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– ¡Dios la ha enviado! ¡Gracias!

No supe qué decir. Pero hubiera deseado que, de pronto, hubiera empezado a sonar el órgano triunfalmente. Comprendí que había logrado todo cuanto anhelaba y que había salvado para siempre a aquel joven.

En cuanto salimos de la iglesia nos cegó la violenta luz del día de mayo. Jamás me había parecido más bella la vida. Estuvimos aun paseando por espacio de dos horas en coche por el pintoresco camino sobre la cornisa rica en panoramas y que, a cada recodo; ofrece nuevos y encantadores aspectos. Permanecíamos silenciosos. Al cabo de tales momentos de exaltación sentimental una sola palabra nos parecía vana. Y cuando por casualidad mis miradas tropezaban con las suyas, entonces, ruborizada, volvía la cabeza. Me emocionaba con exceso el espectáculo de aquel milagro. A eso de las cinco de!a tarde regresamos a Montecarlo. 'Yo tenía una cita con unos parientes, a la cual no podía faltar. Sentía, por otra parte, en lo más intimo de mi ser, ¡a necesidad de una pausa, de un reposo, que me aliviara de la tensión sentimental con tanta violencia provocada. Había en mí excesiva felicidad. Por lo tanto' me era necesario calmar una sobreexcitación que jamás hasta entonces había conocido en mi vida. Rogué a mi acompañante que subiera conmigo a mi habitación del hotel. Allí deposité en sus manos el dinero para el viaje y para que rescatara las joyas. Convinimos en que él compraría el pasaje mientras yo efectuaba la consabida visita a mis parientes. Después, por la noche, nos reuniríamos en el hall de la estación media hora antes de la partida del tren de Génova, que lo conduciría a su casa.

Pero, en el momento preciso de entregarle yo los cinco billetes, sus labios se pusieron intensamente pálidos:

– ¡No… nada de dinero!… ¡Se lo ruego!… ¡Nada de dinero!… -exclamó entre dientes, temblándole las manos-. No, no… dinero no… no quiero, no puedo verlo -repitió de nuevo, con vivo sentimiento de angustia y de repugnancia. Yo, empero, acallé sus escrúpulos diciéndole que sólo se trataba de un préstamo y que si le parecía bien, podía firmarme un recibo.

– Sí, sí… un recibo -exclamó volviendo la vista a un lado, mientras tomaba los billetes, que arrugó como algo despreciable. Luego trazó rápidamente sobre un papel algunas palabras.

Al levantar la mirada tenía la frente toda cubierta por un sudor ardiente. Algo que pugnaba por salir al exterior debía anudarle la garganta; y, después de haberme entregado aquel papel, bruscamente., con gran alarma de mi parte, se arrodilló y besó el borde de mi vestido. Fue un gesto indescriptible. Yo temblaba. Un extraño terror se apoderó de mí, me sentí tremendamente turbada y sólo atiné a murmurar: -Soy sensible de su gratitud. Pero ahora, ¡márchese!

Por la noche, al sonar las siete, nos despedíamos en el andén de la estación. Fijó en mí sus ojos, visiblemente emocionado. Por unos instantes pensé que quería confiarme algo., por un momento me figuré que iba a abrazarme. Mas, luego, de pronto, se inclinó de nuevo profundamente, muy profundamente, y abandonó la estancia.

Nuevamente interrumpió la señora C. su relato. Se había!evantado y, aproximándose a la ventana, contempló el exterior y así permaneció largo rato. Vuelta de espaldas, en su silueta proyectada sobre la ventana adiviné un ligero temblor. Mas volvióse resueltamente y las finas manos, hasta entonces tranquilas, hicieron un movimiento enérgico, corno si quisieran romper algo. Luego me miró con dureza, casi desafiándome, y empezó otra vez, decidida:

– He prometido ser con usted absolutamente leal y sincera. Ahora es cuando comprendo cuán necesaria es esta promesa. Porque sólo ahora, en este momento en que me esfuerzo por vez primera para explicar ordenadamente el curso de aquellas horas y en encontrar las palabras exactas que expresan un sentimiento que en tales circunstancias me pareció confuso v embrollado, ahora es cuando comprendo, por vez primera, con absoluta claridad, lo que entonces no sabía o me empeñé en ignorar. Por eso quiero decirme a mí misma y confesarle a usted toda la verdad, de una manera franca y decidida.

