Yo me proponía correr, esquivando la forma rectangular, y volver a la caverna con la Gorda a hombros.
Me dijo en voz muy baja que regresar a la cueva era imposible. El Nagual le había recomendado no permanecer allí por nada del mundo. Le expliqué, tras preparar el chal para ella, que mi cuerpo tenía la certeza de que allí estaríamos a salvo. Me respondió que era cierto, y que daría resultado, pero que en realidad no disponíamos de ningún medio para controlar esas fuerzas. Necesitábamos un recipiente especial, alguna especie de calabaza, del tipo de aquellas que yo había visto pender de los cinturones de don Juan y de don Genaro.
Se quitó los zapatos, trepó a mi espalda y se afirmó allí. La sujeté por las pantorrillas. Cuando aferró las puntas del chal, sentí la tensión en las axilas. Aguardé hasta que hubo hallado su equilibrio. Andar en la oscuridad con una carga de sesenta kilos era una hazaña considerable. La marcha resultaba muy lenta. Conté veintitrés pasos y me vi obligado a dejarla en el suelo. El dolor en los hombros era insoportable. Le dije que, si bien era muy delgada, me estaba quebrando las clavículas.
Lo más llamativo, de todos modos, era el que la forma rectangular hubiese desaparecido de la vista. Nuestra estrategia había dado resultado. La Gorda propuso cargarme a hombros un trecho. La idea me pareció ridícula; mi peso excedía las posibilidades de carga de su ligero esqueleto. Decidimos andar un rato, atentos a lo que ocurriera.
El silencio que nos rodeaba era mortal. Caminábamos lentamente, apoyándonos el uno en el otro. No habíamos recorrido sino unos pocos metros cuando volví a oír extraños ruidos de respiración, un siseo suave y prolongado, semejante al de un felino. Me apresuré a cargarla a hombros nuevamente y anduvimos otros diez pasos.
Sabía que era necesario mantener la sorpresa como táctica si queríamos salir de ese lugar. Estaba tratando de imaginar una serie de otras actitudes que no fuese cargar con la Gorda, igualmente inesperadas, cuando ella se quitó sus largas vestiduras. En un solo movimiento, quedó desnuda. Hurgó en el suelo buscando algo. Oí un ruido de quebradura y se puso de pie sosteniendo una rama de un arbusto bajo. Rodeó mis hombros y cuello con el chal e hizo una suerte de soporte en forma de red en que poder sentarse, con las piernas en torno de mi pecho, como se lleva a los niños pequeños. Entonces enganchó su vestido en la rama y la elevó por sobre su cabeza. Comenzó a agitar la rama, dando a la tela un extraño movimiento. A ese efecto agregó un silbido, semejante al chillido peculiar de la lechuza nocturna.
Después de recorrer unos noventa metros, oímos sonidos similares procedentes de detrás de nosotros y de nuestros costados. Inició el reclamo de otra ave, un grito agudo parecido al del pavo real. A los pocos minutos, llamadas idénticas que provenían de todo el alrededor le hacían eco.
Años atrás, yo había presenciado un fenómeno similar de respuesta a voces de pájaros, estando con don Juan. Había pensado entonces que los sonidos los producía el propio don Juan, oculto en la oscuridad próxima, o algún asociado suyo muy cercano, como don Genaro, que le estuviese ayudando a crear en mí un temor insuperable, un miedo capaz de obligarme a echar a correr en la oscuridad sin siquiera tropezar. Don Juan había denominado a la particular acción de correr en la oscuridad «marcha de poder».
Pregunté a la Gorda si conocía el modo de emprender la marcha de poder. Dijo que sí. Le expuse que íbamos a intentarla, aun cuando yo no me sentía completamente seguro de lograrlo. Me respondió que no era el momento ni el lugar para ello y señalo un punto delante de nosotros. Mi corazón, que hasta entonces había latido con prisa, comenzó a batir salvajemente en mi pecho. Exactamente enfrente, a unos tres metros, en medio del sendero, se encontraba uno de los aliados de don Genaro, el extraño hombre incandescente, de largo rostro y cráneo calvo. Quedé congelado en el lugar. Oí el chillido de la Gorda como si viniese de muy lejos. Golpeaba mis costados frenéticamente con sus puños. Su modo de actuar me impidió concentrarme en el hombre. Me hizo volver la cabeza, primero hacia la izquierda, luego hacia la derecha. A mi izquierda, casi en contacto con mi pierna, percibí la negra masa de un felino de feroces ojos amarillos. A mi derecha, un enorme coyote fosforescente. Detrás de nosotros, casi pegada a la espalda de la Gorda, estaba la forma oscura y rectangular.
