– A juzgar por lo que narras, has tenido crisis cardíacas -dije.
– Tal vez -replicó-, pero hay algo de lo que estoy segura: el día en que tuvieron lugar, perdí mi forma humana. Quedé tan débil que pasaron días antes de que pudiese siquiera levantarme del lecho. Desde entonces, no encontré la energía necesaria para ser como antes, mi viejo ser. De tiempo en tiempo, intentaba recobrar mis antiguos hábitos, pero me faltaba vigor para disfrutar de ellos como otrora. Al cabo, dejé de lado toda tentativa.
– ¿En qué radica la importancia de perder la forma?
– Un guerrero debe deshacerse de la forma humana si quiere cambiar, realmente cambiar. De otra manera, las cosas no pasan de ser una conversación sobre el cambio, como en tu caso. El Nagual decía que era inútil creer o esperar que sea posible cambiar los propios hábitos. No se cambia un ápice en tanto se conserva la forma humana. El Nagual me dijo que un guerrero sabe que no puede cambiar; es más: sabe que no le está permitido. Es la única ventaja que tiene un guerrero sobre un hombre corriente. El guerrero jamás se decepciona al fracasar en una tentativa de cambiar.
– Pero tú, Gorda, sigues siendo tú misma, ¿no?
– No, ya no. La forma es lo único que te hace seguir pensando que tú eres tú. Cuando te abandona no eres nada.
– Pero tú sigues hablando, pensando y sintiendo como lo has hecho siempre, ¿verdad?
– En absoluto. Soy nueva.
Rió y me abrazó como quien consuela a un niño.
– Solamente Eligio y yo hemos perdido nuestra forma -prosiguió-. Fue una gran suerte para nosotros el perderla cuando el Nagual aún estaba entre nosotros. Tú pasarás una época horrible. Es tu destino. Quienquiera que sea el próximo en deshacerse de ella, me tendrá a mí por única compañía. Ya lo lamento por aquel a quien le corresponda.
– ¿Qué más sentiste, Gorda, al perder tu forma, además de que ello te dejaba sin la energía suficiente?
– El Nagual me dijo que un guerrero sin forma comienza a ver un ojo. Veía un ojo frente a mí toda vez que cerraba los párpados. Llegó a tal extremo que no podía descansar; el ojo me seguía a todas partes. Estuve a punto de volverme loca. Al cabo, supongo, me acostumbré a él. Ahora ni siquiera tomo en cuenta su presencia, puesto que ha pasado a formar parte de mí. El guerrero sin forma se vale de ese ojo para empezar a soñar. Si no tienes forma, no te es necesario dormir para soñar. El ojo que tienes delante te lleva a ello cada vez que deseas ir.
– ¿Exactamente, dónde está ese ojo, Gorda?
Cerró los ojos y movió la mano de un lado para otro frente a sus ojos, cubriendo su cara.
– Unas veces el ojo es muy pequeño y otras es enorme -continuó-. Cuando es pequeño tu soñar es claro. Si es grande, tu soñar es como un vuelo por sobre las montañas, en el cual realmente no se ve mucho. Yo aún no he soñado bastante, pero el Nagual me dijo que ese ojo es mi carta de triunfo. Algún día, cuando pierda definitivamente la forma, no veré más el ojo; el ojo se convertirá en lo mismo que yo, en nada, y, sin embargo, estará allí, como los aliados. El Nagual decía que todo debe ser examinado a la luz de nuestra forma humana. Cuando no tenemos forma, nada tiene forma; no obstante, todo está presente. Yo no lograba entender lo que quería decir, pero ahora sé que tenía toda la razón. Los aliados son tan sólo una presencia, y ese era el ojo. Pero por el momento ese ojo lo es todo para mí. A decir verdad, contando con ese ojo, nada más me hace falta para mi soñar, inclusive en vigilia. Todavía no he conseguido esto último. Tal vez yo sea como tú, un poco terca y perezosa.
– ¿Cómo realizaste el vuelo que vi esta noche?
El Nagual me enseñó a valerme de mi cuerpo para generar luces, porque, de todos modos, somos luz; de modo que produje chispas y destellos, y ellos, a su vez, atrajeron a las líneas del mundo. Una vez que he visto una, me es fácil colgarme de ella.
– ¿Cómo lo haces?
– Me aferro a ella.
Hizo un gesto con las manos. Las puso en garra y luego las juntó, a la altura de las muñecas, formando con ellas una suerte de cuenco, con los dedos curvados hacia arriba.
