Fueron tres días de actividad intensa, de nerviosa excitación, de un continuo hacer y deshacer en el papel y en el barro. Ninguno de ellos quería admitir que el resultado de la idea y del trabajo que estaban realizando para darle solidez podría ser un rechazo brusco, sin otras explicaciones que no fueran, El tiempo de estos muñecos ya ha pasado. Náufragos, remaban hacia una isla sin saber si se trataba de una isla real o de su espectro. De los dos, la más habilidosa para el dibujo era Marta, por eso fue ella quien se encargó de la tarea de trasladar al papel los seis tipos escogidos, aumentándolos, por el clásico proceso de la cuadrícula, hasta el tamaño exacto en que los muñecos deberían quedar después de cocidos, un palmo bien medido, no de los de ella, que tiene la mano pequeña, sino de los del padre. Siguió la operación de dar color a los dibujos, complicada no por exageradas preocupaciones de primor en la ejecución, sino porque era necesario escoger y combinar colores que no se sabía si corresponderían al natural de las figuras, dado que la enciclopedia, ilustrada de acuerdo con las tecnologías gráficas del tiempo, sólo contenía grabados a talla dulce, minuciosos en el pormenor pero sin otros efectos cromáticos que las variaciones de un aparente gris resultante de la impresión de los trazos negros sobre el fondo invariable del papel. De todos, el más fácil de pintar es, obviamente, la enfermera. Toca blanca, blusa blanca, falda blanca, zapatos blancos, todo blanco blanco blanco, todo de impecable albura, como si se tratase de un ángel de caridad que baja a la tierra con el mandato de aliviar las angustias y mitigar los dolores mientras, antes o después, no tenga que ser llamado deprisa otro ángel vestido igual para mitigarle y aliviarle a ella sus propios dolores y aflicciones. Tampoco el esquimal presenta demasiadas dificultades, las pieles que lo revisten pueden ser pintadas de un color mitad beige mitad pardo, cortado por unas cuantas motas blanquecinas, simulando la piel de un oso vuelta del revés, lo importante es que el esquimal tenga cara de esquimal, que para serlo es para lo que vino al mundo. En cuanto al payaso, los problemas van a ser mucho más serios por la sencilla razón de que es pobre. Si, en vez del trapillo pobretón que es, fuese un payaso rico, un color vivo cualquiera, brillante, salpicado de lentejuelas distribuidas a voleo por el birrete, por la camisa y por los calzones, resolvería la cuestión. Pero el payaso es pobre, pobre de pobreza, viste un traperío sin gusto ni criterio, heterogéneo, remendado de arriba abajo, una chaqueta que le llega a las rodillas, unos pantalones anchos que acaban en la pantorrilla, una camisa donde entrarían tres cuellos holgadamente, un lazo que parece un ventilador, un chaleco delirante, unos zapatos como barcas. Todo esto podría ser pintado tranquilamente, pues, tratándose de un payaso pobre, nadie perdería su tiempo comprobando si los colores de este engendro de barro tienen la decencia de respetar los colores con que se presenta la realidad del pobre, incluso cuando no ejerza de payaso. Lo malo es que, vistas bien las cosas, este batiburrillo no será más fácil de modelar que el cazador y el mosquetero que tantas dudas habían levantado. Pasar de aquí al bufón será pasar de lo parecido a lo igual, de lo semejante a lo idéntico, de lo similar a lo análogo. Diversamente aplicados los colores de uno pueden servir al otro, y dos o tres alteraciones en la vestimenta transformarán rápidamente al bufón en payaso y al payaso en bufón. Bien mirado son figuras que tanto en la indumentaria como en la función casi parecen réplicas una de otra, la única diferencia que se observa entre ellas, desde un punto de vista social, es que no es habitual que el payaso vaya al palacio del rey. Tampoco el mandarín con su sayo y el asirio con su túnica exigirán atenciones especiales, con dos breves toques en los ojos la cara del esquimal servirá al chino y las opulentas y onduladas barbas del asirio harán más fácil el trabajo sobre la parte inferior del rostro. Marta hizo tres series de diseños, la primera totalmente fiel a los originales, la segunda desahogada de accesorios, la tercera limpia de pormenores superfinos, de esta manera se facilitaría el respectivo examen a quien en el Centro tuviera la última palabra sobre el destino de la propuesta, y, en caso de que fuese aprobada, tal vez se redujera, por lo menos así se esperaba, la posibilidad de futuras reclamaciones por diferencias entre lo apreciado en el dibujo y lo ejecutado en el barro. Mientras Marta no pasó a la tercera fase, Cipriano Algor se había limitado a seguir la marcha de las operaciones, impaciente por no poder ayudar, y más todavía por tener la conciencia de que cualquier intromisión por su parte sólo serviría para dificultar y atrasar el trabajo. Sin embargo, cuando Marta colocó ante sí la hoja de papel en la que iba a comenzar la última serie de ilustraciones, reunió rápidamente las copias iniciales y se fue a la alfarería. La hija todavía tuvo tiempo de decirle, No se irrite si no le sale bien a la primera. Hora tras hora, durante el resto de ese día y parte del día siguiente, hasta el momento en que iría a buscar a Marcial al Centro, el alfarero hizo, deshizo y rehizo muñecos con figuras de enfermeras y de mandarines, de bufones y de asirios, de esquimales y de payasos, casi irreconocibles en las primeras tentativas, aunque ganando forma y sentido a medida que los dedos comenzaban a interpretar