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Mas no quiero hablar de eso, no puedo ni debo describirlo. Sólo mencionaré aquel inconcebible minuto de mi despertar, por la mañana. Salí de un sueño de plomo, de las profundidades de una noche que nunca hubiera sospechado. Mucho demoré en abrir los ojos; cuando lo hice, lo primero que vi fue, sobre mi cabeza, un techo que me era totalmente desconocido; después, deslizando la mirada, una habitación odiosa, repelente, fea, extraña, en la que, al punto no pude recordar cómo había entrado. Primeramente, intenté persuadirme de que aquello era aún un sueño, un sueño más claro y transparente que aquel otro, denso y confuso, del que acababa de salir… Pero por las ventanas penetraba la luz del sol, una luz matutina, diáfana, absolutamente real. De la calle llegaba el rumor de los coches y de los tranvías, el ruido de la gente. No soñaba, no; sino que estaba despierta del todo. Me incorporé en el lecho, y entonces… al volver la mirada a un lado… jamás llegaré a describir mi terror, entonces vi, a mi lado, a un hombre extraño, desconocido absolutamente; un hombre medio desnudo, del que nada recordaba.

Nunca; aquel estado de terror, lo sé, no puede describirse. Fue tal la impresión recibida, que me desplomé sin fuerzas. Pero aquella súbita postración no fue tal como la hubiera deseado. Al contrario. Conservando una perfecta lucidez, recordé en un instante todo; y todo me pareció inexplicable. Ante la repugnancia y la vergüenza de verme junto a un hombre desconocido, en el lecho extraño de un hotel sospechoso, no experimenté más que un deseo: el de morir. Recuerdo perfectamente que mi corazón cesó de palpitar, que mi respiración se paralizó cual si fuera a extinguirse mi existencia; y mi conciencia, esa conciencia lúcida, que lo concibe todo y nada comprende…

Jamás sabré qué tiempo permanecí en aquella situación, con todos mis miembros helados. Los muertos deben de yacer en sus ataúdes con análoga rigidez. Yo, únicamente sé que supliqué a Dios que interpusiera cualquier poder celestial para que aquello no fuera real, no fuera verdadero. Pero mis sentidos superagudizados no me permitían engañarme: escuchaba a los que hablaban en el cuarto inmediato; oí correr el agua; afuera, en el corredor, escuchaba pisadas; y cada uno de estos ruidos me convencía en forma inexorable de que me hallaba cruelmente despierta. No puedo saber cuánto duró tan terrible estado; tales instantes no pueden medirse con las vulgares medidas de nuestra existencia corriente. Pero, de pronto, me asaltó otro temor: el horrible temor de que aquel desconocido, cuyo nombre y dirección en absoluto ignoraba, despertara y me hablase. No quedaba sino un recurso: vestirme y huir antes de que despertase. No ser vista nunca más por él, no cruzar con él ni una sola palabra más. ¡Partir a tiempo, lejos, lejos, lejos! Retornar a mi vida. a mi hotel; y luego tomar el primer aren y escapar para siempre de aquella ciudad maldita, de aquel país. No tropezar nunca más con aquel individuo; no verlo más, no tener a mi lado a ningún testigo, ningún delator, ningún cómplice… Esta idea me arrancó de mi postración, sigilosamente, deslizándome furtivamente, como una malhechora, avanzando palmo a palmo para no hacer ruido, salté del lecho y tomé mis ropas. Me vestí temblando, temerosa de que se despertara… Pronto estuve lista para partir… Sólo faltaba el sombrero, que se hallaba al otro lado, a los pies de la cama. Al dirigirme allí, de puntillas, no pude resistir la tentación; tuve que dirigir una mirada al rostro de aquel hombre desconocido que había venido a interponerse en el camino de mi vida como una piedra caída desde lo alto. Quería solamente dirigirle una simple mirada, pero… ¡qué extraño!, el joven que allí estaba, durmiendo, érame realmente desconocido. En el primer momento no logré reconocer el rostro de la noche anterior. Pues los rasgos crispados, tumefactos y tirantes del individuo, mortalmente excitados de la víspera, habían desaparecido enteramente… El hombre que allí dormía mostraba un rostro diferente, infantil, pueril, radiante de pureza y serenidad. Los labios que estaban anoche convulsos y apretados contra los dientes, soñaban hoy tiernamente abiertos, dibujando casi una sonrisa; el cabello sobre la tersa frente y una suave ondulación comunicaba el tranquilo respirar del pecho al cuerpo en total reposo.

