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Brian se encogió contra Cally. Tenía tanto miedo del hombre que comenzó a temblar. ¿Lo obligaría a irse con él?

– Jimmy, déjalo aquí, por favor-repitió Cally, protegiendo a Brian detrás de ella.

Jimmy Siddons torció la boca, enfadado. La cogió del brazo y se lo dobló violentamente a la espalda.

Cally lanzó un grito y soltó a Brian mientras ella caía al suelo.

Con ojos que desmentían cualquier vestigio de afecto entre ellos, Jimmy se inclinó sobre su hermana apuntándola a la cabeza con el revólver.

– Si no haces lo que te digo, lo pasarás realmente mal. No me cogerán vivo. Ni tú ni nadie me mandará a la cámara de gas. Además, tengo una novia que me espera.

No se te ocurra abrir la boca. Hasta haré un trato contigo: si no dices nada, soltaré al niño vivo. Pero si la poli trata de acercarse a mí, le meteré un tiro en la cabeza. Así de sencillo. ¿Lo has entendido?

Se guardó el arma en la chaqueta, se agachó y levantó a Brian de un tirón.

– Tú y yo vamos a ser verdaderos colegas, hijito -dijo-. Verdaderos colegas. -Sonrió-. Feliz Navidad, Cally.

La furgoneta sin identificación aparcada frente al edificio de Cally era el puesto de vigilancia de los agentes que hacían guardia por si Jimmy Siddons aparecía. Habían visto a Cally, que llegó un poco más tarde de lo habitual.

Jack Shore, el agente que había visitado a Cally por la mañana, se quitó los auriculares y maldijo entre dientes.

Se volvió hacia su compañero.

– ¿Qué piensas, Mort? No, espera un momento. Te diré qué pienso yo. Es un truco. Trata de ganar tiempo para alejarse todo lo posible de Nueva York mientras nos dedicamos a buscarlo en la catedral.

Mort Levy, veinte años más joven que Shore -y menos cínico-, se frotó la barbilla, un claro signo de que estaba enfrascado en hondos pensamientos.

– Si es un truco, no creo que la hermana sea su cómplice por propia voluntad. No hace falta ser un genio para medir el nivel de nerviosismo que había en su voz.

– Escucha, Mort, tú has estado en el funeral de Bill Grasso. Tenía treinta años, cuatro niños pequeños y un tiro entre las cejas disparado por ese cabrón de Jimmy Siddons. Si Cally Hunter hubiese sido honesta contándonos que había dado dinero y las llaves de su coche a la rata asquerosa del hermano, Grasso habría sabido con qué se enfrentaba cuando lo paró por saltarse un semáforo en rojo.

– Sigo creyendo que Cally se tragó aquella historia de Jimmy de que intentaba huir porque se había metido en una pelea callejera y la otra pandilla lo perseguía. Creo que ella no sabía que su hermano había herido al dependiente de una tienda de licores. Hasta entonces, él no había tenido problemas serios.

– Querrás decir que hasta entonces no lo habían pillado -soltó Shore-. Fue una lástima que el juez no condenara a Cally por cómplice de asesinato, en lugar de hacerlo por ayudar a un fugitivo. Salió al cabo de quince meses. Esta noche, la viuda de Grasso está decorando el árbol de Navidad, sola. -Su rostro enrojeció de ira-. Avisaré a la central. Si ese canalla hablaba en serio, tendremos que cubrir la catedral. ¿Sabes cuánta gente va a misa esta noche? Adivina.

Cally se hallaba sentada en el gastado sofá de pana, las manos cogiéndose las rodillas, la cabeza gacha y los ojos cerrados. Le temblaba todo el cuerpo. Estaba más allá de las lágrimas, más allá de la fatiga. "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me ocurren estas cosas? ¿Qué debo hacer?"

Si algo le sucedía a Brian, ella tendría la culpa. Había cogido aquel monedero, por eso el niño la había seguido.

Y si el pequeño decía la verdad, su padre estaba muy enfermo. Recordó a la atractiva mujer de la gabardina rosa y cómo había pensado que todo le iba bien en la vida.

¿Soltaría Jimmy al muchachito cuando llegara a su destino? ¿Cómo iba a hacerlo?, Razonó. Dondequiera que fuese, la policía empezaría a buscar a Jimmy por aquella zona. "Y si lo suelta, Brian les dirá que me siguió porque cogí el monedero", se recordó a sí misma.

