Pero hay algo que cambia todo esto: son lo que llamamos responsabilidades. El juez dice: «Espera un momento, eres responsable, tienes cosas que hacer, tienes que trabajar, tienes que ir a la universidad, tienes que ganarte la vida». Nos acordamos de todas estas responsabilidades y la expresión de nuestro rostro cambia y se ensombrece de nuevo. Si observas a unos niños que juegan a ser adultos, verás de qué manera se transforma la expresión de su cara. Un niño dice: «Juguemos a que soy un abogado», e inmediatamente adopta la expresión del adulto. Si asistimos a un juicio, ésas son las caras que vemos, y eso es lo que somos. Sin embargo, todavía somos niños, pero hemos perdido nuestra libertad.
La libertad que buscamos es la de ser nosotros mismos, la de expresarnos tal como somos. Sin embargo, si observamos nuestra vida, veremos que, en lugar de vivir para complacernos a nosotros mismos, la mayor parte del tiempo sólo hacemos cosas para complacer a los demás, para que nos acepten. Esto es lo que le ha ocurrido a nuestra libertad. En nuestra sociedad, y en todas las sociedades del mundo, de cada mil personas, novecientas noventa y nueve están totalmente domesticadas.
Lo peor de todo es que la mayoría de la gente ni siquiera se da cuenta de que no es libre. Algo en su interior se lo susurra, pero no lo comprende, y no sabe por qué no es libre.
Para la mayoría de las personas, el problema reside en que viven sin llegar a descubrir que el Juez y la Víctima dirigen su vida, y por consiguiente, no tienen la menor oportunidad de ser libres. El primer paso hacia la libertad personal consiste en ser conscientes de que no somos libres. Necesitamos ser conscientes de cuál es el problema para poder resolverlo. El primer paso es siempre la conciencia, porque hasta que no seas consciente no podrás hacer ningún cambio. Hasta que no seas consciente de que tu mente está llena de heridas y de veneno emocional, no limpiarás ni curarás las heridas y continuarás sufriendo.
No hay ninguna razón para sufrir. Si eres consciente, puedes rebelarte y decir: «¡Ya basta!». Puedes buscar una manera de sanar y transformar tu sueño personal. El sueño del planeta es sólo un sueño. Ni tan siquiera es real. Si entras en el sueño y empiezas a poner en tela de juicio tu sistema de creencias, descubrirás que la mayor parte de las creencias que abrieron heridas en tu mente ni siquiera son verdad. Descubrirás que durante todos estos años has vivido un drama por nada. ¿Por qué? Porque el sistema de creencias que te inculcaron está basado en mentiras.
Por ello es muy importante para ti que domines tu propio sueño; éste es el motivo por el que los toltecas se convirtieron en maestros del sueño. Tu vida es la manifestación de tu sueño; es un arte. Y puedes cambiar tu vida en cualquier momento si no disfrutas de tu sueño. Los maestros del sueño crean una vida que es una obra maestra; controlan el sueño a través de sus elecciones. Todo tiene sus consecuencias, y un maestro del sueño es consciente de ellas.
Ser un tolteca es una forma de vivir en la cual no existen los líderes ni los seguidores, donde tú tienes y vives tu propia verdad. Un tolteca se vuelve sabio, se vuelve salvaje y se vuelve libre de nuevo.
Existen tres maestrías que llevan a la gente a convertirse en toltecas. La primera es la Maestría de la Conciencia: ser conscientes de quiénes somos realmente, con todas nuestras posibilidades. La segunda es la Maestría de la Transformación: cómo cambiar, cómo liberarnos de la domesticación. La tercera es la Maestría del Intento: desde el punto de vista tolteca, el Intento es esa parte de la vida que hace que la transformación de la energía sea posible; es el ser viviente que envuelve toda energía, o lo que llamamos «Dios». Es la vida misma; es el amor incondicional. La Maestría del Intento es, por lo tanto, la Maestría del Amor.
