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– Permítame preguntarle, señor mío… Es muy urgente, -pronunció al fin con impaciencia.

– Ahora mismo, ahora mismo… Son dos rublos con cuarenta y tres kopecs. Enseguida le atiendo. Un rublo con sesenta y cuatro kopecs -decía el empleado canoso arrojándoles a viejucas y porteros sus respectivos recibos a la cara-. ¿Deseaba usted? -preguntó al fin dirigiéndose a Kovaliov.

– Pues, quisiera… -contestó Kovaliov-. He sido víctima de una extorsión o de una superchería…, no podría decirlo a ciencia cierta hasta este momento… Sólo quisiera anunciar que quien me traiga a ese canalla será cumplidamente recompensado.

– ¿Su apellido, por favor?

– ¿Mi apellido? ¡No! ¿Para qué? No puedo decirlo. ¡Con tantas amistades como tengo! La señora Chejtariova, esposa de un consejero de Estado… Palagueia Grigórievna Podtóchina, casada con un oficial superior… ¿Y si se enteraran de pronto? ¡Dios me libre! Puede usted poner, sencillamente, un asesor colegiado o, mejor todavía, un caballero con el grado de mayor.

– Y el que se le ha escapado, ¿era siervo suyo?

– ¿Quién habla de un siervo? Eso no sería una granujada muy grande. Lo que se me ha escapado es… la nariz…

– ¡Hum! ¡Qué apellido tan raro! ¿Y le ha estafado mucho ese señor?

– No me ha entendido usted. Cuando digo nariz, no me refiero a un apellido, sino a mi propia nariz, que ha desaparecido sin dejar rastro. ¡Alguna jugarreta del demonio!

– Pero, ¿de qué modo ha desaparecido? No acabo de hacerme cargo.

– Tampoco podría decir yo de qué modo ha desaparecido; pero lo esencial es que ahora anda de un lado para otro por la ciudad y se hace pasar por consejero de Estado. Por eso le ruego poner el anuncio: para que quien le eche mano me la traiga inmediatamente, sin dilación alguna. Hágase usted cargo: ¿cómo me las voy a arreglar sin un apéndice tan visible? Porque no se trata de un simple meñique del pie, por ejemplo, que va metido dentro de la bota y nadie advierte su falta. Yo suelo ir los jueves a casa de la señora Chejtariova, esposa de un consejero de Estado. También me distinguen con su amistad Palagueia Grigórievna Podtóchina, casada con un oficial de Estado Mayor, y su hija, que es un encanto. Conque, dígame usted qué hago yo ahora. No puedo presentarme a ellas de ninguna manera.

El empleado se puso a cavilar, lo que podía colegirse por el modo de apretar los labios.

– Pues, no. No puedo insertar ese anuncio -dictaminó al fin, después de un largo silencio.

– ¿Cómo? ¿Por qué no?

– Porque podría desprestigiar a un periódico. Si ahora se pone a escribir la gente que se le ha escapado la nariz, pues… Demasiado se murmura ya de que publicamos muchos disparates y bulos.

– ¿Y por qué es esto un disparate? Me parece que no tiene nada de particular.

– Eso se lo parece a usted. Bueno, pues mire: la semana pasada ocurrió algo por el estilo. Se presentó un funcionario, de la misma manera que se ha presentado usted ahora, con una nota que le salió por dos rublos y setenta y tres kopecs, anunciando en todo y por todo que se había escapado un perro de aguas de pelo negro. Al parecer, nada de particular, ¿verdad? Pues resultó un embrollo: se trata del cajero de no recuerdo qué establecimiento.

– Pero el anuncio que yo le traigo no se refiere a ningún perro, sino a mi propia nariz, cosa que equivale casi a mi propia persona.

– No. Yo no puedo insertar en modo alguno un anuncio así.

– Pero, ¡si es verdad que se ha extraviado mi nariz!

– Entonces, eso es cosa de los médicos. Los hay, según cuentan, que son capaces de ponerle a la gente la nariz que quiera. Pero, estoy viendo que es usted un hombre de buen humor y amigo de gastar bromas.

– ¡Por Dios santo, le juro que es verdad! En fin, si hasta aquí hemos llegado, ahora verá usted mismo…

– ¿Para qué se va a molestar? -protestó el empleado tomando un poco de rapé-. Aunque, si no le hace extorsión -añadió, picado ya por la curiosidad-, me gustaría verlo.

