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— Dudo mucho de que pueda caber en su equipo.

— Bien — dijo Gengis Khan —, dentro de tres minutos me tendrá ahí.

Pavlysh soltó los cinturones, se levantó del sillón, extrajo de un nicho lateral la saca del correo y se sacudió el polvo. Moverse no costaba trabajo: la gravitación en aquel planeta no pasaba de 0,5. La portezuela de la cabina de dirección se corrió a un lado y entró Gengis Khan, vistiendo un mono con calefacción y una máscara de oxígeno que le tapaba media cara. En pos suyo se introdujo un hombre alto y magro, de ojos pálidos bajo espesas cejas negras.

— Buenas — dijo Pavlysh —. Me encontraba por azar en el planetoide, cuando Spiro tuvo que desplazarse a Sentipera. Me pidió que le echase una mano. Soy el doctor Pavlysh.

— Yo me apellido Dimov — se presentó el hombre flaco —. Dimitr Dimov. Dirijo aquí la sección de nuestro instituto. Somos colegas, ¿si?

Señaló con fino y largo dedo de pianista la sierpe y el cáliz en el pecho de Pavlysh, precisamente encima de las cintas con los nombres de las naves en las que había prestado servicio.

— Vanchidorzh — presentó Dimov a Gengis Khan, y agregó al punto —: Vístase, vístase. Le estamos muy agradecidos. Siempre surgen algunas dificultades con Spiro. Es una bellísima persona, bondadoso y con muy buenas dotes administrativas. Nos costó mucho lograr que lo enviaran aquí de la Luna.

Gengis Khan, es decir, Vanchidorzh, dejó escapar un «hem», expresando así su desacuerdo con las últimas palabras del jefe. Dimov ayudó a Pavlysh a sujetar bien la máscara de oxígeno.

— Confío en que pase aquí unos días.

— Gracias — dijo Pavlysh.

Conectó la calefacción del mono y se ajustó el casco. El oxígeno afluía normalmente. El traje de Dimov le quedaba un poco estrecho, pero no se sentía incómodo. Pavlysh quiso preguntar por Marina Kim, pero se abstuvo. Cenicienta ya no lograría escapar.

Salieron a la superficie de la isla, lisa como si la hubiesen pulido. A unos cien metros, tras un vallejo, se alzaban rocas cortadas a pico. Al otro lado comenzaba el océano, y las olas rompían contra la negra orilla, levantando surtidores de blanca espuma. Pavlysh se ajustó el casco laringofónico para oír el fragor de la resaca, pero llegaba muy apagado, no respondía a la altura de las olas: los sonidos se amortiguaban en el aire enrarecido. Una nube gris semi transparente ocultó por un segundo el sol, y las sombras, antes muy acusadas y espesas, semejaron perder densidad.

Vanchidorzh se había adelantado, llevando sobre el hombro la saca con el correo. Dimov había quedado atrás: cerraba la portezuela del carguero. Vanchidorzh entró en la sombra de una roca y se disolvió en ella. Pavlysh lo siguió y viose ante una puerta metálica que se deslizaba lentamente a un lado, abriendo la entrada a una cueva.

— Pase — dijo Vanchidorzh —, si no, vamos a enfriar la cámara.

Pavlysh miró atrás. Un gran pájaro blanco descendía lento hacia Dimov, y Pavlysh estuvo a punto de gritarle: «¡Cuidado!» Pero Dimov había visto al pájaro y no se disponía a ocultarse. El pájaro describió un circulo sobre la cabeza de Dimov, que levanto la mano, como si saludara.

El pájaro tenía alas muy grandes y cuerpo pequeño densamente cubierto de plumas.

— ¿Les da usted de comer? — preguntó Pavlysh.

— Claro que sí.

Vanchidorzh tenía la desagradable costumbre de carraspear sarcásticamente. Y no se sabía si era que reía o si estaba enfadado.

Un poco más alto que el primero, apareció otro pájaro. Extendió las alas y planeó blandamente, posándose en un peñasco al lado de Dimov. El tendió la mano y le dio unas palmaditas en el cuello.

— Vamos — repitió Vanchidorzh.

El interior de la cueva era cómodo. Sus espaciosas salas habían sido convertidas en habitaciones y locales de trabajo, y Pavlysh recordó las antiguas ilustraciones a la novela de Julio Verne La isla misteriosa, a cuyos héroes gustaba trabajar cómodamente. Pavlysh pensó que en su habitación habría una ventana, abierta en el muro, por la que penetraría el aire del océano.

