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— Oye, Van, ¿en donde se encuentra la Gruta Azul?

— Van ha salido en la canoa. Seguramente habrá ido allí. Yo no sé exactamente en donde esta la gruta esa.

— ¡Ah! ¿es Pavlysh? Entonces, anota los parámetros exactos del epicentro.

Tras la ventana, Dimov se arrebujaba en su cazadora. Tenía mucho frío. El pájaro, bamboleándose, corrió torpemente a una larga mole pétrea que se adentraba en la laguna, extendió las alas y se convirtió al instante en una vela de seis metros. Antes de que hubiera llegado a la punta de la mole, el viento contrario lo elevó al aire, y, para no perder el equilibrio, batió con fuerza las alas y fue cobrando altura.

Dimov se entretuvo en el adaptador y luego abrió la escotilla, dejando entrar una nube de vapor. Trataba de dominar el temblor que lo sacudía.

— Creía que me moría — dijo —. ¡Bravo por Alan!

— ¿Por qué? — preguntó Pavlysh.

— No le gustaron las olas en aquel sector. Él tiene su teoría, que podríamos llamar gráfica. Adivina el carácter y el lugar del terremoto que se avecina por el dibujo de las olas. Para el, eso no es difícil, desde arriba se ve todo. Tiene unas discusiones de espanto con los sismólogos. Alan cree que su teoría es la panacea universal, pero ellos la consideran algo así como adivinar por los posos de café. Seguramente tienen razón, por algo son especialistas… ¿No me ha llamado nadie?

— Niels pidió que le transmitiera los datos del pronostico.

— ¡Venga!… ¡Sí, bravo por Alan! ¡Venir precisamente aquí! ¿Sabe, Pavlysh? yo tengo más fe en los pájaros que en nuestra canoa. Si Alan no hubiese venido, habría tenido que enviarlo a usted en el flayer.

— Habla la Cima. La Cima llama al refugio — dijo el receptor.

— ¿Quién escucha?

— El refugio escucha — respondió Pavlysh.

Dimov se acerco.

— Aquí Saint-Venan. Salimos.

— Bien — dijo Dimov —. No se olviden de tomar consigo la radio.

— ¿Comprende? — agrego Dimov, volviéndose hacia Pavlysh —, nuestras emisoras son buenas para los geólogos y otros habitantes de tierra firme. Se la cuelgan de pecho y andando. Pero son incomodas para las bioformas. A la más mínima, procuran deshacerse de ellas. En efecto, ¿para qué quiere una bioforma volante trescientos gramos de peso? Para ella, cada gramo es superfluo.

Pflug regreso al refugio. Estuvo un buen rato afanado en el adaptador, suspiraba, hacía ruido con sus botas y, por fin, se metió con dificultad por la escotilla.

— Ha sido un día pasmoso — dijo cuando disponía sobre la mesa sus trebejos —. Tres normas, tres normas, por lo menos. Ejemplares rarísimos, y ellos mismos salen a la orilla.

Vio que Pavlysh estaba atendiendo la radio y dijo:

— Vi como partía la canoa. Pero no me dio tiempo de preguntar nada. ¿Aún no han llegado los submarinistas?

— Prepara, por si las moscas, el botiquín — dijo Dimov.

— Seguramente, yo haré eso mejor — observo Pavlysh, usted quede por ahora al cuidado de la radio.

— En primer lugar — objeto Dimov —, Pflug, como radista, es una calamidad. En segundo, sospecho, Pavlysh, que usted no es mejor veterinario. Se olvida de que, biológicamente, nuestros amigos y colegas no figuran entre los antropoides.

— Si — dijo Pflug —, cierto, por más lamentable que sea. Pero estoy seguro de que no ocurrirá nada malo.

Abrió un cajón que había en un ángulo, junto al tabique, y se puso a tomar de allí brillantes instrumentos y preparados, mirando al mismo tiempo los botes con sus trofeos.

Llegó un despacho del flayer que volaba desde la Estación, había recorrido ya cincuenta kilómetros. Por el momento no había descubierto nada en el océano.

Pavlysh veía por la ventana que Goguia corría ladera abajo. Lo seguía Niels, cargado de aparatos de control.

— ¿Qué hay de la canoa? — preguntó Dimov.

Pavlysh se puso en comunicación con ella.

— Todo el tiempo emitimos señales — dijo Van —. Por ahora no responden. ¿Qué hay de nuevo ahí?

— Nada.

— ¡Refugio! — interfirió la monótona y alta voz de un pájaro.