– Debes aferrarte a la línea como un jaguar -prosiguió-, y no separar jamás las muñecas. Si lo haces, caes y te partes el cuello.
Calló, y ello me obligó a mirarla, en espera de más revelaciones.
– No me crees, ¿verdad? -preguntó.
Sin darme tiempo a responder; se agachó y volvió a emprender su exhibición de chispas. Yo estaba sereno y sosegado y podía dedicar toda mi atención a sus actos. En el momento en que abrió los dedos de golpe, todas las fibras de su cuerpo dieron la impresión de tensarse a la vez. Esa tensión parecía concentrarse en las puntas de sus dedos y proyectarse en forma de rayos de luz. La humedad de las yemas era realmente un vehículo adecuado para el tipo de energía que emanaba de su cuerpo.
– ¿Cómo lo has hecho, Gorda? -pregunté maravillado de verdad.
– Francamente, no lo sé -dijo-. Me limito a hacerlo. Lo he hecho infinidad de veces y, sin embargo, sigo ignorando cómo. Cuando cojo uno de esos rayos me siento atraída por algo. En realidad, no hago más que dejarme llevar por las líneas. Cuando quiero regresar, percibo que la línea no me quiere soltar y me pongo frenética. El Nagual decía que ese era el peor de mis rasgos. Me asusto a tal punto que uno de estos días me voy a lastimar. Pero también supongo que uno de estos días llegaré a tener aún menos forma y entonces no me asustaré. Aunque por lo que recuerdo, hasta el día de hoy no he tenido problema alguno.
– Entonces, cuéntame, Gorda, cómo haces para dejarte llevar por las líneas.
– Volvemos a lo mismo. No lo sé. El Nagual me lo advirtió respecto de ti. Quieres saber cosas que no se pueden saber.
Me esforcé por aclararle que lo que me interesaba eran los procedimientos. En realidad, había renunciado a dar con una explicación de los mismos, porque sus aclaraciones no me decían nada. La descripción de los pasos a seguir era algo completamente diferente.
– ¿Cómo aprendiste a librar tu cuerpo a las líneas del mundo? -pregunté.
– Lo aprendí en el soñar -dijo-, pero, sinceramente, no sé cómo. Para una mujer guerrero, todo nace en el soñar. El Nagual me dijo, tal como a ti, que lo primero que debía buscar en mis sueños eran mis manos. Pasé años tratando de encontrarlas. Cada noche solía ordenarme a mí misma hallar mis manos, pero era inútil. Jamás di con nada en mis sueños. El Nagual era despiadado conmigo. Aseveraba que debía hallarlas o perecer. De modo que le mentí, contándole que había encontrado mis manos en sueños. El Nagual no dijo una palabra, pero Genaro arrojó el sombrero al piso y bailó sobre él. Me dio unas palmaditas en la cabeza y afirmó que yo era realmente un gran guerrero. Cuanto más me alababa, peor me sentía. Estaba a punto de comunicar la verdad al Nagual cuando el loco de Genaro me dio la espalda y soltó el pedo más largo y sonoro que yo haya oído. Ciertamente, me hizo retroceder. Era como un viento caliente, viciado, repugnante y maloliente, exactamente como yo. El Nagual se ahogaba de risa.
»Corrí hacia la casa y me escondí allí. Por entonces era muy gorda. Comía mucho y tenía muchos gases. De modo que decidí no comer durante un tiempo. Lidia y Josefina me ayudaron. Ayuné durante veintitrés días, y entonces, una noche, encontré mis manos en sueños. Eran viejas, y feas, y verdes, pero eran mías. Ese fue el comienzo. El resto fue fácil.
– ¿Y qué fue el resto, Gorda?
– Lo siguiente que el Nagual me encomendó fue buscar casas o edificios en mis sueños y observarlos, tratando de retener la imagen. Decía que el arte del soñador consiste en conservar la imagen de su sueño. Porque eso es lo que hacemos, de un modo u otro, durante toda nuestra vida.
– ¿Qué quería decir con eso?
– Nuestro arte como personas corrientes consiste en saber cómo retener la imagen de lo que vemos. El Nagual decía que lo hacemos, pero sin saber cómo. Nos limitamos a hacerlo; mejor dicho, nuestros cuerpos lo hacen. Al soñar debemos hacer lo mismo, con la diferencia de que en el soñar hace falta aprender cómo hacerlo. Tenemos que luchar por no mirar, sino sólo dar un vistazo, y, no obstante, conservar la imagen.