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Durante el camino, Ananías se volvió algunas veces para mirar las piedras, por fin desaparecieron de su vista por detrás de un cerro, en ese momento José preguntó, Lo sabe ya Chua, Sí, se lo dije, Y qué dijo ella, Se quedó callada, luego me dijo que más valía que la repudiase, ahora anda llorando por los rincones, Pobrecilla, Cuando esté con su familia se olvidará de mí, y si muero volverá a olvidarme, es ley de la vida, el olvido.

Entraron en la aldea y cuando llegaron a casa del carpintero, que era la primera de las dos para quien venía por este lado, Jesús, que estaba jugando en la calle con Tiago y Judas, dijo que su madre estaba en casa del vecino. Mientras los dos hombres se alejaban, se oyó la voz de Judas, que decía en tono de autoridad, Yo soy Judas el Galileo, entonces Ananías se volvió para verlo y dijo a José, sonriendo, Ahí está mi capitán. No tuvo el carpintero tiempo de responder, porque otra voz sonó, la de Jesús, diciendo, Entonces, tu lugar no está aquí. José sintió una punzada en el corazón, era como si tales palabras le fueran dirigidas, como si el juego infantil fuera el instrumento de otra verdad, se acordó entonces de las tres piedras e intentó, pero sin saber por qué lo hacía, imaginar su vida como si ante ellas debiera, de ahora en adelante, pronunciar todas las palabras y hacer todos los actos, pero, en el instante siguiente, le entró en el corazón un sentimiento de puro terror porque comprendió que se había olvidado de Dios. En casa de Ananías se encontraron con María, que intentaba consolar a la llorosa Chua, pero el llanto se detuvo en cuanto los dos hombres entraron, no es que Chua hubiera dejado de llorar, la cuestión es que las mujeres aprendieron con la dura experiencia a tragarse las lágrimas, por eso decimos, tan pronto lloran como ríen, y no es verdad, en general están llorando por dentro. No para dentro, sino con todas las ansias en el alma y todas las lágrimas de los ojos lloró la mujer de Ananías el día que él partió. Una semana después vinieron a buscarla aquellos parientes suyos que vivían a orillas del mar. María la acompañó hasta la salida de la aldea y allí se despidieron.

Chua, entonces, ya no lloraba, pero sus ojos nunca más volverán a estar secos, que ese es el llanto que no tiene remedio, aquel fuego continuo que quema las lágrimas antes de que ellas puedan brotar y rodar por las mejillas.

Así fueron pasando los meses, las noticias de la guerra seguían llegando, unas veces buenas, otras malas, pero mientras que las noticias buenas nunca iban más allá de unas vagas alusiones a victorias que siempre resultaban pequeñas, las malas noticias, esas, ya empezaban a hablar de pesadas y sangrientas derrotas del ejército guerrillero de Judas el Galileo. Un día trajeron la noticia de que había muerto Baldad en una emboscada de guerrilla, con que los romanos le sorprendieron, volviéndose así el hechizo contra el hechicero, hubo muchos muertos, pero de Nazaret sólo aquél. Y otro día, alguien vino diciendo que había oído decir a alguien que había oído decir que Varo, el gobernador romano de Siria, se acercaba con dos legiones para acabar de una vez con aquella intolerable insurrección que llevaba ya en pie más de tres años. Esta misma manera vaga de anunciar, Ahí viene, por su imprecisión, difundía entre la gente un sentimiento insidioso de temor, como si en cualquier momento fuesen a aparecer en el recodo del camino, alzadas a la cabeza de la columna punitiva, las temibles insignias de la guerra y las siglas con que aquí se homologan y sellan todas las acciones, SPQR, el senado y el pueblo de Roma, en nombre de cosas tales, letras, libros y banderas, andan las personas matándose unas a otras, como será también el caso de otra conocida sigla, INRI, Jesús de Nazaret Rey de los Judíos, y sus secuelas, pero no nos anticipemos, dejemos que el tiempo preciso pase, por ahora, aunque causa una impresión de extrañeza saberlo y poder decirlo, como si de otro mundo estuviésemos hablando, que todavía no ha muerto nadie por su culpa. En todas partes se anuncian grandes batallas, prometiendo los de más robusta fe que no pasará este año sin que sean expulsados los romanos de la sagrada tierra de Israel, aunque tampoco faltan los que oyendo estas abundancias mueven tristemente la cabeza y empiezan a echar cuentas del desastre que se aproxima. Y así fue. Durante algunas semanas después de haber corrido la noticia del avance de las legiones de Varo, nada ocurrió, cosa que aprovecharon los guerrilleros para redoblar las acciones de flagelación de la dispersa tropa con que venían luchando, pero la razón estratégica de esa aparente inactividad no tardó en ser conocida, cuando los espías del Galileo informaron que una de las legiones se dirigía hacia el sur, en maniobra envolvente, a lo largo del río Jordán, girando después a la derecha a la altura de Jericó, para, igual que una red lanzada al agua y recogida por mano sabia, reanudar el movimiento en dirección norte, como una especie de lanzadera atrapando aquí y allá, mientras la otra legión, siguiendo un método semejante, se movía hacia el sur.

