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Enmudeció Juan, se fue con la cabeza baja, y sin diligencias de otros interesados transcurrió la velada. Al día siguiente, Jesús se despidió de los primeros amigos que había encontrado en sus dieciocho años de vida y, con el fardel lleno, dando la espalda a este mar de Genesaret, donde, o mucho se engañaba o le hizo Dios una señal, orientó al fin sus pasos hacia las montañas, camino de Nazaret. Sin embargo, quiso el destino que, al atravesar la ciudad de Magdala, se le reventase una herida del pie que tardaba en curarse, y de tal modo que parecía que la sangre no quería parar. También quiso el destino que el peligroso accidente ocurriera a la salida de Magdala, casi enfrente de la puerta de una casa que estaba alejada de las otras, como si no quisiera aproximarse a ellas, o ellas la rechazaran. Viendo que la sangre no daba muestras de restañarse, Jesús llamó, Eh, los de dentro, dijo, y acto seguido apareció una mujer en la puerta, era como si estuviera esperando que la llamasen, aunque, por un leve aire de sorpresa que se insinuó en su cara, podríamos pensar que estaba habituada a que entrasen en su casa sin llamar, lo que, si bien consideramos las cosas, tendría menos razón de ser que en cualquier otro caso, pues esta mujer es una prostituta y el respeto que debe a su profesión le manda que cierre la puerta de la casa cuando recibe a un cliente. Jesús, que estaba sentado en el suelo, comprimiendo la desatada herida, echó una mirada rápida a la mujer que se acercaba, Ayúdame, dijo, y auxiliándose de la mano que ella le tendía, consiguió ponerse pie y dar unos pasos, cojeando. No estás en situación de andar, dijo ella, entra, que te curo la herida.

Jesús no dijo ni sí ni no, el olor de la mujer lo aturdía, hasta el punto de desaparecerle, de un momento a otro, el dolor que le provocara la llaga al abrirse, y ahora, con un brazo sobre los hombros de ella, sintiendo su propia cintura ceñida por otro que evidentemente no podía ser suyo, percibió el tumulto que le traspasaba el cuerpo en todas direcciones, si no es más exacto decir sentidos, porque en ellos, o en uno que tiene ese nombre, pero que no es la vista ni el oído ni el gusto ni el olfato ni el tacto, aunque pueda llevar una parte de cada uno, ahí es donde todo iba a dar, con perdón. La mujer le ayudó a entrar en el patio, cerró la puerta y lo hizo sentarse, espera, dijo. Entró y volvió con una bacía de barro y un paño blanco, llenó de agua la bacía, mojó el paño y, arrodillándose a los pies de Jesús, sosteniendo en la palma de la mano izquierda el pie herido, lo lavó cuidadosamente, limpiándolo de tierra, ablandando la costra rota de la que salía, con la sangre, una materia amarilla, purulenta, de mal aspecto.

Dijo la mujer, No va a ser el agua lo que te cure, y Jesús dijo, Sólo te pido que me ates la herida para poder llegar a Nazaret, allí la trataré, iba a decir, Mi madre me la tratará, pero se corrigió, pues no quería aparecer ante los ojos de la mujer como un chiquillo que, por un tropezón con una piedra, se echa a llorar, Mamá, mamaíta, a la espera de la caricia, un soplo suave en el dedo ofendido, un toque dulcificante de los dedos, No es nada, hijo mío, hala, ya pasó. De aquí a Nazaret todavía tienes mucho que andar, pero, si así lo quieres, espera al menos hasta que te ponga un ungüento, dijo la mujer, y entró en casa, donde tardó un poco más que antes. Jesús dio una vuelta alrededor del patio, sorprendido porque nunca había visto nada tan limpio y ordenado. Empieza a pensar que la mujer es una prostituta, no porque tenga una especial habilidad para adivinar profesiones a primera vista, aún no hace muchos días él mismo podría haber sido identificado por el olor que trasudaba a ganado caprino, y ahora todos dirán, Es pescador, se le fue aquel olor, vino otro que no trasuda menos. La mujer huele a perfume, pero Jesús, pese a su inocencia, que no es ignorancia, pues no le habían faltado ocasiones de ver cómo procedían carneros y machos cabríos, tiene sentido de sobra para considerar que el buen olor del cuerpo no es razón suficiente para afirmar que una mujer es prostituta.

