Desesperado, odió a Ananías, por cuya culpa iba a morir, pero este mismo sentimiento, después de haberlo quemado por dentro, desapareció como vino, dejando su ser como un desierto, ahora era como si pensase, No hay salida, se equivoca, la hay y falta poco para llegar. Aunque cueste creerlo, la certeza de la muerte próxima lo calmó. Miró a su alrededor a los compañeros de martirio, caminaban serenos, algunos, sí, hundidos, pero los otros con la cabeza alta. Eran, la mayoría, fariseos. Entonces, por primera vez, recordó José a sus hijos, también tuvo un pensamiento fugaz para su mujer, pero eran tantos aquellos rostros y nombres que su desvanecida cabeza, sin dormir, sin comer, los fue dejando por el camino uno tras otro, hasta que no le quedó más que Jesús, su hijo primogénito, el primero en nacer, su último castigo.
Recordó la conversación sobre el sueño, de cómo le dijo, Ni tú puedes hacerme todas las preguntas, ni yo puedo darte todas las respuestas, ahora llegaba el final del tiempo de responder y preguntar.
Fuera de la ciudad, en una pequeña loma que la dominaba, estaban clavados verticalmente, en filas de ocho, cuarenta grandes palos, suficientemente gruesos como para aguantar a un hombre.
Bajo cada uno de ellos, en el suelo, una traviesa larga, lo bastante para recibir a un hombre con los brazos abiertos. A la vista de los instrumentos de suplicio, algunos de los condenados intentaron escaparse, pero los soldados sabían su oficio, espada en mano les cortaron el paso, uno de los rebeldes intentó clavarse en la espada, pero sin resultado, que luego fue arrastrado a la primera cruz. Comenzó entonces el minucioso trabajo de clavar a los condenados cada uno en su travesero, e izarlos a la gran estaca vertical. Se oían por todo el campo gritos y gemidos, la gente de Séforis lloraba ante el triste espectáculo al que, para escarmiento, la obligaban a asistir. poco a poco se fueron formando las cruces, cada una con su hombre colgado, con las piernas encogidas, como fue dicho ya, nos preguntamos por qué, tal vez por una orden de Roma con vistas a racionalizar el trabajo y economizar material, cualquiera puede observar, hasta sin experiencia de crucifixiones, que la cruz, siendo para hombre completo, no reducido, tendría que ser alta, luego mayor gasto de madera, mayor peso que transportar, mayores dificultades de manejo, añadiéndose además la circunstancia, provechosa para los condenados, de que, quedándoles los pies al ras del suelo, fácilmente podían ser desenclavados, sin necesidad de escaleras de mano, pasando directamente, por así decirlo, de los brazos de la cruz a los de la familia, si la tenían, o de los enterradores de oficio, que no los dejarían allí abandonados. José fue el último en ser crucificado, le tocó así, y tuvo que asistir, uno tras otro, al tormento de sus treinta y nueve desconocidos compañeros y, cuando le llegó la vez, abandonada ya toda esperanza, no tuvo fuerza ni para repetir sus protestas de inocencia, quizá perdió la oportunidad de salvarse cuando el soldado que manejaba el martillo le dijo al sargento, {éste es el que decía que era inocente, el sargento dudó un momento, exactamente el instante en que José podría haber gritado, Soy inocente, pero no, se calló, desistió, entonces el sargento miró, pensaría quizá que la precisión simétrica sufriría si no se usaba la última crux, que cuarenta es número redondo y perfecto hizo un gesto, fueron hincados los clavos, José gritó y continuó gritando, luego lo levantaron en peso, colgado de las muñecas atravesadas por los hierros, y luego más gritos, el clavo largo que perforaba sus calcáneos, oh Dios mío, éste es el hombre que creaste, alabado seas, ya que no es lícito maldecirte. De repente, como si alguien hubiera dado la señal, los habitantes de Séforis rompieron en un clamor afligido, pero no era de duelo por los condenados, en toda la ciudad estallaban incendios, las llamas, rugiendo, como un rastro de fuego griego, devoraban las casas de los habitantes, los edificios públicos, los árboles de los patios interiores.
Indiferentes al fuego, que otros soldados andaban atizando por la ciudad, cuatro soldados del pelotón de ejecución recorrían las filas de los supliciados, partiéndoles metódicamente las tibias con unas barras de hierro. Séforis ardió por completo, de punta a punta, mientras, uno tras otro, los crucificados iban muriendo. El carpintero llamado José, hijo de Heli, era un hombre joven, en la flor de la vida, acababa de cumplir treinta y tres años.
