¡Si algo no se lo impedía! Pero nada había que pudiera impedírselo más que ella, ella misma. De alguna manera, ella había aparecido en su vida en el momento en que él necesitaba adorar algo y le había adorado a ella. ¿Qué hace una mujer con la adoración de un hombre? Puede destruirla por su propia y egoísta necesidad…, o puede utilizarla para que el hombre crezca y se complete.
«No tengo que dejárselo saber nunca.»
Pero saber ¿qué?
Jamás tenía que dejarle saber que no era más que una mujer. Jamás tenía que descender a las necesidades cotidianas, si es que quería retenerle. No, incluso aquello era egoísta. No había cuestión de «retenerle». Ella misma tenía que elevarse a cierta altura propia. Debería estar bien dispuesta a soltarle mientras le amara… incluso debido al mismo amor, pues el amor, si es auténtico, sólo busca que el ser amado se complete al nivel más alto posible.
Despacio, día tras día, iba dirigiéndose hacia una nueva definición del amor, eliminando todo rastro de egoísmo para llegar a obtener la satisfacción más pura. Despacio iba rechazando la soledad hasta dejar de sentirse sola, absorta en su búsqueda de la sustancia del amor en su esencia. Y durante toda aquella búsqueda no escribió ni telefoneó a Jared. Necesitaba hallarse a solas para superar su soledad. Cuando ya no se sintiera solitaria, volvería a hallarle, o él le encontraría a ella.
Así pasaron los días en la silenciosa casa. Pasaban días en los que no hablaba con nadie, más que para
responder al saludo de Henry o a alguna pregunta de su esposa.
– ¿Está todo a su gusto, señora Chardman?
– Sí, Margaret, gracias.
– ¿Hay algo que le apetezca comer?
– No, gracias. Lo que prepare estará bien.
Los días se transformaban en semanas. La nieve caía ya con abundancia y se instalaba permanente. El invierno estaba casi encima. Se preguntaba si volver a su propia casa, pero no lo hizo. Edwin se había ido y ella vivía por entero en presencia de Jared. Ya no era el joven del que se había apartado. Poco a poco le iba viendo como al hombre que sería un día, Jared el completo, Jared el creador, dueño de sí, imaginativo, dedicado a su labor, sin compromisos en su creatividad. Se habría convertido en uno de los grandes de su tiempo, sus actos de creación de arte no serían ya meros inventos. ¿Cómo llegaría ella a saber de su grandeza? Cuando el artista y el científico se combinaran en él, sería ya un hombre grande.
– …Y ya te he encontrado -dijo Jared.
Se había anunciado con su propia llegada. La mañana en que llamó a la puerta ella se hallaba sentada al piano. Se detuvo a escuchar, esperó a que Margaret o Henry abrieran la puerta, pero ninguno de los dos acudió. Entonces abrió ella misma y se encontró frente a Jared bajo la lluvia. Tres días de continua lluvia habían barrido por completo la última nevada.
– ¿Me buscabas?
– Por todas partes. Nadie sabía decirme dónde estabas.
– Porque no se lo dije a nadie.
– ¡Querías ocultarte de mí!
– Entra y cobíjate de esa lluvia.
Abrió la puerta de par en par, él se sacudió, entró y se quitó el impermeable y el sombrero. Henry apareció en aquel mismo instante, asombrado al ver una visita, y tomando el impermeable y el sombrero miró a la mujer con ojos interrogantes.
– Sí, Henry. El señor Barnow se quedará aquí… ¿esta noche, Jared?
– Sí, si quieres, pero mañana mismo te llevo a casa.
No le contestó, pero le condujo a la sala. La corriente formada al dejar la puerta abierta había hecho volar las hojas de música y él se detuvo a recogerlas y las puso en el pequeño atril. Luego se sentó y le miró a los ojos.
Le oyó sin oírle. Al mismo tiempo cayó un repentino aguacero con viento. Golpeó los ventanales, salpicó en las piedras de la terraza. Edith alzó la cabeza escuchando el sonido de la tormenta.
– No podremos irnos mañana -musitó.
Jared le miró con detenimiento.
– ¿Te encuentras bien, Edith?
Al no obtener respuesta se le acercó y le tomó la cara entre sus manos.
– Te he preguntado si te encuentras bien, Edith.
– Sí -repuso con claridad, mirándole a los ojos.