Pero Jimmy había asegurado que mataría al niño si la policía lo acorralaba. Y ella estaba segura de que hablaba en serio. "Así pues, si aviso a la policía, Brian no tiene ninguna posibilidad", pensó.

"Y si no lo denuncio y Jimmy lo suelta, entonces podré decir honestamente que no los avisé porque él había amenazado con matar al niño si la policía se le acercaba. Y yo sabía que lo decía en serio. Y sé que es así, además; eso es lo peor de todo."

El rostro de Brian apareció en su mente. El cabello castaño rojizo cayéndole sobre la frente; los ojos tan azules, grandes e inteligentes; las pecas, dispersas sobre la nariz y las mejillas. Cuando Jimmy lo había arrastrado al interior del apartamento, la primera impresión de Cally fue de que no tenía más de cinco años; pero, por la forma de hablar, estaba segura de que era mayor. Estaba muy asustado cuando Jimmy lo obligó a salir por la ventana y a subir por la escalera de incendios. El pequeño se había vuelto para mirarla con expresión suplicante.

Sonó el teléfono. Era Aika, la adorable negra que cuidaba de Gigi y de sus propios nietos todas las tardes después de la guardería.

– Llamo sólo para ver si estás en casa, Cally -dijo Aika con voz alegre y cálida-. ¿Has encontrado al hombre de las muñecas?

– Me temo que no.

– Qué lástima. ¿Necesitas hacer más compras?

– No, ahora mismo voy a buscar a Gigi.

– No te molestes en venir. Ya ha cenado con los míos, como de todas formas tengo que salir porque necesito leche para el desayuno, dentro de una media hora te la llevo

– Gracias, Aika.

Cally colgó el auricular, consciente de que el apartamento estaba a oscuras, salvo por la luz del pequeño recibidor, y que aún llevaba puesto el abrigo. Se lo quitó, entró en la habitación y abrió el armario. Suspiró cuando vio que Jimmy, al coger la chaqueta y unos pantalones marrones de Frank, había dejado otras ropas en el suelo: una chaqueta, unos pantalones y un abrigo sucio.

Se agachó y levantó la chaqueta. El agente Shore le había dicho que Jimmy había disparado contra un guardián y le había quitado el uniforme. Evidentemente, ése era el uniforme, y había unos agujeros de bala en la chaqueta.

Con movimientos desesperados, Cally envolvió la chaqueta y los pantalones con el abrigo. ¿Y si entraba la policía con una orden de registro? Jamás creerían que Jimmy había entrado allí por la fuerza. Estarían seguros de que ella le había proporcionado la ropa. La meterían otra vez en la cárcel…, ¡y perdería a Gigi para siempre! ¿Qué debía hacer?

Miró alrededor del armario buscando una solución. La caja que tenía en el estante de arriba… En ella guardaba la ropa de verano. La bajó y la abrió. Sacó lo que contenía y lo echó sobre el estante. Metió el uniforme y el abrigo en la caja, y la cerró. Corrió hacia la cama y buscó debajo el papel de regalo que tenía escondido allí.

Con dedos nerviosos envolvió la caja con aquel papel de celofán y le puso un gran lazo. Luego la llevó a la salita y la puso debajo del árbol de Navidad. Acababa de terminar la tarea cuando el portero electrónico sonó. Se echó el cabello hacia atrás con la mano, se obligó a recibir a Gigi con una sonrisa y fue a atender.

El agente Shore y el otro que había estado allí con él esa mañana subían por la escalera.

– ¿Otra vez haciendo jugarretas, Cally? -preguntó Shore-. Espero que no.

Brian se acurrucó en el asiento del pasajero mientras Jimmy Siddons avanzaba por East River Drive.

Nunca había estado tan asustado. Tuvo miedo cuando el hombre lo hizo subir por la escalera de incendios hasta el tejado. Luego, casi lo arrastró de un tejado a otro hasta la otra esquina de la manzana. Al fin, por un edificio vacío salieron a la calle en que tenía aparcado el coche.

El hombre empujó a Brian dentro y le puso el cinturón de seguridad.

– Si alguien nos para, recuerda que debes llamarme papá.

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