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– Entonces también yo me alegro.

Amelia había abierto una puerta y revelado una cámara secreta.

– Quiero que te cases -le dijo a Jared. Había pensado mucho en el valor de Amelia y de ello había sacado fuerzas.

Inconsciente, él conducía más de prisa. Era una tarde de domingo a mediados del verano y Jared había aparecido de pronto, sin anunciarse, para llevarla a un hotelito del campo a cenar. Edith había estado sola y un poco perdida, pues tres días antes Amelia le había anunciado que Edmond y ella se iban a Europa tras una ceremonia matrimonial breve y discreta. No, ni siquiera a su querida amiga Edith le diría a dónde iban ni cuándo exactamente, pero a su regreso se pondrían en contacto.

Al día siguiente la antigua casa de Amelia se cerraría a excepción de un portero. Echaba de menos a Amelia más de lo que hubiera creído posible, pues el último lazo con su infancia había quedado cortado y nadie ocuparía aquel lugar. Ni siquiera aliviaba su soledad el pensar en sus propios hijos. Ellos ya tenían sus vidas y ella la suya, separadas por años y mundo. Ellos se hallaban en el estadio de tener hijos, de establecer su propia estructura familiar, en tanto que ella… ¿en qué estadio se encontraba? Tiempo y espacio la rodeaban como el viajero solitario se ve rodeado en el desierto por arena y cielo. Y su soledad interior le había debilitado tanto que se hallaba a punto de llorar cuando Jared le telefoneó para sugerirle el viaje al anochecer.

– Quiero que te cases -volvió a decir al no recibir respuesta.

En lugar de hablar Jared se detuvo de pronto bajo la sombra de un enorme fresno. Era aquel momento del verano en que todo ha dejado de crecer y la naturaleza medita sobre la muerte anual del invierno. El aire era lánguido, los pájaros habían callado.

– Y ahora -dijo él-. Vamos a aclarar esto. Jamás voy a amar a nadie como te amo a ti.

– Eso lo acepto, pero aún así quiero que te cases.

– ¿Quieres tú casarte conmigo, Edith?

– No -dijo con suavidad.

– ¿Por qué no?

Era fácil contestar que porque era demasiado mayor, que cuando él estuviera en lo mejor de su vida ella ya sería una mujer casi anciana, pero no dio la respuesta fácil. Entre ambos existía la comunicación de un amor que nada tenía que ver con el accidente de su nacimiento. Eran dos seres humanos que reconocían su completa afinidad, su confianza absoluta, que eran los componentes del amor. No obstante, ella tenía cierta responsabilidad de la que iba adquiriendo conciencia, levemente al principio, pero ahora, día a día, con mayor claridad. Nada tenía que impedir que Jared llegara a realizarse como hombre completo, rico en talentos, capaz de un crecimiento pleno, tanto mental como espiritual. Pero era también un hombre, un ser humano con necesidades humanas. Ella no podía satisfacer por completo dichas necesidades y si no eran satisfechas ¿podría llegar a darse la realización final? Edith no lo creía así. Y no podría vivir con él la vida cotidiana de esposa, no podría darle hijos. Ni siquiera lo deseaba. Pero, de haber podido, ¿hubiera sido capaz de darle lo que ahora le concedía con tanta alegría con su compañerismo? Lo ponía en duda. Jared no era un ser sencillo. El espectro de su ser era radiantemente total y ella comprendía dicha totalidad.

– Sé que no puedo casarme contigo, Jared.

– ¿Tienes miedo a lo que diga la gente?

– No.

– Entonces, ¿por qué?

– Sé que no debo.

– ¿Por qué? ¿Por qué?

– No lo sé, pero no debo hacerlo, por tu bien.

Después de aquello él nada dijo y ella guardó silencio, expectante. Jared volvió a poner en marcha el auto y condujo hasta llegar al hotel que en tiempos fuera un molino. La enorme y oscura rueda que movía el agua seguía dando vueltas despacio, dejando caer las limpias gotas del arroyuelo, al igual que lo hiciera desde más de cien años atrás. La madera estaba cubierta de húmedo musgo verde y a la sombra de un enorme plátano el agua se deslizaba suave por las piedras, camino del río.

Se detuvieron unos instantes a contemplar cómo giraba la rueda. De pronto Jared tomó la mano de Edith y se la puso decidido en el hueco de su brazo.

