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Tey, fruncido el ceño, escudriñaba en la densa negrura de la pantalla delantera. El estribillo del capitán parecióle poco oportuno para la seriedad del momento. Pero Kari, que había repetido la letrilla, más alegre aún, lanzaba maliciosas miradas al sombrío semblante del segundo capitán.

— Oiga, Kari, haga la prueba de dar señales con el rayo de nuestro localizador — dijo de pronto Mut Ang, dejando de canturrear— : dos grados a babor, otros dos a estribor y luego en línea vertical.

Tey sintióse algo confuso. ¡Vaya! En vez de haber reprochado mentalmente al capitán, mejor hubiera sido que a él, a Tey, se le hubiese ocurrido una cosa tan sencilla.

Pasaron dos horas. Kari imaginábase al rayo del localizador deslizándose por la inmensidad del espacio y dejando atrás en cada zig-zag cientos de miles de kilómetros. Aquellas señales, por su magnitud, superaban en mucho las leyendas más fantásticas inventadas en la Tierra.

Tey Eron se hallaba en un estado de pasividad contemplativa. Sus pensamientos discurrían lentos, sin provocar emociones. El hombre se acordó de la extraña sensación de aislamiento que le había acompañado siempre desde que abandonó la Tierra. El hombre primitivo había debido de experimentar algo semejante: la angustia de estar desligado de todo, de no tener obligación alguna ni preocupación por el futuro. Lo mismo habrían sentido, probablemente, los hombres en los períodos de las grandes calamidades, guerras y conmociones sociales. Para Tey Eron lo pasado, todo lo dejado en la Tierra, habíase ido para no volver. Un abismo de cientos de años separábale del futuro, donde todo debería ser nuevo y misterioso. Por eso ni le emocionaba lo que pudiera ocurrir, ni trazaba planes o proyectos... Su único afán era trasladar a la Tierra los nuevos conocimientos adquiridos en las profundidades del Universo. ¡Ir adelante, adelante! Pero de pronto había sucedido algo que eclipsó todas las esperanzas y preocupaciones del segundo capitán.

Entretanto, Mut Ang trataba de representarse la vida de la enigmática nave. Según él, el barco debía de ser muy parecido al Telurio y también semejantes las tripulaciones de uno y otro. Pero se convenció de que era mucho más fácil atribuir a aquellos viajeros desconocidos las características más fantásticas que supeditar la imaginación a las rígidas leyes de las que Afra Devi había hablado en forma tan convincente.

Sin alzar la cabeza, sólo por la tensión que se apoderó súbitamente de sus compañeros, comprendió Mut Ang que en la pantalla del radar había aparecido una señal. No llegó a ver aquel punto luminoso, ¡tan rápido había pasado por el brillante disco negro! El timbre de señales apenas si sonó. Los astronautas saltaron de sus asientos y se inclinaron por encima de las tablas de control en un instintivo afán de ver mejor en la pantalla. Por breve que hubiera sido la aparición del punto luminoso, era muy importante. La otra nave había efectuado un viraje para encontrarse con ellos, y no se había ocultado en las sombras del espacio. Por lo visto, el mando estaba a cargo de seres no menos expertos que los del Telurio en materia de vuelos cósmicos, pues habían sabido calcular con bastante exactitud y rapidez el rumbo de retorno y que ahora buscaban al Telurio con su localizador a una distancia enorme. Dos partículas ínfimas, perdidas en aquella insondable oscuridad, buscábanse la una a la otra... Y al propio tiempo eran dos mundos inmensos, pictóricos de energía y de saber que se tanteaban mutuamente con haces dirigidos de ondas luminosas. Kari movió el rayo del localizador, pasando la aguja de control de « 1.488 » a « 375 », y luego descendiendo más y más la escala numérica... El punto luminoso surgió de nuevo, y otra vez desapareció para volver a brillar en la pantalla, acompañado de señales acústicas de muy corta duración.

Tras de tomar en sus manos los vernieres del localizador, Mut Ang comenzó a describir una espiral desde la periferia hacia el centro del gigantesco círculo trazado por el rayo en la zona de aproximación de la astronave.