En los segundos en que el joven abandonó la habitación y me quedé sola, algo semejante a un sordo vahido se apoderó de mí. Tuve la sensación de haber recibido en el corazón un rudo golpe. Algo me había hecho daño; mas no sabía o me resistía a saber por cuáles motivos la conmovedora conducta respetuosa de mi protegído habíame herido hasta el extremo.

Mas ahora, al esforzarme con orden perfecto y con severidad al inquirir en mi, como en una persona extraña, lo que entonces ocurriera, y al hacerlo en presencia de un testigo que no tolera ninguna ocultación ni el escamoteo furtivo y cobarde de un sentimiento que pudiera avergonzarme, ahora reconozco claramente que lo que me lastimó en lo más vivo fue el desencanto… el desencanto de que el joven hubiese partido con tanta facilidad, sin manifestar ninguna resistencia, así, sin el menor deseo de permanecer a m¡ lado; que él, tan humilde y respetuoso, se conformara con alejarse de mí a la primera insinuación… en vez de… en vez de llevarme consigo…; que me respetara, en fin, cual si fuera una santa aparecida en su camino y, en cambio, no viera en mí a la mujer, toda emoción y deseo.

Esto significó para mí aquel desencanto, desencanto que no me confesé ni entonces ni más tarde. Mas la intuición de una mujer lo adivina todo sin necesidad de palabras, casi inconscientemente. Porque… ya no me engaño: si aquel hombre me hubiera abrazado y pedido que le siguiera hasta el fin del mundo, no habría vacilado un segundo en deshonrar mi nombre y el de mis hijos; hubiera partido con él, despreciando la opinión de todas mis amistades e indiferente a todas las conveniencias sociales… hubiera partido con él, ni más ni menos cual acaba de hacerlo madame Henriette con el joven francés a quien e! día antes no conocía aún… y no hubiera preguntado hacia dónde ni por cuánto tiempo, ni hubiese dirigido ni siquiera una sola mirada sobre mi pasada existencia… Mi fortuna, mi honor, mi reputación, todo lo que poseo, lo hubiera sacrificado por aquel hombre… Inclusive. me hubiera prestado a implorar limosna y posiblemente no existe bajeza en el mundo que no hubiera perpetrado por él. Todo cuanto consideramos pudor o respetabílidad entre!os hombres, lo habría arrojado lejos de mí si él nada más que con una palabra, con un solo gesto, hubiera intentado llevarme… iA tal punto me sentía seducida por él en aquellos instantes! Pero, como dite antes, él no vio en mí a la mujer… mientras yo, arda por él con enloquecida intensidad. esto lo comprobé por vez primera en cuanto me hallé sola, cuando la pasión que provocara en mí su faz iluminada y su rostro angelical se abatió obscuramente en el vacío, haciendo latir en medio de la soledad un pecho abandonado.

Poco más tarde; realizando un gran esfuerzo, me levanté para concurrir a la reunión de mis parientes. Fue corno si me hubieran echado un plúmbeo manto sobre mis hombros y temblase bajo su peso. Mis ideas vacilaban al igual de mis pasos, cuando al fin decidí ir al otro hotel donde se hospedaban mis amigos. Embargada por la tristeza permanecí en medio de la animada charla de todos; y cada vez que por casualidad levantaba la mirada y veía sus rígidos rostros, los cuales, comparados con el del joven, siempre agitado y móvil como el vagar de las nubes, producíanme un nuevo estremecimiento, me figuraba el efecto de máscaras de hielo y sentía estar entre cadáveres dotados de palabras, tan opaca e inanimada, resultaba aquella reunión. Mientras conversaba o echaba azúcar en mi taza, veía constantemente aquel rostro cuya contemplación tanto me apasionaba y que -¡me horrorizaba el pensarlo!- vería por última vez dentro de dos horas.

Sin duda, inadvertidamente, debí exhalar un leve suspiro o algún gemido, pues al instante vi inclinarse hacia mí a la prima de mi marido que me preguntó si me hallaba indispuesta, ya que estaba pálida y abatida. Esta inesperada pregunta me brindó un motivo para excusarme y abandonar la reunión. Sentía, en efecto, una fuerte jaqueca y logré salir de allí sin extrañeza de nadie.

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