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– ¿Para…?

– Mientras no se pueda tener en pie, no podrán fusilarlo. Tenemos que evitar que se cure demasiado rápido, ¿entiendes?

Por mi cara, Jacques adivina que todavía no entiendo el papel que me reserva; nos jugamos al palito más corto quién de nosotros tendrá que retorcerse de dolor.

Nunca he tenido suerte en el juego, y el refrán que dice que debería tenerla en el amor es idiota, ¡sé muy bien de lo que hablo!

Así que momentos después, ahí me tienes, revolcándome por el suelo y fingiendo males que no me ha costado imaginar.

Los guardias tardarán una hora antes de venir a ver quién estaba sufriendo hasta el punto de gritar como lo hacía; y mientras sigo con mis lamentos, la conversación va a buen ritmo en la celda.

– ¿Es verdad que los compañeros tienen un coche? -pregunta Claude, que no presta ninguna atención a mis talentos como actor.

– Sí, eso parece -responde Jacques.

– ¿Te das cuenta?, ellos están ahí fuera cumpliendo sus misiones en coche, y nosotros seguimos aquí como idiotas sin poder hacer nada.

– Sí, me doy cuenta -farfulla Jacques.

– ¿Crees que volveremos con ellos?

– No sé, tal vez.

– ¿Crees que nos ayudarán? -pregunta mi hermano.

– ¿Quieres decir los del exterior? -responde Jacques.

– Sí -responde Claude, casi jovial-, quizás intenten liberarnos.

– No podrán hacerlo. Con los alemanes que están en las torres de vigilancia y los guardias franceses del patio, se necesitaría un ejército para liberarnos.

Mi hermano se detiene a reflexionar, sus esperanzas se ven frustradas, así que vuelve a sentarse apoyado contra la pared y a la palidez de su cara se suma una expresión de tristeza.

– ¡Oye, Jeannot, podrías gemir un poco menos fuerte, apenas puedo oír nada! -dice para callarse después definitivamente.

Jacques mira fijamente la puerta de la celda. Se oyen pasos de botas militares sobre la crujía.

Se levanta la trampilla y aparece la cara rojiza de un guardia. Parece buscar con su mirada de dónde vienen los quejidos. La cerradura gira, y dos guardias me levantan del suelo y se me llevan afuera.

– Más vale que tengas algo grave, porque nos has molestado fuera de nuestro horario; si no, te haremos pagar caro el paseo -dice uno.

– ¡Puedes estar seguro! -añade el otro.

Pero me da igual que me den unos cuantos palos más, me llevan a ver a Enzo.

Duerme inquieto en su cama. El enfermero me hace tumbar en una camilla, cerca de Enzo. Espera a que los guardias se vayan y se gira hacia mí.

– ¿Estás fingiendo para descansar aquí unas horas o de verdad te duele algo?

Yo le señalo el vientre gesticulando y él me toca, dubitativo.

– ¿Te han quitado ya el apéndice?

– No lo creo -balbuceé, sin pensar de verdad en las consecuencias de mi respuesta.

– Déjame explicarte algo -responde el hombre en un tono seco-: si la respuesta a mi pregunta sigue siendo que no, podemos abrirte y extirparte ese apéndice inflamado. Por supuesto, eso tendría sus ventajas: cambiarías dos semanas en la celda por otros tantos días en una buena cama y disfrutarías de una comida mejor. Si tuvieras que ir a juicio, se pospondría y, si tu compañero sigue aquí cuando te despiertes, podríais incluso charlar.

El enfermero saca un paquete de cigarrillos del bolsillo de su bata, me ofrece uno y se pone otro entre los labios. Continúa en un tono más solemne:

– Desde luego, también hay inconvenientes. En primer lugar, no soy cirujano, si lo fuera no trabajaría como enfermero en la prisión de Saint-Michel. Cuidado, no digo que la operación no pueda salir bien, me sé los manuales de memoria, pero debes entender que no es como estar en manos expertas. Además, te puedes imaginar que las condiciones de higiene no son las ideales. Nunca se está a salvo de una infección y, en ese caso, tampoco puedo negarte que una mala fiebre podría acelerar tu ejecución. Bueno, me voy fuera a fumarme este cigarrillo. Mientras tanto, intenta recordar si la cicatriz que veo en la parte inferior de tu abdomen no es precisamente de una operación de apendicitis.