Los otros hacían, al parecer, lo mismo. Al cabo de prolongados esfuerzos, el punto luminoso se detuvo en el tercer círculo de la negra pantalla, oscilando solamente a causa de la vibración de ambas naves. El timbre de señales sonaba ahora sin cesar, y fue preciso desconectarlo, No cabía duda de que el rayo del Telurio había sido captado por los aparatos de la astronave desconocida. Los dos vehículos cósmicos se aproximaban el uno al otro, cubriendo en una hora no menos de cuatrocientos mil kilómetros.

Tey Eron leyó los cálculos hechos por la computadora mecánica. Entre las naves mediaba una distancia aproximada de tres millones de kilómetros. Dentro de siete horas deberían encontrarse. Pero al cabo de sesenta minutos podría utilizarse el freno integral, que retardaría el encuentro por algunas horas, a condición de que la otra nave hiciese lo propio valiéndose de cálculos similares. Era posible que los desconocidos parasen más pronto o que las naves se cruzasen de nuevo en el espacio, y eso volvería a retrasar el encuentro, cosa indeseable porque la espera hacíase insoportable.

Sin embargo, la nave aquella no ocasionó molestia alguna. Empezó a frenar más rápidamente que el Telurio; pero luego, al establecer el ritmo de deceleración de éste, siguió su ejemplo. Las naves iban acercándose más y más. Los tripulantes del Telurio volvieron a reunirse en el puesto central. Todos tenían clavados los ojos en la pantalla negra del radar donde el punto luminoso habíase transformado en una mancha. Era el rayo del Telurio, reflejado por la astronave desconocida. La mancha tomó la forma de un cilindro diminuto ceñido por un grueso anillo, lo que no tenía la más remota semejanza con el Telurio. Al estar más cerca, podían ya discernirse, en los extremos del cilindro, unos abultamientos cupuliformes.

Los fulgurantes contornos aumentaban y se extendían hasta ocupar por completo la pantalla negra.

— ¡Atención! ¡Cada cual a su puesto! ¡La deceleración final será de 8 « g »!

Los ojos inyectábanse de sangre, la vista se nublaba y un sudor pegajoso asomaba a la frente bajo la inmensa presión que hundía las butacas hidráulicas... El Telurio paró y quedó suspenso en la helada oscuridad del espacio, donde no existía ni abajo, ni arriba, ni lados, ni fondo, a ciento dos parsecs de nuestro astro querido, el dorado Sol.

Apenas recobrados de aquella fuerte impresión, los astronautas conectaron las pantallas de observación directa y un reflector gigantesco, pero no vieron nada más que una niebla luminosa delante de sí y a babor. El reflector se apagó, y en aquel instante una viva luz azul celeste deslumbre a los que tenían la vista puesta en la pantalla.

— ¡El polarizador a treinta y cinco grados! ¡El filtro de ondas luminosas! — ordenó escuetamente Mut Ang.

— ¿A la onda de seiscientos veinte? — preguntó Tey Eron.

— ¡Está bien!

El polarizador apagó el resplandor azul. Y entonces un poderoso torrente de luz anaranjada penetró en la densa oscuridad, viró, rozó el borde de algo sólido y, por fin, ¡iluminó toda la astronave desconocida!

Se encontraba tan sólo a unos cuantos kilómetros de allí. La seguridad con que se habían acercado hablaba en elogio de los pilotos de ambos vehículos. Era difícil precisar desde lejos las dimensiones de la nave desconocida. Inesperadamente partió de ella un grueso rayo de luz anaranjada, que, por la longitud de la onda, coincidía con la del Telurio. Encendióse y se apagó, para surgir de nuevo al cabo de un instante y quedar en línea vertical, ascendiendo hacia unas constelaciones desconocidas que titilaban al borde de la Vía Láctea.

Mut Ang se restregó la frente con la mano, lo que hacía siempre como si palpase sus pensamientos.

— Es, por lo visto, una señal — dijo Tey Eron con cautela.

— ¡Qué duda cabe! A mi juicio, nos quieren decir que no nos movamos, porque piensan acercarse ellos. Vamos a contestarles.

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