Entonces la soltó, pero siguió observándola.
– Has estado sola demasiado tiempo, y eso no es bueno.
Ella le apartó con dulzura.
– Oh, no, estoy muy contenta sola. Ya he aprendido cómo.
– Sigo enamorado de ti -replicó él con fuerte amargura.
– ¡No lo digas! -casi le gritó Edith.
– Pero quiero decirlo. Es inútil… lo sé… pero cierto pese a todo.
– No eres justo con June.
– Ya lo sabe. No me casaría con ella de otro modo. Ya se lo he dicho, que entre tú y yo todo tiene que seguir igual… siempre.
Se alejó hacia la ventana y se quedó mirando el chubasco.
– ¡Espero creer que no estoy tratando de sustituirte con ella!
No podía soportar aquello. Decidió no aguantarlo más. A la fuerza quebrantaría aquel estado de ánimo, demasiado tenso, demasiado cargado de emoción.
– Imposible. ¡Somos dos mujeres totalmente distintas!
Y dentro, en su corazón añadió: «Ella ocupa su puesto… ¡pero yo tengo el mío!»
Pero nada dijo en voz alta.
…El cambio continuó, pues en aquel punto entró Henry a anunciar que la comida esperaba, y mientras comían y bebían, Jared siempre con su excelente apetito, Edith se esforzó por aparentar interés por sus planes.
– ¿Te casarás pronto, Jared?
– En cuanto ella termine sus estudios superiores, en junio.
– ¡Tan joven todavía! ¡Tienes suerte!
– Ya hace un par de años que la conozco.
– Es una chiquilla Llena de sentido común.
– De otro modo no me casaría con ella. Ya le he dicho bien claro que tengo que ejecutar un trabajo y que eso es lo primero… y que siempre lo será. Es la penitencia de casarse con un científico de vocación.
– ¿Seguirás con tu trabajo de rehabilitación?
– No, no en realidad. Ahora comprendo que es algo secundario, una especie de interés. Siempre volveré a ello de vez en cuando. Pero no es mi verdadera labor.
Frunció el ceño y ella aguardó. Luego Jared siguió:
– No sé cual es mi labor. Remendar cuerpos rotos… sí, por supuesto, pero no es eso. Algo que ver con matemáticas. Me entusiasma el orden, la elegancia de las matemáticas. Pero aún eso no es sino un instrumento, un medio. Quiero descubrir…
– ¿Qué? -le instó en la pausa.
– Te reirás -le miró como disculpándose-…pero es la única palabra que le va. Quiero descubrir… el universo.
– ¡Gracias a Dios! -exclamó por lo bajo.
– ¿Por qué das gracias a Dios? -volvió a fruncir el entrecejo.
– Porque tu puesto está en el laboratorio, Jared.
Habló con tal decisión que él dejó los cubiertos.
– ¿Cómo lo has sabido?
– Te conozco. Sé que básicamente eres un artista y el artista anda siempre a la búsqueda de la revelación. Tú no eres un simple técnico. Eres un auténtico creador.
Sus ojos se encontraron, sin parpadear, los de él casi atemorizados, los de ella confiados.
– ¡Tú comprendes! -susurró Jared.
– Pues claro -repuso con calma-. Y así es como te amo.
…De nuevo era verano. Edith se encontraba en una iglesita, esperando entre unos pocos desconocidos a que empezara la marcha nupcial. Era el día de la boda de Jared. Edith había vuelto a casa en marzo, cuando las nieves del invierno iban fundiéndose excepto en los montes. El no se había quedado mucho, un día y una noche, pero ella no se sintió sola cuando se hubo ido. Ahora conocía su puesto en la vida de Jared y su deber de amarle como sólo ella podía hacerlo. Comprendía que cuanto más rica fuera su propia vida, cuanta más sabiduría acumulara, más lograría para si. Cuanto más se completara… sí, incluso cuanto más perfecta fuera, mejor le serviría a él su amor. Tenía que ser para siempre la diosa permanente. Y aquello sólo podría hacerlo si hallaba la vía de su propio enriquecimiento, apartada de Jared. Pero ¿cuál era dicha vía? Ahora que le quedaban años por delante, ¿cómo llenarlos para mejor? En la mente y el espíritu era hija de su padre, aunque su madre le diera la carne. Una vez acabara la ceremonia tenía que apartarse, vivir sola consigo misma.