El asesor colegiado retiró el pañuelo de su rostro.

– Es rarísimo, efectivamente -opinó el empleado-. Tiene el sitio de la nariz tan liso como la palma de la mano. Sí, sí, increíblemente liso…

– ¿Seguirá discutiendo ahora? Ya lo está viendo: no hay más remedio que publicarlo. Le quedaré especialmente agradecido, y celebro que este suceso me haya proporcionado el placer de conocerle…

Como puede verse, el mayor llegó incluso a rebajarse un poco en esta ocasión.

– Claro que publicarlo no cuesta ningún trabajo -dijo el empleado-, aunque no veo que saque provecho alguno de ello. Si tanto interés tiene, cuéntele el caso a alguien que tenga la pluma fácil para que lo describa como un fenómeno de la naturaleza y lo publique en La abeja del Norte -aquí sorbió otro poco de tabaco- para instrucción de la juventud -aquí se limpió la nariz- o simplemente como un hecho curioso.

El asesor colegiado estaba totalmente apabullado. Bajó los ojos, que tropezaron con la cartelera de espectáculos al pie de un periódico. Iba a sonreír al leer el nombre de una encantadora actriz y echaba ya mano al bolsillo para comprobar si llevaba algún billete de cinco rublos, pues los oficiales superiores, en opinión de Kovaliov, debían sentarse en el patio de butacas, cuando el recuerdo de la nariz echó por tierra toda su alegría.

Al propio empleado pareció afectarle la situación peliaguda de Kovaliov. Y creyó oportuno mitigar un poco su pesar con algunas palabras de simpatía.

– En verdad lamento mucho el percance que le ha sucedido. ¿No quiere usted tomar un poco de rapé? Disipa los dolores de cabeza y los disgustos. Incluso va bien para las hemorroides.

Con estas palabras, el empleado presentó a Kovaliov su tabaquera escamoteando con bastante agilidad la tapa que representaba a una señora con sombrero.

Esta acción impremeditada sacó de sus casillas a Kovaliov.

– No comprendo cómo se le ocurren esas bromas -dijo irritado-. ¿No está viendo que me falta, precisamente, lo necesario para aspirar el rapé? ¡Al diablo con su tabaco! Ahora no puedo ni verlo, aunque me lo ofreciera de la mejor marca y no esa porquería que fabrica Berezin.

Dicho lo cual, salió profundamente contrariado de la oficina de publicidad para dirigirse a casa del comisario de policía; hombre muy aficionado al azúcar. En el recibidor, que hacía las veces de comedor, había gran cantidad de pilones de azúcar, amistosa ofrenda de los comerciantes. La sirvienta estaba quitándole al comisario las botas altas de reglamento; la espada y demás atributos guerreros pendían ya pacíficamente en sus rincones; el imponente tricornio había pasado a manos del hijo del comisario, un niño de tres años, y el propio comisario se disponía, después del batallar cotidiano, a gozar de una calma deliciosa.

Kovaliov se presentó cuando el comisario decía, entre un desperezo y un resoplido: «¡Vaya dos horitas de siesta que me voy a echar!» De lo cual podía colegirse que la llegada del mayor era totalmente intempestiva. Y no creo que le hubiera recibido con excesiva afabilidad aun trayéndole en ese momento unas libras de té o una pieza de paño. El comisario era gran amante de todas las artes y los productos manufacturados, aunque por encima de todo prefería los billetes de banco. «Esto sí que es bueno -solía decir-. No hay nada mejor. No piden de comer, ocupan tan poco sitio que siempre caben en el bolsillo y si se caen, no se rompen.»

El comisario dispensó a Kovaliov una acogida bastante fría y dijo que después de comer no era el momento de realizar investigaciones, que era mandato de la propia naturaleza descansar un poco después de alimentarse suficientemente (de lo cual pudo deducir el asesor colegiado que el comisario no ignoraba las sentencias de los sabios de la Antigüedad), que a ninguna persona de orden le arrancan la nariz y que anda por el mundo buen número de mayores de toda calaña que ni siquiera tienen ropa interior decente y frecuentan lugares poco recomendables.

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