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El corazón me latía con tal violencia que a duras penas podía mantenerme en pie. Quería echarme, pero algo en mi interior me empujó hacia la ventana y me impulsó a ponerme a saltar en el lugar.

No alcanzo a recordar cuánto tiempo pasé allí saltando. En un momento dado, sentí que alguien me secaba el cuello y los hombros. Tomé conciencia de que me encontraba prácticamente desnudo, transpirando con profusión. Lidia me había echado un paño sobre los hombros, y en ese momento enjugaba el sudor de mi rostro. Mis procesos mentales normales se restablecieron de inmediato. Recorrí la habitación con la vista. Rosa se hallaba profundamente dormida. Fui corriendo a la habitación de doña Soledad. Esperaba verla también dormida, pero allí no había nadie. Lidia me había seguido. Le pregunté qué había sucedido. Fue a toda prisa a despertar a Rosa, mientras yo me vestía. Rosa no quería despertar. Lidia le cogió la mano lastimada y se la estrujó. En un solo movimiento, casi se diría que de un salto, Rosa se puso de pie, totalmente despierta.

Empezaron a recorrer la casa, apresurándose a apagar todas las lámparas. Daban la impresión de estar aprontándose para partir. Iba a preguntarles a qué obedecía tanta prisa, cuando tomé conciencia de que yo mismo me había vestido con suma rapidez. Todos nos precipitábamos. Es más: ellas parecían estar esperando órdenes mías.

Salimos corriendo de la casa, llevando con nosotros todos los paquetes de los regalos. Lidia me había recomendado que no dejase ninguno; aún no los había distribuido y por lo tanto seguían perteneciéndome. Los arrojé en el asiento trasero del automóvil, mientras las dos muchachas se instalaban en el delantero. Puse el motor en marcha y fui retrocediendo lentamente, buscando el camino en la oscuridad.

Una vez en la carretera, me vi enfrentado a una cuestión espinosa. Ambas declararon al unísono que yo era el guía; sus actos dependían de mis decisiones. Yo era el Nagual. No podíamos huir de la casa y marchar sin rumbo. Debía guiarles. Pero lo cierto era que yo no tenía idea de a dónde ir ni qué hacer. Me volví hacia ellas. Los faros arrojaban cierta luz dentro del coche, y sus ojos la reflejaban como espejos. Recordé que con los ojos de don Juan sucedía lo mismo; parecían reflejar más luz que los de una persona corriente.

Comprendí que las dos muchachas eran conscientes de lo extremo de mi situación. Más que una broma destinada a disimular mi incapacidad, lo que hice fue poner francamente en sus manos la responsabilidad de una solución. Les dije que me faltaba práctica como Nagual y que les quedaría muy agradecido si me hacían el favor de hacerme una sugerencia o una insinuación respecto al lugar al que debíamos dirigirnos. Ello pareció disgustarlas conmigo. Hicieron chasquear la lengua y negaron con la cabeza. Repasé mentalmente varios probables cursos de acción, ninguno de los cuales era factible, como llevarlas al pueblo, o a la casa de Néstor, o incluso a Ciudad de México.

Detuve el coche. Iba en dirección al pueblo. Deseaba más que nada en el mundo tener una conversación sincera con las muchachas. Abrí la boca para comenzar, pero se apartaron de mí, se pusieron cara a cara y se echaron mutuamente los brazos al cuello. Eso parecía ser una indicación de que se habían encerrado en sí mismas y no iban a escucharme.

Mi frustración fue enorme. Lo que anhelaba en ese momento era la maestría de don Juan frente a cualquier situación que se presentara, su camaradería intelectual, su humor. En cambio, me hallaba en compañía de dos idiotas.

Percibí cierto abatimiento en el rostro de Lidia y puse fin a mi ataque de autoconmiseración. Por primera vez fui abiertamente consciente de que no había modo de superar nuestra mutua desilusión. Era evidente que ellas también estaban acostumbradas, aunque de una forma diferente, a la maestría de don Juan. Para ellas, el cambio del propio Nagual por mí debía de haber sido desastroso.

Permanecí inmóvil un buen rato, con el motor en marcha. De pronto, un estremecimiento, comenzado como un cosquilleo en mi coronilla, volvió a recorrer mi cuerpo; supe entonces lo que había sucedido poco antes, al entrar en la habitación de doña Soledad. Yo no la había visto en un sentido ordinario. Aquello que había tomado por doña Soledad acurrucada junto a la pared, era en realidad el recuerdo del instante, inmediatamente posterior a aquel en que la había golpeado, en el cual había abandonado su cuerpo. Comprendí también que al retirar aquella sustancia glutinosa, fosforescente, la había curado, y que se trataba de una forma de energía dejada en su cabeza y en la mano de Rosa por mis golpes.