El hombre nos dio la espalda y echó a andar por el sendero. Yo también me puse en marcha. La Gorda seguía aullando y gimoteando. La forma rectangular se hallaba a punto de atraparla por la espalda. Oía sus movimientos, y sus sonoros tumbos. El ruido que producía al andar reverberaba en las rocas del lugar. El frío de su aliento alcanzaba mi cuello. Sabía que la Gorda estaba al borde de la locura. Y también yo. El felino y el coyote me rozaron las piernas. Escuchaba claramente su siseo y su gruñido, cada vez más fuertes. Experimenté, en ese momento, la necesidad irracional de reproducir cierto sonido que me había enseñado don Juan. Los aliados me respondieron. Seguí haciéndolo frenéticamente, y ellos respondiéndome. La tensión disminuía poco a poco y, antes de que llegásemos al camino, yo formaba parte de una escena sumamente extravagante. La Gorda seguía a mis espalda, enancada en mí, agitando con alegría su vestido en lo alto, como si nada hubiese ocurrido, adaptando el ritmo de sus movimientos al sonido que yo producía, en tanto cuatro criaturas del otro mundo respondían, a la vez que marchaban a mi paso, rodeándonos por los cuatro lados.
Así llegamos al camino. Pero yo no quería partir. Tenía la impresión de que faltaba algo. Me quedé inmóvil, con la Gorda a hombros, y emití un sonido especial, intermitente, aprendido de don Juan. Él había dicho que era la llamada de las polillas. Para realizarlo, había que valerse del borde interno de la mano izquierda y los labios.
Tan pronto como lo efectué, todo pareció entrar en el más pacífico de los descansos. Los cuatro entes me respondieron y, en cuanto lo hicieron, comprendí cuáles eran los que marcharían conmigo.
Entonces me dirigí al coche, bajé a la Gorda de mi espalda, depositándola en el asiento del conductor y empujándola hacia el lado opuesto al del volante. Partimos en absoluto silencio. Algo me había afectado en cierto momento y mis pensamientos no funcionaban como tales.
La Gorda propuso que, en vez de ir a su casa, fuésemos a la de don Genaro. Dijo que Benigno, Néstor y Pablito vivían allí, pero estaban fuera. Su propuesta me atrajo.
Una vez en la casa, la Gorda encendió una lámpara. El lugar no había cambiado en absoluto desde la última vez en que yo había visitado a don Genaro. Nos sentamos en el suelo. Alcancé un banco y puse sobre él mi libreta de notas. No estaba cansado y deseaba escribir, pero era incapaz de hacerlo. No podía apuntar nada.
– ¿Qué te dijo el Nagual de los aliados? -pregunté.
Aparentemente, mi pregunta la cogió con la guardia baja. No sabía cómo responder.
– No puedo pensar -dijo por último.
Era como si nunca antes hubiese experimentado esa situación. Se paseaba de aquí para allí, delante de mí. Pequeñas gotas de transpiración se habían formado en la punta de su nariz y en su labio superior.
De repente, me aferró por la mano y prácticamente me arrastró hasta fuera de la casa. Me condujo hasta un barranco cercano, y allí vomitó.
Sentí el estómago descompuesto. Dijo que el poder de los aliados había sido demasiado grande y que debía tratar de devolver. La miré, esperando una explicación más clara. Me cogió la cabeza y me metió un dedo en la garganta, con la precisión de una enfermera que se ocupa de un niño; y consiguió que vomitara. Explicó que los seres humanos poseían, en torno al estómago, un delicado halo, muy sensible a las fuerzas externas. A veces, cuando el forcejeo era demasiado violento, como en el caso del contacto con los aliados, o incluso, en el caso de encuentros con gente fuerte, el halo era agitado, cambiaba de color o se desvanecía por completo. En circunstancias tales, lo único que se podía hacer era, sencillamente, vomitar.