Hablamos del camino tolteca hacia la libertad porque los toltecas tienen un plan completo para liberarse de la domesticación. Comparan al juez, a la Víctima y el sistema de creencias con un parásito que invade la mente humana. Desde el punto de vista tolteca, todos los seres humanos domesticados están enfermos. Lo están porque un parásito controla su mente y su cerebro, un parásito que se alimenta de las emociones negativas que provoca el miedo.
Si buscamos la descripción de un parásito, vemos que es un ser vivo que subsiste a costa de otros seres vivos, chupa su energía sin dar nada a cambio y daña a su anfitrión poco a poco. El Juez, la Víctima y el sistema de creencias encajan muy bien en esta descripción. Juntos, constituyen un ser viviente formado de energía psíquica o emocional, y esa energía está viva. No se trata de energía material, por supuesto, pero las emociones tampoco son energía material, ni lo son nuestros sueños, y sin embargo, sabemos que existen.
Una función del cerebro es la de transformar la energía material en energía emocional. Nuestro cerebro es una fábrica de emociones. Y ya hemos dicho que la principal función de la mente es soñar. Los toltecas creen que el parásito – el juez, la Víctima y el sistema de creencias – controla nuestra mente y nuestro sueño personal. El parásito sueña en nuestra mente y vive en nuestro cuerpo. Se alimenta de las emociones que surgen del miedo, y le encantan el drama y el sufrimiento.
La libertad que buscamos consiste en utilizar nuestra propia mente y nuestro propio cuerpo, en vivir nuestra propia vida en lugar de la vida de nuestro sistema de creencias. Cuando descubrimos que nuestra mente está controlada por el Juez y la Víctima y que nuestro verdadero yo está arrinconado, sólo tenemos dos opciones. Una es continuar viviendo como lo hemos hecho hasta ese momento, rindiéndonos al juez y la Víctima, seguir viviendo en el sueño del planeta. La otra opción es actuar como cuando éramos niños y nuestros padres intentaban domesticarnos. Podemos rebelarnos y decir: «¡No!». Podemos declarar una guerra contra el parásito, contra el Juez y la Víctima, una guerra por nuestra independencia, por el derecho de utilizar nuestra propia mente y nuestro propio cerebro.
Por este motivo, quienes siguen las tradiciones chamánicas de América, desde Canadá hasta Argentina, se llaman a sí mismos guerreros, porque están en guerra contra el parásito de la mente. Esto es lo que significa en verdad ser un guerrero. El guerrero es el que se rebela contra la invasión del parásito. Se rebela y le declara la guerra. Pero eso no quiere decir que siempre se gane; quizá ganemos o quizá perdamos, pero siempre hacemos lo máximo que podemos, y al menos tenemos la oportunidad de recuperar nuestra libertad. Elegir este camino nos da, como mínimo, la dignidad de la rebelión y nos asegura que no seremos la víctima desvalida de nuestras caprichosas emociones o de las emociones venenosas de los demás. Incluso aunque sucumbamos ante el enemigo – el parásito – no estaremos entre las víctimas que no se defienden.
En el mejor de los casos, ser un guerrero nos da la oportunidad de trascender el sueño del planeta y cambiar nuestro sueño personal por otro al que llamamos cielo. Igual que el infierno, el cielo es un lugar que existe en nuestra mente. Es un lugar lleno de júbilo, en el que somos felices, en el que somos libres para amar y para ser nosotros mismos. Podemos alcanzar el cielo en vida; no tenemos que esperar a morirnos. Dios siempre está presente y el reinó de los cielos está en todas partes, pero en primer lugar necesitamos que nuestros ojos sean capaces de ver la verdad y nuestros oídos puedan escucharla. Necesitamos librarnos del parásito.
Podemos comparar el parásito con un monstruo de cien cabezas. Cada una de ellas es uno de nuestros miedos. Si queremos ser libres, tenemos que destruir el parásito. Una solución es atacar sus cabezas una a una, es decir, enfrentarnos a nuestros miedos uno a uno. Es un proceso lento, pero funciona. Cada vez que nos enfrentamos a uno de nuestros miedos, somos un poco más libres.