Pasó por mi mente la imagen de un barranco singular. Me convencí de que doña Soledad y la Gorda estaban en él. Mi convicción no obedecía a una mera conjetura: se trataba de una verdad que no requería corroboración. La Gorda había llevado a doña Soledad al fondo de ese barranco, y en ese preciso instante estaba tratando de curarla. Deseaba decirle que era un error cuidarse de la hinchazón de la frente de doña Soledad, y que ya no tenían necesidad de permanecer allí.

Describí mi visión a las muchachas. Ambas me dijeron, tal como solía hacerlo don Juan, que no debía dejarme llevar por tales representaciones. En él, sin embargo, la reacción resultaba más congruente. Yo nunca había hecho realmente caso de sus críticas ni de su desdén; pero con ellas era diferente: no estaban al mismo nivel. Me sentí insultado.

– Las llevaré a su casa -dije-. ¿Dónde viven?

Lidia se volvió hacia mí y me dijo furiosa que ellas eran mis protegidas y que debía llevarlas a lugar seguro, puesto que habían renunciado a su libertad, a pedido del Nagual, con la finalidad de ayudarme.

Llegados a este punto, monté en cólera. Quise abofetearlas, pero entonces sentí el extraño estremecimiento recorrer mi cuerpo una vez más. Volvió a comenzar como un cosquilleo en la coronilla, y bajó por mi espalda hasta llegar a la región umbilical: en ese instante supe dónde vivían. El cosquilleo era como una capa protectora, una suave, cálida, hoja de celuloide. La percibía físicamente, cubriendo la zona que va desde el pubis hasta el reborde costal. Mi cólera desapareció, dando paso a una extraña serenidad, una frialdad, y, a la vez, un deseo de reír. Comprendí en aquel momento algo trascendental. Ante el impacto de los actos de doña Soledad y de las hermanitas, mi cuerpo se había desprendido de la racionalidad; yo había, dicho en los términos de don Juan, parado el mundo. Había amalgamado dos sensaciones disociadas. El cosquilleo en la parte alta de la cabeza y el ruido seco de quebradura en la base del cuello: entre ambas cosas yacía la clave de aquella suspensión del juicio.

Sentado en el coche con las dos muchachas, al costado de un camino de montaña desierto, supe a ciencia cierta que, por primera vez, había tenido completa conciencia de parar el mundo. Esa sensación trajo a mi memoria otra similar: mi primera experiencia de conciencia corporal, ocurrida hacía años. Tenía que ver con el cosquilleo en la coronilla. Don Juan me había dicho que los brujos debían cultivar esa sensación, y se había extendido en su descripción. Según él, era una suerte de comezón, algo ni placentero ni doloroso, que se iniciaba en el punto más alto de la cabeza. Para hacérmelo comprender, en un nivel intelectual, definió y analizó sus características, y luego, atento al aspecto práctico, intentó orientarme en el desarrollo de la conciencia corporal y la memoria de la sensación, haciéndome correr bajo ramas o rocas salientes según un plano horizontal situado a pocos centímetros por encima de mí.

Pasé años tratando de comprender lo que me había indicado, pero, por una parte, me resultaba imposible captar todo el sentido de su descripción, y, por otra parte, era incapaz de dotar a mi cuerpo de la memoria adecuada para seguir sus consejos prácticos. Nunca sentía nada sobre la cabeza al correr bajo las ramas o las rocas que él había escogido para sus demostraciones. Pero un día mi cuerpo descubrió la sensación por sí mismo, al intentar entrar conduciendo un camión de caja alta en un edificio para aparcamiento de tres plantas. Traspuse el umbral a la misma velocidad con que solía hacerlo en mi pequeño sedán de dos puertas; de resultas de lo cual vi, desde el alto asiento del camión, cómo la viga de cemento transversal del techo se acercaba a mi cabeza. No pude detenerme a tiempo y la sensación que tuve fue la de que la viga me escalpaba. Nunca había conducido un vehículo tan alto como ese, de modo que no me era posible haber hecho los ajustes perceptuales necesarios. El espacio que separaba el camión del techo del aparcamiento, me parecía inexistente. Sentí la viga con el cuero cabelludo.

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