Carmen Posadas
La hora en el reloj
– Hasta un reloj parado da la hora exacta dos veces por día, ¿no le parece?
Giré la cabeza y vi que quien así me hablaba era un caballero de aspecto curioso. Normalmente, me fastidian las charlas de bar y esas confesiones íntimas que algunas personas le hacen padecer a uno cuando están solos, lejos de casa, en un hotel de alguna ciudad extranjera. Sin embargo, esta vez me volví hacia aquel tipo y casi le sonreí.
Eran las siete de la tarde de un día desperdiciado: no había logrado hacer el negocio que me trajo a Amsterdam, acababan de cerrar el aeropuerto por mal tiempo, mi mujer, en Madrid, no contestaba el teléfono y me esperaba un fin de semana lluvioso en un hotel que ni siquiera era el que yo había elegido. Por eso pensé que escuchar las confesiones de un desconocido no podía ser mucho peor que el panorama que se me presentaba, véase: tomarme una copa -otra más-, cenar solo y ver algún programa de televisión en holandés.
– Perdone, ¿qué decía usted de un reloj parado?
Y el otro, muy contento de entablar conversación, se apresuró a puntualizar:
– ¡Oh!, eso es tan sólo una frase hecha; en realidad me estoy refiriendo a personas, no a relojes. ¿Ha notado alguna vez que la gente más banal puede tener, en un momento de su vida, reacciones que rayan en lo sublime o en la más extrema bondad y que compensan con creces su habitual falta de tino?
No dije nada, y me dediqué a estudiarlo, intentando adivinar por su aspecto quién y de dónde podía ser aquel individuo. Me entretiene hacer cábalas sobre las personas que conozco así, por casualidad; supongo que se trata de un deporte común a todos los que, como yo, pasan mucho tiempo solos en lugares llenos de desconocidos.
Aquel hombre aparentaba unos sesenta y cinco años -setenta, tal vez- e iba vestido a la inglesa, con chaqueta gris y pantalones pepper salt, pero el conjunto resultaba algo estudiado para ser británico: lo delataban su camisa rosa suave y un pañuelo que asomaba del bolsillo superior de la chaqueta. Un italiano, aventuré después de fijarme en los zapatos de tafilete; quizá un argentino, nunca un español. Él se había dirigido a mí en francés, pero al darse cuenta de que yo hablaba ese idioma con la dificultad propia de quien lo ha aprendido en la Berlitz, ensayó un español lento y ligeramente italianizado.
– Intuyo que es usted español -dijo-, y me alegro. Yo también lo soy, aunque he vivido toda mi vida en el extranjero. Estoy esperando a una persona que siempre llega tarde -añadió con un tono algo apremiante-. Si dispone de tiempo, tal vez podría hacerme un gran favor.
Debo confesar que cuando pronunció estas palabras iba yo por el tercer whisky de la tarde, que suele tener en mí un efecto especialmente generoso y nefasto. Lo digo porque son muchas las situaciones absurdas en las que me he visto metido por esta causa. Aun así, y a sabiendas de que me exponía a quién sabe qué tedio (soy hombre desconfiado, lo cual no implica que sea siempre prudente), triunfó el Johnnie Walker y le dije:
– Claro, cualquier cosa que usted necesite.
– Lo que necesito -dijo el hombre- es un extraño, alguien que esté fuera de mi vida y de mi ambiente. Debe usted saber que estoy escribiendo una novela.
– ¡Ah!, es usted escritor -le contesté, porque el alcohol y el hastío siempre me hacen decir obviedades.
Y el viejo chasqueó la lengua:
– No, soy un rentista aburrido que pretende aburrirse algo menos; y ya que usted se ha brindado amablemente (aquí, a pesar de los tres whiskys, empecé a arrepentirme de mi generosa debilidad), voy a contarle cierta historia que me ronda. Me interesa, como ya le he dicho, la opinión de un extraño, alguien que no conozca ni el país donde tuvieron lugar los hechos, ni las personas ni, mucho menos, las circunstancias. Un autor nunca tiene perspectiva suficiente para juzgar lo que escribe -aseguró con algo de inevitable coquetería literaria-. Esta historia que voy a contar es la de una mujer banal que dejó de serlo en un instante gracias a un destello de genialidad, casi a su pesar. Como ya le adelantaba, la providencia hace que hasta un reloj parado dé la hora exacta de vez en cuando.