El enfermero salió de la habitación y me dejó solo con Enzo. Lo zarandeé suavemente y lo saqué probablemente de un sueño, porque me sonrió al abrir los ojos.

– ¿Qué estás haciendo aquí, Jeannot? ¿Te han herido?

– No, no tengo nada, sólo he venido a hacerte una visita.

Enzo se recostó en su cama y, en esta ocasión, su sonrisa no se debía a ningún sueño.

– ¡Es verdaderamente halagador! ¿Te has tomado todas estas molestias para venir a verme?

Le respondí asintiendo, porque sinceramente, estaba muy emocionado por ver a mi compañero Enzo. Y cuanto más lo miraba, más me embargaba la emoción; y también porque, además de él, veía a Marius en aquel cine, y a Rosine, a su lado, sonriéndome.

– No deberías haberte molestado, Jeannot, muy pronto podré volver a andar, casi estoy recuperado.

Bajé los ojos, no sabía cómo explicárselo.

– Vaya, no parece alegrarte mucho que esté mejorando.

– Lo cierto, Enzo, es que sería mejor que no estuvieras tan bien, ¿entiendes?

– ¡En absoluto, no!

– Escúchame: en cuanto puedas volver a caminar, te llevarán al patio para cumplir tu condena. Mientras no puedas llegar a pie al patíbulo, seguirás vivo. ¿Lo entiendes ahora?

Enzo no dijo nada. Yo me sentía avergonzado, porque mis palabras eran crudas y porque, si hubiera estado en su lugar, no me habría gustado que nadie me las dijera. Pero lo hacía por su bien y para salvarle el cuello, así que procuré sobreponerme a mi disgusto.

– No debes curarte, Enzo. El desembarco acabará llegando, debemos ganar tiempo.

Enzo apartó bruscamente la sábana para dejar la pierna al descubierto. Las cicatrices eran inmensas, pero casi se habían cerrado.

– ¿Y qué puedo hacer?

– Jacques todavía no me ha dicho nada al respecto; pero no te preocupes, hallaremos la manera. Mientras tanto, intenta fingir dolor. Si quieres te puedo enseñar cómo, he adquirido una cierta práctica.

Enzo me dijo que no me necesitaba para eso; tenía el dolor muy fresco en su memoria. Oí que el enfermero volvía, Enzo fingió volver a dormirse y yo regresé a mi camilla.

Después de una madura reflexión, preferí tranquilizar al hombre con bata; me había vuelto la memoria gracias a ese breve momento de descanso; y estaba casi seguro de que ya me habían operado de apendicitis a los cinco años. De todos modos, el dolor había remitido y podía volver a la celda. El enfermero me metió algunas pastillas de azufre en el bolsillo para que pudiéramos encender nuestros cigarrillos. A los guardias que me llevaban de vuelta les dijo que habían hecho bien en llevarme allí, porque tenía un principio de oclusión que podría haber acabado mal, y que, si no hubiera sido por su intervención, habría podido incluso morir.

Al más cretino de los dos, que se atrevió a remarcarme que me había salvado la vida, tuve que darle las gracias, y esas palabras todavía me queman en la boca; pero cuando pienso que lo hice para salvar a Enzo, el fuego se apaga.

***

De regreso a la celda, doy las noticias de Enzo, y, por primera vez, veo a personas entristecerse porque su amigo se cura; eso nos recuerda la época absurda que vivimos, en la que la vida ha perdido toda su lógica y el mundo está patas arriba.

Andando de un lado a otro, con los brazos cruzados a la espalda, todos intentábamos encontrar una forma de salvar a nuestro compañero.

– De hecho -dije aventurándome un poco-, simplemente hay que encontrar un medio de que las cicatrices no se acaben de cerrar.

– Gracias, Jeannot -gruñe Jacques-, ¡hasta ahí, todos estamos de acuerdo contigo!

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