Dimov dijo:

— De vivienda no estamos muy bien. El mes pasado llegaron seis fisiólogos y ocuparon todos los cuartos disponibles, tendrá que vivir en la misma habitación que Van. ¿No tiene nada en contra?

Pavlysh miro a Vanchidorzh, pero este se había vuelto de cara a la pared.

— Yo, claro, no objeto. Pero, ¿no estorbaré?

— Yo paso muy poco tiempo en la habitación — dijo al punto Van.

La habitación era espaciosa, y no tenía nada que ver con las celdas que había en otras estaciones. En la roca habían practicado una alta y angosta ventana, por la que entraba la luz del sol.

— Ahí tiene su cama — dijo Van, señalando hacia un lecho de verdad, bastante ancho, cómodo, cuya cabecera era una lapida verdosa con caprichosas tallas.

— ¿Y usted? — preguntó Pavlysh. En la habitación no había otra cama.

— Ahora traigo una. No me dio tiempo. Nadie le esperaba.

— Por eso dormiré en la cama que traiga usted — dijo Pavlysh —. La hospitalidad no debe acarrear sacrificios.

Se apartó de la ventana. Todo a lo largo de una pared de la habitación había un obrador. En el yacían tablas de piedra semitransparente, rosa y verde claro. Nefrita, adivino Pavlysh. En una de las tablas se veía el esbozo de un pájaro de anchas alas. La nefrita despedía una luz cálida, reflejando la del sol. Una concha que parecía la mitad de una nuez gigantesca proyectaba en el techo irisados destellos nacarinos. Van dispuso las cartas en rimeros. Había una mesa pegada a otra pared, frente a la cama. Sobre ella podían verse varios anaqueles. En un montoncillo de microfilmes que se alzaba en el segundo anaquel se apoyaba una fotografía de Marina Kim en marco de nefrita, había sido tallado con mucho arte, y la pupila se perdía en la contemplación del historiado dibujo. Pavlysh reconoció inmediatamente a Marina, aunque en su memoria la joven vivía con la peluca blanca, que comunicaba a su semblante un algo ilógico, realzando la falta de correspondencia entre el corte de los ojos, la línea de los pómulos y los abundantes bucles blanco. El verdadero pelo de Marina era hirsuto, negro, corto.

Pavlysh se volvió hacia Van y vio que este había dejado de sortear el correo y lo estaba observando.

Se abrió la puerta y entro un hombre que vestía una bata azul y un gorro de cirujano del mismo color.

— Van — dijo el hombre —, ¿han traído el correo? ¿sí?

— ¿Qué tal van las cosas? — preguntó Van —, ¿se siente mejor?

— Las aletas son las aletas — respondió el hombre de la bata azul —. Eso no se cura en un día. ¿Qué hay del correo?

— Ahora voy — respondió Van —. Ya queda poco.

— ¿Hay algo para mi?

— Espera un instante.

— ¡Excelente! — exclamó el médico —. No esperaba de ti otra contestación. — Se acarició el corto bigote y se atuso la estrecha barba. Luego preguntó a Pavlysh —: ¿Llego en el carguero?

— Sí. En lugar de Spiro.

— Encantado, colega. ¿Por mucho tiempo? Se lo digo porque podemos encontrarle trabajo.

— Me agrada ver — dijo Pavlysh —, que, dondequiera que voy, me ofrecen trabajo en seguida, sin preguntarme siquiera que tal lo hago.

— Lo hace usted bien — replicó muy convencido el cirujano —. La intuición no nos engaña nunca. Yo me apellido Terijonski. Mi tatarabuelo era sacerdote.

— ¿Por qué debo yo saber eso?

— Me presento siempre así para evitar chanzas innecesarias. Es un apellido eclesiástico.

Pavlysh volvió a mirar la foto de Marina Kim, como si quisiera persuadirse de que no se había desvanecido. Pronto la vería. Tal vez al cabo de unos minutos. ¿Se asombraría? ¿Se acordaría del húsar Pavlysh? Claro que podía preguntar por ella a Van, pero no quería.

— Todo — dijo Van —. Vamos. ¿Viene usted con nosotros, Pavlysh?

Fueron a una espaciosa sala a la que daban luz varias ventanas abiertas en la roca. El piso estaba revestido de plástico azul. En la parte opuesta a la entrada había una larga mesa y dos hileras de sillas, y cerca de la puerta una mesa de ping pong con la red floja. Van dejo la saca sobre la mesa y, como si cumpliera un rito, fue sacando de ella montoncillos de cartas que disponía en fila.

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