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– ¿Podemos ir al arroyo, don Juan?

En vez de proyectarse hacia afuera, el sonido de mi voz pegó en el velo del paladar, rebotó hacia la garganta y resonó entre ambos en una y otra dirección. El eco era suave y musical, y parecía aletear dentro de mi garganta. El roce de las alas me apaciguaba. Seguí sus movimientos de ida y vuelta hasta que desapareció.

Repetí la pregunta. Mi voz sonó como si me hallase hablando dentro de una bóveda.

Don Juan no respondió. Me levanté y me volví en dirección del arroyo, Lo miré para ver si venía, pero él parecía escuchar algo atentamente.

Hizo un ademán imperativo de guardar silencio.

– ¡Abuhtol [?] ya está aquí! -dijo.

Yo nunca había oído esa palabra, y meditaba si preguntarle sobre ella cuando percibí un ruido que parecía ser un zumbido dentro de mis orejas. El sonido se hizo gradualmente más fuerte, hasta semejar la vibración causada por un enorme zumbador. Duró un momento breve y se fue apagando hasta que todo estuvo otra vez en silencio. La violencia y la intensidad del ruido me aterraron. Temblaba tanto que apenas podía permanecer en pie; sin embargo, mi estado era perfectamente racional. Si unos minutos antes me hallaba soñoliento, esta sensación había desaparecido por entero, dando paso a una lucidez extrema. El ruido me recordó una película de ficción científica en que las alas de una abeja gigantesca zumbaban al salir de un área de radiación atómica. Reí de la idea. Vi a don Juan reclinarse para recuperar su postura relajada. Y de pronto volvió a acosarme la imagen de una abeja gigantesca. La imagen era más real que los pensamientos comunes. Estaba sola, rodeada de una claridad extraordinaria. Todo lo demás fue expulsado de mi mente. Este estado de claridad mental, sin precedente en mi vida, produjo otro momento de terror.

Empecé a sudar. Me incliné hacia don Juan para decirle que tenía miedo. Su rostro estaba a unos centímetros del mío. Me miraba, pero sus ojos eran los ojos de una abeja. Parecían anteojos redondos, con luz propia en la oscuridad. Sus labios formaban una trompa y de ellos surgía un ruido acompasado: "Pehtuh-peh-tuh-peh-tuh." Salté hacia atrás, casi chocando contra el muro de roca. Durante un tiempo al parecer infinito experimenté un miedo insoportable. Jadeaba y gemía. El sudor se había congelado sobre mi piel, dándome una rigidez incómoda. Entonces oí la voz de don Juan diciendo:

– ¡Levántate! ¡Muévete! ¡Levántate!

La imagen se desvaneció y de nuevo pude ver su rostro familiar.

– Voy por agua -dije tras otro momento interminable. Mi voz se quebraba. Apenas me era posible articular las palabras. Don Juan asintió. Mientras me alejaba, advertí que el miedo se había ido en forma tan rápida y misteriosa como su llegada.

Al acercarme al arroyo noté que podía ver cada objeto en el camino. Recordé que acababa de ver claramente a don Juan, cuando antes apenas podía distinguir sus contornos. Me detuve y miré la distancia, y pude ver incluso el otro lado del valle. Algunos peñascos que había allí se hicieron perfectamente visibles. Pensé que debería ser de madrugada, pero se me ocurrió que tal vez hubiera perdido la noción del tiempo. Miré mi reloj. ¡Eran las 12:10! Revisé el reloj para ver si estaba funcionando. No podía ser mediodía: ¡tenía que ser medianoche! Planeaba correr por el agua y volver a las rocas, pero vi acercarse a don Juan y lo esperé. Le dije que podía ver en la oscuridad.

El se quedó mirándome largo rato sin decir palabra; si acaso habló, no lo oí, pues me hallaba concentrado en mi nueva y única capacidad de ver en lo oscuro. Podía distinguir los guijarros minúsculos en la arena. En momentos todo estaba tan claro que parecía ser madrugada o atardecer. Luego se oscurecía; luego se aclaraba de nuevo. Pronto advertí que la luminosidad correspondía a la diástole de mi corazón, y la oscuridad a la sístole. El mundo se hacía brillante y oscuro y brillante de nuevo con cada latido de mi corazón.