Podríamos llamarlo táctica de tenaza si no fuera más bien el movimiento concertado de dos paredes que se van aproximando y arrollando a aquellos que no pueden escapar, y que guardan para el momento final su mayor efecto, el aplastamiento. En los caminos, valles y cabezos de Judea y de Galilea, el avance de las legiones iba quedando marcado por las cruces donde morían, clavados de pies y manos, los combatientes de Judas, a los que, para rematarlos más rápidamente, les partían las tibias a golpes de maza. Los soldados entraban en las aldeas, revisaban casa por casa buscando sospechosos, que para llevar a estos hombres a la cruz no eran precisas más certezas de las que puede ofrecer, queriendo, la simple sospecha. Estos infelices, con perdón de la triste ironía, todavía tenían suerte, porque siendo crucificados por así decir a la puerta de sus casas, acudían inmediatamente los parientes a retirarlos apenas habían expirado, y entonces era un espectáculo lastimoso ver y oír los llantos de las madres, de las esposas y de las novias, los gritos de los pobres niños que se quedaban sin padre, mientras el pobre martirizado era bajado de la cruz con mil cautelas, pues nada hay más horripilante que la caída desamparada de un cuerpo muerto, tanto que hasta a los propios vivos parece dolerles el choque. Después, el crucificado era transportado a la tumba, donde quedaba a la espera del día de su resurrección. Pero otros había que, capturados en combate en las montañas o en otros sitios deshabitados, eran abandonados todavía vivos por los soldados y, ahora sí, en el más absoluto de los desiertos, el de la muerte solitaria, allí se quedaban, cocidos lentamente por el sol, expuestos a las aves carroñeras, y, pasado el tiempo, se les desgarraban las carnes y los huesos, reducidos a un mísero despojo sin forma que la propia alma rechazaba.

Gentes curiosas, si no escépticas, ya en otras ocasiones convocadas a contrariar el sentimiento de resignación con que en general son recibidas las informaciones constantes de evangelios como éste, celebrarían saber cómo era posible que los romanos crucificaran a tantos judíos, sobre todo en las extensas áreas desarboladas y desérticas que por aquí abundan, donde, a lo sumo, se encuentran unos matorrales ralos y raquíticos que, decididamente, no aguantarían ni la crucifixión de un espíritu. Olvidan estas personas que el ejército romano es un ejército moderno, para el que logística e intendencia no son palabras vanas, el abastecimiento de cruces, a lo largo de toda la campaña, lo tuvieron ampliamente asegurado, véase la larguísima recua de burros y mulas que sigue a la cola de la legión, transportando las piezas sueltas, la cruz y el patibulum, el palo vertical y la viga traviesa, que, llegando al sitio conveniente, es sólo clavar los dos brazos abiertos del condenado a la traviesa, izarlo a lo alto del palo clavado en el suelo, y luego, habiéndole obligado primero a doblar las piernas hacia un lado, fijar, con un único clavo de a palmo, a la cruz, los dos calcáneos sobrepuestos. Cualquier verdugo de la legión dirá que este trabajo, aparentemente complejo, es en definitiva más difícil de explicar que de ejecutar.

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