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Ella dejó que la verdadera tragedia de aquello le invadiera hasta dolerle el corazón casi físicamente.

– ¿Apruebas tú el que rechace así el amor sólo porque no es ortodoxo?

– Sí. Sobre todo ahora que sé lo que es el amor. Se miraron largo tiempo a los ojos.

– Y ¿qué es amor? -preguntó Edith.

– Estoy averiguándolo ahora. Cuando lo sepa te lo diré.

Los minutos habían ido deslizándose mientras hablaban y de pronto el reloj de pared que había en un rincón dio las doce. Esperaron en silencio y luego él tendió sus manos y estrechó las de ella. Con la última campanada se inclinó y la besó en los labios.

– Es año nuevo. Un año nuevo en el que puede suceder cualquier cosa.

…Pero durante la noche la mujer despertó y recordó cuanto Jared le había dicho de su tío. En toda su vida, sólo Edwin había sido claro sobre el amor, y como era filósofo, había llegado a convertir el amor en una filosofía. Al pensar en él podía imaginarle declarando a su modo suavemente dogmático que el amor posee multitud de formas, ninguna de las cuales hay que rechazar de plano. Y al recordarle, se vio comparando a los dos ancianos, Edwin, tan libre a su modo dentro de las ilimitadas fronteras de su organizada libertad y Edmond, tan controlado dentro de una restricción impuesta a sí mismo. Cada uno a su modo proclamaba el sentido superior del amor, uno aceptándolo con delicia, el otro rechazándolo y con abstinencia. La diferencia definía la naturaleza de ambos hombres, el uno aceptando gozoso, pese a su edad y delicado estado de salud, el otro desafiante, ocultándose en una bruma de palabras que significaban… ¿qué? Y Jared, ¿cómo sería con él? ¿Le haría más grande o más retraído el amor? Y si lo pensaba bien, ¿qué iba a hacer de ella el amor? Ninguna de aquellas preguntas podía tener aún respuesta. Ella no conocía los limites del amor. Se limitaba a reconocerlo. Y al reconocerlo declaraba al menos su presencia dentro de si. Y ahora la cuestión era qué hacer de él… o para ser más exacta, qué le haría a ella.

Yacía en la oscuridad y el silencio de la noche hasta que, abrumada, encendió la luz de su mesilla de noche y vio que los copos de nieve se agolpaban en la repisa de la ventana y entraban volando con suavidad a depositarse en la alfombra azul. Se levantó, cerró la ventana, recogió la nieve con el recogedor de latón de la chimenea y la echó sobre los leños grises, fríos y muertos. Estaba a punto de volver a acostarse, temblando de frío, cuando oyó pasos que se dirigían al vestíbulo. Escuchó extrañada y luego, poniéndose la bata de terciopelo azul, abrió la puerta. Edmond Hartley estaba en lo alto de la escalera, a punto de bajar, totalmente vestido, cuando la vio.

– No podía dormir e iba a buscar un libro que he visto hoy en la biblioteca.

– ¿Quiere que vaya con usted a ayudarle?

– Mi querida señora, es usted muy amable.

– Un momento -dijo volviendo al espejo para cepillarse el pelo, recogerlo y retocarse la cara con polvos, los labios con color. Vanidad, se dijo a sí misma, pero era vanidosa aun a solas. Salió del cuarto y se reunió con él que la esperaba en la escalera sin dar la menor muestra de haberse fijado en que el azul de la bata hacía juego con el de sus ojos ni de que era, en efecto, una mujer muy hermosa. Con un aire casi de tolerante paciencia dejó que ella le precediera por las escaleras a la biblioteca, donde él atizó el fuego hasta hacer prender las llamas, en tanto que Edith iba encendiendo una lámpara tras otra hasta dejar toda la estancia iluminada para que se vieran los libros en sus estantes, el gran jarrón de flores en la larga mesa de caoba, el rojo rubí de las alfombras orientales, el pulido suelo.

– ¿Por qué no puede dormir? -preguntó Edith sentándose ante el fuego.

Él estaba de espaldas, buscando entre los libros.

– Nunca duermo muy bien -replicó ausente-, y en una casa extraña… ah, aquí estaba el libro que buscaba, una rara edición de Mallarmé.

– Pertenecía a mi padre.