Estaba absorto en este descubrimiento cuando el extraño sonido que había oído antes se hizo audible otra vez. Mis músculos se tensaron.

– Anuhctal [según oí la palabra en esta ocasión] está aquí -dijo don Juan. Yo imaginaba el bramido tan atronante, tan avasallador, que nada más importaba. Cuando amainó, percibí un aumento súbito en el volumen de agua. El arroyo, que un minuto antes había tenido una anchura de menos de treinta centímetros, se expandió hasta ser un lago enorme. Luz que parecía venir de encima de él tocaba la superficie como brillando a través de follaje espeso. De tiempo en tiempo el agua cintilaba un segundo: dorada y negra. Luego quedaba oscura, sin luz, casi fuera de vista y sin embargo extrañamente presente.

No recuerdo cuánto tiempo permanecí allí, nada más que observando, acuclillado a la orilla del lago negro. El rugido debió de calmarse mientras tanto, pues lo que me hizo regresar con violencia (¿a la realidad?) fue otro zumbido aterrador. Me volví para buscar a don Juan. Lo vi trepar y desaparecer tras la saliente de roca. Sin embargo, el sentimiento de estar solo no me molestaba en absoluto; reposaba allí en un estado de abandono y confianza totales. El bramido se hizo audible de nuevo; era muy intenso, como el ruido causado por un viento alto. Escuchándolo con todo el cuidado posible, logré reconocer una melodía definida. Era un conglomerado de sonidos agudos, como voces humanas, acompañado por un tambor bajo, grave. Enfoqué toda mi atención en la melodía, y nuevamente noté que la sístole y la diástole de mi corazón coincidían con el sonido del tambor y con la pauta de la música.

Me levanté y la melodía cesó. Traté de escuchar mi corazón, pero el latido no era localizable. Me acuclillé de nuevo, pensando que acaso la posición de mi cuerpo había causado o inducido los sonidos. ¡Pero nada ocurrió! ¡Ni un sonido! ¡Ni siquiera mi corazón! Pensé que ya era bastante, pero al ponerme en pie para marcharme sentí un temblor de tierra. El suelo bajo mis pies se estremecía. Perdí el equilibrio. Caí hacia atrás y quedé bocarriba mientras la tierra se sacudía con violencia. Traté de aferrar una roca o una planta, pero algo se deslizaba debajo de mí. Me incorporé de un salto, estuve de pie un momento y volví a caer. El terreno donde me hallaba se movía, deslizándose hacia el agua como una balsa. Permanecí inmóvil, atontado por un terror que, como todo lo demás, era único, ininterrumpido y absoluto.

Surqué las aguas del lago negro encaramado en un fragmento de la ribera que parecía un tronco de barro. Tenía la sensación de ir más o menos hacia el sur, transportado por la corriente. Podía ver el agua moverse y arremolinarse en torno mío. Se sentía fría al tacto, y curiosamente pesada. La imaginé viva.

No había orillas ni puntos de referencia discernibles, ni puedo evocar las ideas o sentimientos que debieron de asaltarme durante aquel viaje. Tras lo que parecieron horas de ir a la deriva, mi balsa dio un viraje en ángulo recto hacia la izquierda, el este. Siguió deslizándose sobre el agua por una distancia muy corta, e inesperadamente chocó contra algo. El golpe me aventó hacia adelante. Cerré los ojos y sentí un dolor agudo al golpear el suelo con las rodillas y con los brazos extendidos. Después de un momento, alcé la mirada. Yacía sobre el polvo. Era como si mi tronco de barro se hubiese fundido con la tierra. Me senté y volví la cara. ¡El agua retrocedía! Se desplazaba hacia atrás, como una ola en la resaca, hasta desaparecer.

Quedé allí sentado largo tiempo, tratando de organizar mis pensamientos y de integrar en una unidad coherente todo lo ocurrido. Mi cuerpo entero estaba adolorido. Sentía la garganta como llaga viva; me había mordido los labios al "desembarcar". Me incorporé. El viento me dio conciencia de tener frío, Mi ropa estaba mojada. Las manos y quijadas y rodillas me temblaban con tal violencia que hube de acostarme nuevamente. Gotas de sudor resbalaban a mis ojos, quemándolos hasta hacerme gritar de dolor.

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