Realmente, una prostituta debería oler a lo que más frecuenta, a hombre, como el cabrero huele a cabra y el pescador a pescado, aunque, tal vez, quién sabe, esas mujeres se perfuman tanto justamente porque quieren esconder, disimular o incluso olvidar el olor a hombre. La mujer reapareció con un tarrito y venía sonriendo como si alguien, dentro de la casa, le hubiera contado una historia divertida. Jesús la veía acercarse, pero, si no lo engañaban sus ojos, ella venía muy lentamente, como ocurre a veces en sueños, la túnica se movía, ondeaba, modelando al andar el balanceo rítmico de los muslos, y el cabello negro de la mujer, suelto, danzaba sobre sus hombros como el viento hace que dancen las espigas en el trigal. no había duda, la túnica, incluso para un lego, era de prostituta, el cuerpo de bailarina, la risa de mujer liviana, Jesús, en estado de aflicción, pidió a su memoria que lo socorriese con alguna de las apropiadas máximas de su célebre homónimo y autor, Jesús, hijo de Sira, y la memoria le respondió, susurrándole discretamente, desde el otro lado del oído, Huye del encuentro con una mujer liviana para no caer en sus celadas, y después, No andes mucho con una bailarina, no sea que perezcas en sus encantos, y finalmente, Nunca te entregues a las prostitutas si no quieres perder tus haberes y perderte tú mismo, que se pierda este Jesús de ahora bien pudiera acontecer, siendo hombre y tan joven, pero en cuanto a haberes, esos ya sabemos que no corren peligro porque no los tiene, por lo que él mismo se hallará a salvo, llegada la hora, cuando la mujer, antes de cerrar el trato, le pregunte, Cuánto tienes. Preparado para todo está Jesús, por eso no le sorprende la pregunta que ella le hace mientras, colocado ahora el pie de él sobre la rodilla de ella, le cubría de ungüento la herida, Cómo te llamas, Jesús, fue la respuesta, y no dijo de Nazaret porque antes ya lo había declarado, como ella, por ser aquí donde vivía, no dijo de Magdala, cuando, al preguntarle él a su vez el nombre, respondió que María.

Con tantos movimientos y observaciones, acabó María de Magdala de vendar el dolorido pie de Jesús, rematando con una sólida y pertinente atadura, Ya está, dijo ella, Cómo puedo agradecértelo, preguntó Jesús, y por primera vez sus ojos tocaron los ojos de ella, negros, brillantes como azabache, de donde fluía, como agua que sobre agua corriera, una especie de voluptuosa veladura que alcanzó de lleno el cuerpo secreto de Jesús. La mujer no respondió de inmediato, lo miraba, a su vez, como valorándolo, comprobando qué clase de hombre era, que de dineros ya se veía que no andaba bien provisto el pobre mozo, al fin dijo, Guárdame en tu recuerdo, nada más, y Jesús, No olvidaré tu bondad, y luego, llenándose de ánimo, No te olvidaré, Por qué, sonrió la mujer, Porque eres hermosa, Pues no me conociste en los tiempos de mi belleza, te conozco en la belleza de ahora. Se apagó la sonrisa de ella, Sabes quién soy, qué hago, de qué vivo, Lo sé, Sólo tuviste que mirarme y ya lo supiste todo, No sé nada, Que soy prostituta, Eso sí lo sé, Que me acuesto con los hombres por dinero, Sí, Eso es lo que te decía, que lo sabes todo de mí, Sólo sé eso. La mujer se sentó a su lado, le pasó suavemente la mano por la cabeza, le tocó la boca con la punta de los dedos, Si quieres agradecérmelo, quédate este día conmigo, No puedo, Por qué, No tengo con qué pagarte, Gran novedad esa, No te rías de mí, Tal vez no lo creas, pero más fácilmente me reiría de un hombre que llevara bien llena la bolsa, No es sólo cuestión de dinero, Qué es, entonces. Jesús se calló y volvió la cara hacia el otro lado. Ella no lo ayudó, podía haberle preguntado, Eres virgen, pero se mantuvo callada, a la espera. Se hizo un silencio tan denso y profundo que parecía que sólo los dos corazones sonaban, más fuerte y rápido el de él, el de ella inquieto con su propia agitación. Jesús dijo, Tus cabellos son como un rebaño de cabras bajando por las laderas de las montañas de Galad. La mujer sonrió y permaneció callada. Después Jesús dijo, Tus ojos son como las fuentes de Hesebon, junto a la puerta de Bat-Rabin. La mujer sonrió de nuevo, pero no habló.

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