi devolver la pipa a su funda. Sus acciones retenían mi interés.
Cuando hubo limpiado y guardado la pipa, me miró, y por vez primera advertí que todo mi cuerpo se hallaba insensible, mentolado. Me pesaba el rostro y me dolían las quijadas. No podía tener cerrada la boca, pero no había flujo de saliva. Mi boca ardía de tan seca, y sin embargo yo no tenía sed. Empecé a percibir un calor insólito encima de toda mi cabeza. ¡Un calor frío! Cada vez que exhalaba, el aliento parecía cortarme los orificios nasales y el labio superior. Pero no quemaba; dolía como un trozo de hielo.
Don Juan estaba sentado junto a mí, a mi derecha, y sin moverse sostenía contra el suelo la funda de la pipa, como impidiéndole elevarse. Mis manos pesaban. Los brazos se me vencían, tirando de los hombros hacia abajo. Mi nariz chorreaba. La limpié con el dorso de la mano ¡y se borró mi labio superior! Enjuagué mi cara y toda la carne desapareció. ¡Estaba derritiéndome! Sentí que mi carne en verdad se fundía. Levantándome de un salto, traté de agarrar algo -cualquier cosa- para sostenerme. Experimentaba un terror nunca antes sentido. Aferré una enorme estaca que don Juan tiene clavada en el piso, en el centro de su cuarto. Permanecí allí en pie un momento; luego me volvía mirarlo. Seguía sentado, inmóvil, deteniendo la pipa, mirándome con fijeza.
Mi aliento era dolorosamente cálido (¿o frío?). Me asfixiaba. Incliné la cabeza hacia adelante para apoyarla en la estaca, pero al parecer no di en ella: mi cabeza siguió descendiendo más allá del punto donde se encontraba la estaca. Me detuve casi llegando al suelo. Me enderecé. ¡La estaca estaba allí frente a mis ojos! Intenté nuevamente apoyar en ella la cabeza. Traté de controlarme y de estar consciente, y mantuve los ojos abiertos al inclinarme para tocar la estaca con la frente. Se hallaba a unos centímetros de mis ojos, pero al poner la cabeza contra ella tuve la extraña sensación de estar atravesándola.
Buscando desesperadamente una explicación racional, concluí que mis ojos estaban alterando la distancia, y que la estaca debía hallarse a tres metros, aunque yo la viera frente a mi cara. Entonces concebí una forma lógica y racional de corroborar la posición de la estaca. Empecé a caminar de lado en torno a ella, paso a pasito. Mi idea era que, rodeando así la estaca, no me sería posible en forma alguna describir un circulo mayor de metro y medio en diámetro; si la estaca se encontraba en realidad a tres metros de mí, o fuera de mi alcance, llegaría el momento en que yo le diera la espalda. Confiaba en que, en ese instante, la estaca se desvanecería, porque de hecho estaría detrás de mi.
Procedí entonces a rodear la estaca, pero durante toda la vuelta siguió frente a mis ojos. En un arranque de ira la agarré con ambas manos, pero mis manos la atravesaron. Estaba agarrando el aire. Calculé cuidadosamente la distancia hasta la estaca. Concluí que seria menos de un metro. Es decir, mis ojos la percibían como un metro. Jugué un momento con mi percepción de profundidad moviendo la cabeza de un lado a otro, enfocando por turno cada ojo, primero sobre la estaca y luego sobre lo de atrás. Según mi manera de juzgar la profundidad, la estaca se hallaba sin duda frente a mi, posiblemente a un metro. Estirando los brazos para proteger mi cabeza, embestí con todas mis fuerzas.
La sensación fue la misma: atravesé la estaca. Esta ocasión fui a dar contra el piso. Me levanté. Y ésa fue tal vez la más insólita de todas las acciones que ejecuté aquella noche. ¡Me levanté con el pensamiento! No usé, al levantarme, mis músculos ni mi esqueleto en la forma que acostumbro, porque ya no tenía control sobre ellos. Lo supe en el instante de chocar contra el piso. Pero mi curiosidad con respecto a la estaca era tan fuerte que me "levanté con el pensamiento" en una especie de acción refleja. Y antes de haber tomado plena conciencia de que no podía moverme, estaba ya de pie.
Pedí ayuda a don Juan. En determinado momento grité frenéticamente, a voz en cuello, pero don Juan no se movió. Seguía mirándome, de soslayo, como no queriendo volver la cabeza para encararme de lleno. Di un paso hacia él, pero en vez de avanzar trastabillé hacia atrás y caí contra la pared. Supe que mi- espalda la había arremetido, pero no sentí dureza alguna; me hallaba suspendido por entero en una sustancia blanda, esponjosa: era la pared. Tenía los brazos extendidos lateralmente, y poco a poco mi cuerpo parecía hundirse en el muro. Sólo podía ver al frente, hacia el cuarto. Don Juan seguía observándome, pero sin hacer el menor movimiento para ayudarme. Realicé un esfuerzo supremo por sacar mi cuerpo de la pared, pero sólo se hundía más y más. Con un terror indescriptible, sentí que la pared esponjosa me cubría la cara. Traté de cerrar los ojos, pero estaban fijos y abiertos.
No recuerdo qué más sucedió. De pronto vi a don Juan enfrente, a poca distancia. Nos hallábamos en el otro cuarto. Vi la mesa de don Juan y la estufa de tierra, encendida, y con el rabo del ojo distinguí la cerca fuera de la casa. Veía todo muy claro. Don Juan había traído la linterna de kerosén, ahora colgada de la viga en mitad de la habitación, Traté de mirar en dirección distinta, pero mis ojos estaban colocados exclusivamente para ver en línea recta hacia adelante. No podía distinguir, ni sentir, parte alguna de mi cuerpo. Mi respiración tampoco se notaba. Pero mis ideas eran lúcidas en extremo. Tenía clara conciencia de todo cuanto ocurría frente a mí. Don Juan se acercó, y mi claridad mental cesó. Algo pareció detenerse en mi interior. No había más ideas. Vi venir a don Juan y lo odié. Quería hacerlo pedazos. Lo habría matado entonces, pero no podía moverme. Al principio percibí vagamente una presión sobre mi cabeza, pero también desapareció. Sólo una cosa quedaba: una ira incontenible contra don Juan. Lo vi a unos centímetros de mí. Quise destrozarlo con las manos. Sentí estar gruñendo. Algo en mi empezó a retorcerse. Oí que don Juan me hablaba. Su voz era suave y tranquilizadora y, sentía yo, infinitamente agradable. Se acercó más aún y comenzó a recitar una canción de cuna.