Es posible que recuerde usted que le dije que nunca había visto en un hombre tal expresión de avidez y de pasión tan intensa, tan desmesuradamente execrable como en aquel desconocido descubierto en la mesa de juego. Pues le diré, además, que nunca, ni en los niños de pecho, que, cuando duermen, sonríen con una expresión de gozo angelical, nunca había visto una expresión de tan pura serenidad, de sueño realmente tan venturoso. En el rostro aquel adquirían forma exterior, con maravillosa plasticidad, todos los sentimientos. En aquel instante asistía a un alejamiento paradisíaco de todas las pesadumbres íntimas, a la liberación, a la salvacíón de un espíritu. Ante aquel espectáculo sorprendente, parecióme que, cual un manto negro y pesado, desprendíase de mi cuerpo toda la angustia, todo el temor. Y dejé de sentirme avergonzada, experimentando casi una sensación de júbilo. Súbitamente, lo que ofrecía de horrible y de inconcebible aquella situación mostró para mí un sentido y una razón de ser. Me sentí contenta y orgullosa, pensando que aquel hombre joven, bello, delicado, que sereno y silencioso allí dormía, como una flor, quizá sin mi abnegada intervención, hubiera sido encontrado entre las rocas, con el rostro partido, bañado en sangre, destrozado, sin vida y con los ojos espantosamente abiertos. Yo lo había salvado. Y ahora -no puedo manifestarlo de otro modo- contemplaba maternalmente a aquel muchacho dormido, a quien de nuevo -¡con dolor, como a mis propios hijos!- había dado el ser.

Y dentro de aquella habitación sucia y maloliente, en aquel hotelucho repugnante, grasiento y turbio, tuve la impresión -le parecerá ridículo lo que voy a decir- de que me hallaba en el interior de un templo, bajo el efecto de una emoción beatífica y santa. De los instantes más angustiosos de mi vida nació otro, fraternalmente intenso: un momento más emotivo y luminoso.

¿Me moví demasiado? ¿Habría hablado sin darme cuenta? No lo sé. El joven abrió los ojos de repente, mostrándose asombrado. Como yo, parecía salir de un inmenso y tenebroso abismo. Retrocedí aterrada. Su mirada atentamente recorría aquella habitación extraña; luego descubrió, maravillado, mi presencia. Mas, antes que hablara o hubiera llegado a recordar, logré dominar mi emoción. Tenía que impedir que dijera una palabra o hiciera alguna confidencia. Nada de lo del día anterior o de la pasada noche tenía que reproducirse, comentarse o ponerse en claro.

– Debo marcharme -le dije rápidamente-. Quédese usted aquí y vístase. A las doce me reuniré con usted en la puerta del Casino; yo me ocuparé de todo.

Y antes de que pudiera responder, salí, esta vez, para no ver jamás aquella habitación; hui corriendo, sin volver la cabeza, abandoné el hotel cuyo nombre ignoraba, exactamente como ignoraba el del hombre aquel con quien había pasado la noche.

La señora C. hizo una nueva pausa cortando por unos instantes su relato; de su voz había desaparecido toda huella de excitación y sufrimiento; cual un vehículo que lucha afanosamente para escalar una pendiente y fuego, una vez en lo alto, rueda, fácil y ligero, así avanzaba, con las palabras libres de toda pesadumbre, su curioso relato:

– Perfectamente; marché a toda prisa a mi hotel, a través de las calles inundadas de luz. La tempestad había limpiado la niebla del firmamento, así como mi alma de todo sentimiento y opresión. No debe usted olvidar que, después del fallecimiento de mi esposo, había yo renunciado en absoluto a la vida. No podía tener conmigo a mis hijos, y mi estimación hacia ellos era, incluso, harto relativa. Una existencia así, sin una finalidad determinada, resulta una equivocación. Por primera vez, inesperadamente, se me presentaba una misión que cumplir: había salvado la vida a un hombre y evitado su aniquilamiento apelando a todas mis fuerzas. Sólo un pequeño detalle ahora quedaba por resolver; pero la tarea debía llevarla a cabo a su debido tiempo. Me apresuré, por lo tanto, a llegar a mi hotel. La mirada de asombro del portero al verme llegar a las nueve de la mañana resbaló por mi cuerpo. Ni el menor asomo de vergüenza ni de disgusto por lo ocurrido oprimía mi corazón. Antes bien, experimentaba como una sensación de bienestar y exuberancia que hacía circular vivamente la sangre por mis venas, cual si tornara en mí el anhelo de vivir y de pronto hubiera dado con la razón de ser de mi existencia. Ya en mi habitación, cambié rápidamente de vestido y, sin darme cuenta (no reparé en ello hasta más tarde), cambié mi ropa de luto por otra de vivos colores. Luego me dirigí al Banco en busca de dinero; corrí a la estación para informarme de la salida de los trenes, y con una decisión que a mí misma llegaba a maravillarme, me dediqué a otras diligencias y pormenores. No me quedaba por hacer nada más que ultimar la partida y alcanzar la definitiva salvación del hombre que el destino había puesto en mi camino.

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