Cuando acabe esta guerra, y no tardará, que la estamos viendo en sus últimos y fatales estertores, se hará el recuento final de los que en ella perdieron la vida, tantos aquí, tantos allá, unos más cerca, otros más lejos y, si es cierto que con el correr del tiempo, el número de los que fueron muertos en emboscadas o batallas campales acabó perdiendo importancia u olvidándose del todo, los crucificados, unos dos mil según las estadísticas más fiables, permanecerán en la memoria de las gentes de Judea y de Galilea, hasta el punto de que se hablará de ellos bastantes años después, cuando nueva sangre sea derramada en una nueva guerra. Dos mil crucificados es mucho hombre muerto, pero más serían si los imaginamos plantados a intervalos de un kilómetro a lo largo de un camino, o rodeando, es un ejemplo, el país que ha de llamarse Portugal, cuya dimensión, en su periferia, anda más o menos por ahí. Entre el río Jordán y el mar lloran las viudas y los huérfanos, es una antigua costumbre suya, para eso son viudas y huérfanos, para llorar, después todo se reduce a esperar el tiempo de que los niños crezcan y vayan a una guerra nueva, otras viudas y otros huérfanos vendrán a relevarlos, y si mientras tanto han cambiado las modas, si el luto, de blanco, pasó a ser negro, o viceversa, si sobre el pelo, que se arrancaba a manojos, se pone ahora una mantilla bordada, las lágrimas son las mismas, cuando se sienten.
María aún no llora, pero en su alma lleva ya un presentimiento de muerte, pues su marido no ha vuelto a casa y en Nazaret se dice que Séforis fue quemada y que hay hombres crucificados.
Acompañada de su hijo primogénito, María repite el camino que José hizo ayer, con toda probabilidad, en un punto o en otro, posa los pies en la huella de las sandalias del marido, no es tiempo de lluvias, el viento es sólo una brisa suave que apenas roza el suelo, pero ya las huellas de José son como vestigios de un antiguo animal que hubiera habitado estos parajes en una extinta era, decimos, Fue ayer, y es lo mismo que si dijéramos, Fue hace mil años, el tiempo no es una cuerda que se pueda medir nudo a nudo, el tiempo es una superficie oblicua y ondulante que sólo la memoria es capaz de hacer que se mueva y aproxime. Con María y Jesús van moradores de Nazaret, algunos impulsados por la caridad, otros son curiosos, van también algunos vagos parientes de Ananías, pero esos volverán a sus casas con las dudas con que de ellas salieron, como no lo han encontrado muerto, bien puede ser que esté vivo, no se les ocurrió buscar entre los escombros del almacén, aunque de habérseles ocurrido, quién sabe si habrían reconocido a su muerto entre los muertos, todos el mismo carbón. Cuando, en medio del camino, estos nazarenos se cruzaron con una compañía de soldados enviada a su aldea para buscar huidos, algunos se volvieron atrás preocupados por la suerte de sus haberes, que nunca se puede prever lo que harán los soldados una vez que, habiendo llamado a la puerta de una casa, nadie les responde desde dentro. Quiso saber el comandante de la fuerza para qué iba a Séforis aquel tropel de rústicos, le respondieron, A ver el fuego, explicación que satisfizo al militar, pues desde la aurora del mundo siempre los incendios atrajeron a los hombres, hay incluso quien diga que se trata de una especie de llamada interior, inconsciente, una reminiscencia del fuego original, como si las cenizas pudieran tener memoria de lo que quemaron, justificándose así, según la tesis, la expresión fascinada con que contemplamos hasta la simple hoguera que nos calienta o la luz de una vela en la oscuridad del cuarto. Si fuéramos tan imprudentes, o tan osados, como las mariposas, polillas y otros animalillos alados y nos lanzásemos al fuego, todos nosotros, la especie humana en peso, quizá una combustión así de inmensa, una claridad tal, atravesando los párpados cerrados de Dios, lo despertara de su letárgico sueño, demasiado tarde para conocernos, es cierto, pero a tiempo de ver el principio de la nada, ahora que habíamos desaparecido. María, aunque con una casa llena de hijos dejados sin protección, no volvió atrás, va relativamente tranquila, pues no todos los días entran adrede soldados en una aldea para matar niños, sin contar con que estos romanos, por lo general, no sólo les permiten vivir sino que incluso les animan a crecer todo lo que puedan, luego ya veremos, depende de tener dócil el corazón y al día los impuestos. Se quedaron solos en el camino la madre y el hijo, los de la familia de Ananías, por ser media docena y venir de conversación, se fueron rezagando, y como María y Jesús no tendrían para decirse más que palabras de inquietud, el resultado es que cada uno de ellos va callado por no afligir al otro, es extraño el silencio que parece cubrirlo todo, no se oye cantar aves, el viento se detuvo, sólo el rumor de los pasos, y hasta éste se retrae, intimiadado, como un intruso de buena fe que entra en una casa desierta. Séforis apareció de repente en el último recodo del camino, todavía están ardiendo algunas casas, tenues columnas de humo aquí y allá, paredes ennegrecidas, árboles quemados de arriba abajo, pero conservando las hojas, ahora con un color de herrumbre. De este lado, a nuestra mano derecha, las cruces.