Pavlysh todavía no había aprendido a distinguir las voces de las bioformas. Por lo visto, todas usaban dispositivos de fonación de un mismo tipo.

— ¡Refugio! ¡Veo a Sandra!

— ¿En dónde? — preguntó Pavlysh.

— Al suroeste de Monte Torcido. A treinta millas. ¿Me oye?

— ¿Qué hace? — grito Ierijonski —. ¿Qué le pasa?

— Se mantiene a flote, pero no me ve.

— Canoa — dijo Dimov —, díganos cual es su cuadricula.

— 13-778 — dijo Van —. Al noroeste de la isla.

Dimov conectó la pantalla del mapa.

— Setenta y cinco millas — pronunció —. Incluso si salen exactamente a la cuadricula, necesitarán para ello media hora.

— Desconecto hasta otra — dijo Van.

— Media hora — repitió en voz baja Dimov y, al instante, se puso en comunicación con los pájaros —. ¿Podéis ayudarle?

— No — respondió una voz —. Estoy sola aquí. No podría levantarla. Creo que ha perdido el conocimiento.

Pavlysh se puso apresuradamente el mono.

— ¿Donde está la máscara?

— Lleva la mía — dijo Pflug —, ahí la tienes.

Dimov vio que Pavlysh había casi terminado de equiparse.

— ¿Conoces este flayer?

— Naturalmente.

— Iré con él — dijo Goguia, el sismólogo —. ¡Qué bien que no me diera tiempo de quitarme el equipo!

Dimov repitió:

— Treinta millas al sud-sudeste. — Luego se volvió hacia el micrófono —. Dentro de dos minutos saldrá un flayer. De aquí a diez minutos estará ahí. La canoa tardaría media hora.

Cuando Pavlysh hubo cerrado la escotilla exterior, se asombró de que la luz hubiera cambiado tanto. El sol lo cubría ya una neblina rojiza, y el negro monte aparecía iluminado por detrás, como si hubieran instalado allí un potente reflector de teatro.

El sismólogo montó en el avión el primero, con suma agilidad. Pavlysh levantó la pierna para seguirlo pero en aquel mismo instante se abrió la puerta del refugio y salió apresuradamente Pflug, que no se había puesto ni el mono ni la careta. Abrió la boca, para tragar aire, y arrojó hacia ellos un pequeño contenedor con un botiquín.

— Ahora, agárrese — dijo Pavlysh, sentado ante el cuadro de mando, al tiempo que miraba por el cristal lateral como Dimov ayudaba a Pflug a meterse de nuevo en el refugio —. Cuando cuente a sus nietos el día de hoy, no se olvide de decirles que el aparato lo conducía el ex-campeón de Moscú de acrobacia aérea en flayer.

— No me olvidare — respondió el sismólogo, asiéndose a los brazos del sillón.

Pavlysh salió del viraje y dio toda la velocidad para dejar a la izquierda la columna de humo rosáceo y parduzco que se alzaba en la parte de la isla más alejada del refugio.

Unos siete minutos después vieron un solitario pájaro blanco que describía círculos a unos doscientos metros sobre las olas.

Al descubrir el flayer, el pájaro cobro altura y quedó inmóvil en el aire, como si quisiera mostrar el punto en que se hallaba Sandra. Pavlysh descendió y quedo a unos diez metros de las crestas de las olas. Pero incluso desde tal altura no vio de golpe a Sandra: su cuerpo se perdía entre las salpicaduras que el viento arrancaba al alborotado mar.

— ¿Ve? — preguntó el sismólogo, asomándose del aparato.

El viento arrastraba el flayer, y hubo que poner en marcha el motor, para no perder de vista a Sandra. Pavlysh sacó la escala, que se desenrolló blandamente y sumergió el extremo en el agua a cosa de un metro de Sandra.

— ¿Qué hay por ahí, Pavlysh? ¿Por qué callas? — dijo la radio.

— No tenemos tiempo para hablar. La hemos encontrado y vamos a subirla.

El pájaro pasó muy cerca de la cabina. En su pecho se veía el ovalado estuche negro de la emisora. El ave ascendió un poco, y su sombra le tapaba el sol a Pavlysh de vez en cuando.

El sismólogo tomó un rollo de cable y bajó hacia el agua. Pavlysh concentró toda su atención para no dejar que el viento apartara el flayer a un lado. Sandra, los brazos extendidos, se mecía en las olas, como en una cuna, y se habría dicho que sus movimientos eran conscientes.

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