– Ven, estoy muerto de hambre.

Entraron al comedor y él, con sus imperiosos modales, rechazó la mesa a la que les condujo la camarera.

– Aquella junto a la ventana.

Se sentaron, él encargó los aperitivos y el primer plato mientras Edith esperaba aceptando, sin importarle lo que comerían o beberían con tal de estar con él. Claro que le amaba. Sí, estaba enamorada de él. No, jamás le separaría de sí. Uno tras otros todos aquellos hechos se enunciaban en su ser, pero sin alterar poco ni mucho su decisión.

Apoyado en los codos la miró, intensos los oscuros ojos.

– Y ahora vamos a ver. Explícame. ¿Por qué insistes en que me case con alguien?

– Con alguien no. Con June Blaine. Me gusta. Es sincera. Y quiere casarse contigo.

– Eso ya lo sé, pero…

– ¡Nada de peros! Claro que la decisión final es tuya, pero quiero que sepas que… yo lo apruebo.

– No te comprendo -seguía mirándola extrañado. Edith sonrió sin decir nada.

– Ya sabes que tú… y yo…

– Lo sé -le interrumpió la mujer.

Los ojos de Jared, tan directos, la retenían prisionera. No podía apartar los suyos.

– ¿Te comprenderé alguna vez?

– Quizá no sea…necesario -la voz se le quebró.

– Aún así, me gustaría.

– No… necesario -repitió, en un susurro.

– Y ahora te me ocultas en alguna parte.

– Sólo soy… yo misma.

– ¡No me gustan los misterios!

– No es un misterio, Jared, tal vez sea intuición. Te conozco tan bien… ¡creo que mejor de lo que me conozco a mí misma! Veo con tanta claridad lo que eres y lo que serás. Serás uno de los pocos hombres grandes de tu generación… ¡hasta creo que de todas las generaciones! Y nada debe de salir mal Tienes que tenerlo… todo. Y June será parte de ese todo. Te repito, ¡me gusta! Hoy día no es frecuente encontrar sinceridad en muchas mujeres. Es como dar con un diamante entre guijarros. No se puede pasar de largo. No debes hacerlo. Tienes que tomarlo en la mano, examinarlo, probarlo y, si es auténtico, guardártelo. Y eso es lo que te pido… no, no te lo pido, te lo sugiero.

– No quiero ni hablar de ello. Aquí están nuestras copas. ¡Yo brindo por ti!

Y alzó su copa.

Horas más tarde, despierta en su lecho, tomó el teléfono que tenía al lado y llamó a June, pues adivinaba que también ella estaría insomne. Al punto escuchó su voz, alerta.

– ¿Sí?

– June, soy yo, Edith Chardman.

– Dígame, señora Chardman.

– Quería decirte que voy a marcharme por unas semanas, puede que meses.

– ¿Quiere usted que haga alguna cosa? -la voz de June sonaba extrañada.

– Sólo lo que te dicte tu corazón, cuando yo me haya ido.

Esperó. ¿Sería June lo bastante rápida, comprensiva, aguda como para comprender de lo que le hablaba?

Un momento de silencio. Luego la respuesta de la joven le llegó en voz baja y controlada.

– Gracias, señora Chardman.

– Buenas noches, querida -saludó y colgó.

…Por la mañana despertó tarde, descansada tras un sueño profundo. Después de la llamada a June se había dormido al punto, como si hubiera cumplido con un deber, un propósito, y habiéndolo cumplido, se sintiera en paz. Ahora, con el sol ya casi en el cenit, se levantó y se asomó a la ventana, como todas las mañanas, para juzgar el día, en este caso un día claro y perfecto de agosto, con un cielo azul y sin nubes por encima de los árboles. Era un día como para fortalecerle el alma con su hermosura y se sintió fortalecida. Había dicho a June que se iba, pero ¿dónde ir? Hasta el momento de pronunciar las palabras no había tenido intención de marcharse. Pero las palabras le habían subido a los labios con convicción, como si fueran fruto de meditación y resolución. ¿Dónde podría ir? Indecisa ante la abierta ventana, con la brisa mañanera que agitaba los leves pliegues de su largo camisón y el cabello suelto, de pronto pensó en la casa de Edwin en los montes, a doscientas millas de distancia.

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