– Pero él era un científico…

– Era de todo -le interrumpió.

– Ah, como Jared.

Se sentó en un amplio butacón frente a ella y abrió el volumen. Luego, sin mirarla, prosiguió:

– He sido la peor persona posible para educar a un muchacho inquieto y brillante. No me he atrevido a quererle… por temor a mí mismo, a quererle demasiado… con un amor ponzoñoso.

– ¿Puede el amor ser ponzoñoso?

El le lanzó una extraña mirada de reojo y cerró el libro.

– Ah, ya lo creo que sí. Lo aprendí muy temprano. Puede decirse que… me condicionaron a ello cuando era muy joven… a través de un hombre mayor.

Sus labios parecieron secos de pronto y se pasó la lengua por ellos.

– Jamás creí que podría decírselo a nadie. Pero quiero que… usted sepa… por qué nunca he permitido que Jared… esté cerca de mí.

Alzó sus oscuros ojos y en ellos Edith vio un desesperado ruego de que le comprendiera.

– Le comprendo -dijo con dulzura-. Lo comprendo. Y creo que ha sido usted muy noble al… emplear tal control, tal freno, tanta reverencia hacia el verdadero amor. Le respeto a usted mucho.

– Gracias. Gracias. No… no sé si nunca me han hablado así antes. Pero nunca he querido hacer nada… o que pareciera que lo hacía… que torciera el… el sentido del amor para Jared. Pensé que sería mejor dejarle crecer sin que observara ninguna expresión del cariño que siento hacia él en vez de imprimir en su ser una imagen falsa del amor. La imagen del amor se distorsiona con tal facilidad… se deforma… se pervierte en cierto modo, de forma que nunca vuelve a aparecerse como es, la única razón de vivir, el único refugio, la única fuente de energía y crecimiento espiritual. El verdadero poder del amor… la fuerza más poderosa de la vida… hace que el amor, cuando es torcido, pervertido, incluso cuando se da a quien no se debe, produzca los mayores sufrimientos de la vida.

Hablaba con tal sinceridad, desde tan dentro, que ella le vio con otros ojos, como un hombre de sentimientos profundos y dolorosísimos y quedó en silencio ante él.

– Enséñele, querida mía -le instó el anciano-. Enséñele lo que es el amor. Sólo una mujer puede hacerlo… una mujer como usted.

– Lo intentaré.

– …Quiero que te vengas a Nueva York a ver cómo marcha mi mano -le dijo Jared por teléfono.

Edith se hallaba en su escritorio una hermosa mañana de primavera; los rododendros que veía desde la ventana mostraban ya matices rosa y púrpura. Al extremo opuesto del césped otros arbustos mostraban sus últimas flores de oro y su brillo agonizante destacaba contra el fondo oscuro de las coníferas.

– ¿Por qué voy a tener que ir a Nueva York? Ya sabes que esa ciudad no me gusta.

– Lo sé, pero es que de verdad resulta maravilloso ver cómo funciona la mano, tanto que el hombre va a volver pronto a su casa. Además, te dará motivo de conocer a mi gente.

Para entonces ella ya sabía bien que cuando él hablaba de «mi gente» se refería a las personas que necesitaban los instrumentos que él diseñaba para sustituir a los pies, manos, ojos, corazones y riñones que podían perder o habían perdido. Apenas le había visto en los meses transcurridos desde que su tío y él pasaran con ella la Nochevieja, pero sus largas conferencias, generalmente a medianoche y últimamente sus cartas breves le acercaban a ella. ¿Y ella? Le parecía no haber hecho otra cosa que tocar el piano de cola en el salón de música, acudir a algunas reuniones de los comités, a cenas y conciertos y esperar a que él escribiera o le llamara. Ya no se ocultaba el hecho de que él absorbía toda su vida interior y todos sus pensamientos, de modo que cuanto hiciera tenía poca importancia en comparación con la necesidad de estar en casa cuando él llamaba. Tenía que encontrarla siempre allí, preparada para todas sus necesidades. Cuando él escribía, ella le contestaba de inmediato y en esta comunicación, remota e íntima a un tiempo, empezaron a utilizar términos cariñosos que pudieran haber prendido una llama de haber estado frente a frente. Pero en papel, con tinta, hasta las palabras «queridísimo» parecían frías.

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