por cuenta propia y de acuerdo con sus propias leyes las instrucciones que les llegaban de la cabeza. Verdaderamente son pocos los que saben de la existencia de un pequeño cerebro en cada uno de los dedos de la mano, en algún lugar entre falange, falangina y falangeta. Ese otro órgano al que llamamos cerebro, ese con el que venimos al mundo, ese que transportamos dentro del cráneo y que nos transporta a nosotros para que lo transportemos a él, nunca ha conseguido producir algo que no sean intenciones vagas, generales, difusas y, sobre todo, poco variadas, acerca de lo que las manos y los dedos deberán hacer. Por ejemplo, si al cerebro de la cabeza se le ocurre la idea de una pintura o música, o escultura, o literatura, o muñeco de barro, lo que hace él es manifestar el deseo y después se queda a la espera, a ver lo que sucede. Sólo porque despacha una orden a las manos y a los dedos, cree, o finge creer, que eso era todo cuanto se necesitaba para que el trabajo, tras unas cuantas operaciones ejecutadas con las extremidades de los brazos, apareciese hecho. Nunca ha tenido la curiosidad de preguntarse por qué razón el resultado final de esa manipulación, siempre compleja hasta en sus más simples expresiones, se asemeja tan poco a lo que había imaginado antes de dar instrucciones a las manos. Nótese que, cuando nacemos, los dedos todavía no tienen cerebros, se van formando poco a poco con el paso del tiempo y el auxilio de lo que los ojos ven. El auxilio de los ojos es importante, tanto como el auxilio de lo que es visto por ellos. Por eso lo que los dedos siempre han hecho mejor es precisamente revelar lo oculto. Lo que en el cerebro pueda ser percibido como conocimiento infuso, mágico o sobrenatural, signifique lo que signifique sobrenatural, mágico e infuso, son los dedos y sus pequeños cerebros quienes lo enseñan. Para que el cerebro de la cabeza supiese lo que era la piedra, fue necesario que los dedos la tocaran, sintiesen su aspereza, el peso y la densidad, fue necesario que se hiriesen en ella. Sólo mucho tiempo después el cerebro comprendió que de aquel pedazo de roca se podría hacer una cosa a la que llamaría puñal y una cosa a la que llamaría ídolo. El cerebro de la cabeza anduvo toda la vida retrasado con relación a las manos, e incluso en estos tiempos, cuando parece que se ha adelantado, todavía son los dedos quienes tienen que explicar las investigaciones del tacto, el estremecimiento de la epidermis al tocar el barro, la dilaceración aguda del cincel, la mordedura del ácido en la chapa, la vibración sutil de una hoja de papel extendida, la orografía de las texturas, el entramado de las fibras, el abecedario en relieve del mundo. Y los colores. Manda la verdad que se diga que el cerebro es mucho menos entendido en colores de lo que cree. Es cierto que consigue ver más o menos claramente lo que los ojos le muestran, pero la mayoría de las veces sufre lo que podríamos designar como problemas de orientación cuando llega la hora de convertir en conocimiento lo que ha visto. Gracias a la inconsciente seguridad con que el transcurso de la vida le ha dotado, pronuncia sin dudar los nombres de los colores a los que llama elementales y complementarios, pero inmediatamente se pierde perplejo, dubitativo, cuando intenta formar palabras que puedan servir de rótulos o dísticos explicativos de algo que toca lo inefable, de algo que roza lo indecible, ese color todavía no nacido del todo que, con el asentimiento, la complicidad, y a veces la sorpresa de los propios ojos, las manos y los dedos van creando y que probablemente nunca llegará a recibir su justo nombre. O tal vez ya lo tenga, pero sólo las manos lo conocen, porque compusieron la tinta como si estuvieran descomponiendo las partes constituyentes de una nota de música, porque se ensuciaron en su color y guardaron la mancha en el interior profundo de la dermis, porque sólo con ese saber invisible de los dedos se podrá alguna vez pintar la infinita tela de los sueños. Fiado en lo que los ojos creen haber visto, el cerebro de la cabeza afirma que, según la luz y las sombras, el viento y la calma, la humedad y la secura, la playa es blanca, o amarilla, o dorada, o gris, o violácea, o cualquier cosa entre esto y aquello, pero después vienen los dedos y, con un movimiento de recogida, como si estuviesen segando la cosecha, levantan del suelo todos los colores que hay en el mundo. Lo que parecía único era plural, lo que es plural lo será aún más. No es menos verdad, con todo, que en la fulguración exaltada de un solo tono, o en su modulación musical, estén presentes y vivos todos los otros, tanto los de los colores que ya tienen nombre, como los que todavía lo esperan, de la misma manera que una extensión de apariencia lisa podrá estar cubriendo, al mismo tiempo que las manifiesta, las huellas de todo lo vivido y acontecido en la historia del mundo. Toda arqueología de materiales es una arqueología humana. Lo que este barro esconde y muestra es el tránsito del ser en el tiempo y su paso por los espacios, las señales de los dedos, los arañazos de las uñas, las cenizas y los tizones de las hogueras apagadas, los huesos propios y ajenos, los caminos que eternamente se bifurcan y se van distanciando y perdiendo unos de los otros. Este grano que aflora a la superficie es una memoria, esta depresión, la marca que quedó de un cuerpo tumbado. El cerebro preguntó y pidió, la mano respondió e hizo. Marta lo dijo de otra manera, Ya le ha cogido el tranquillo.