Y así, sin esperar a que yo dijera estos oídos son míos, el extraño se apalancó en su butaca, encendió uno de esos puros caros que yo siento la tentación de comprar en el Duty Free del aeropuerto, pero que nunca acabo de permitirme, y comenzó a contar su anécdota. Yo, por mi parte, archivé de momento la irritación por no haber podido regresar a Madrid y mi inquietud por la extraña ausencia de mi mujer, pedí otro whisky y me dejé deslizar dentro de su fábula.
– Todo sucedió hace años, cuando el amor y la mentira eran lo que son ahora pero en otra escala de valores, porque esta historia, amigo mío, nunca habría podido tener lugar hoy en día: la gente ha adquirido la fea costumbre de no mentir por amor.
Me miró, comprobó que yo estaba decidido a intervenir lo menos posible y actuó como si supiera que soy de la teoría de que cuando la gente mayor habla, lo mejor es escuchar aportando a la conversación -y muy de vez en cuando- sólo un «hum» dubitativo o un «ajá» de admiración: no por amabilidad -soy demasiado viejo ya para practicar la indulgencia-, sino simplemente porque conozco las ventajas de esta actitud neutra: llegado el momento, y si la cosa se vuelve demasiado soporífera, siempre puede uno sumirse impunemente en un sueñecito reparador. Ya lo he hecho en otras ocasiones…, pero volvamos al relato. Aquel hombre habló así:
– Voy a contarle la historia de una mujer de gran belleza, a la que llamaremos Sophie, que pertenece a esa burguesía entre refinada y pueblerina, afrancesada e ignorante, que en Sudamérica llaman «clase patricia». Existe cierto tipo de mujeres a las que se puede llegar a amar con locura sólo por su aspecto externo. «La beauté du corps est un sublime don qui de toute infamie arrache le pardon…»
-comenzó a citar el extraño, pero tuvo que abandonar los cultismos a toda prisa porque, con un chasquido apremiante de mi encendedor, le indiqué que más le valía entrar en el meollo de la historia si no quería perder a su único oyente.
Y él continuó. Narraba todo aquello con un estilo demasiado florido, como si hubiera escrito ya la historia y ahora, después de memorizarla, la soltara sin tomarse la molestia de despojarla de giros y frases que tal vez escritas tengan cierto valor literario, pero que oídas provocan risa.
– Hizo lo que las madres de antes llamaban una buena boda. Se casó con uno de esos viejos y atractivos conquistadores con mucho dinero que, aburridos de ser amados por tantas mujeres, van y pierden la cabeza por una bellísima adolescente, con la esperanza de que ella les sea tan fiel como infieles han sido otras mujeres por su causa. Y Sophie cumplía todos los requisitos: era tímida, inexperta, poseía una de esas bellezas virginales que piden protección a gritos; y aunque fácilmente podía verse que en aquella cabecita no brillaba precisamente la llama de la inteligencia, su dulzura y candidez la hacían aún más adorable.
»Se casaron y aquél no fue, aunque lo parezca, un matrimonio de conveniencia por parte de ella. Es cierto que se llevaban casi treinta años, pero también lo es que no sabía nada de las cosas de la vida: pensaba que amar era dejarse adorar, arroparse en la comodidad de una vida fácil y sin responsabilidades que sería, por lo demás, como la continuación de la que hasta entonces llevara junto a sus padres. Por eso fue feliz, lo fue durante muchos años, hasta que un día, y sin avisar, hizo su entrada la pasión.
»En este caso la pasión se llamaba Alberto y era… -observe usted cómo la historia tiene todos los ingredientes de romanticismo que se requieren-, cantante de ópera. El tal Alberto era enormemente gordo, todo lo contrario que el esbelto marido de Sophie -pero hay profesiones que no sólo excusan sino que además requieren algunos kilos de más, ¿verdad?-. La cuestión es que por aquel entonces todas las mujeres de la alta sociedad estaban enamoradas de tal obús; lo invitaban a incontables tés, se rifaban su presencia en los cócteles y hasta eran capaces de aguantar sin un bostezo toda una ópera de Wagner, con tal de recibir, después de la representación, los húmedos besos que el divo repartía en su camerino; por eso no es extraño que más de una pasara del platonismo a la acción. Cuentan que Alberto, envuelto en un batín de seda, hacía conocer a aquellas damas mal casadas nuevos placeres que sabía amenizar con los sones de Un ballo in maschera.