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Carol y yo volvimos al coche. Nos paramos a un metro de distancia.

– No he mirado dentro el coche -dijo Carol.

– Pues deberíamos mirar.

– Tú primero -dijo ella.

Respiré profundamente y di dos pasos gigantes hacia adelante. Miré dentro del coche y solté un profundo suspiro de alivio. No había muertos. Ni miembros desgajados. Ni conejitos. Aunque, ahora que estaba tan cerca, no olía precisamente a rosas.

– A lo mejor deberíamos llamar a la policía -dije.

Ha habido momentos en mi vida en los que la curiosidad ha vencido al sentido común. Este no era uno de ellos. El coche estaba junto a la entrada, sin cerrar y con las llaves puestas en el contacto. Me habría sido muy fácil abrir el maletero y echar una mirada a su interior, pero no tenía ninguna gana de hacerlo. Estaba casi segura de saber a qué correspondía aquel olor. Encontrar a Soder en mi sofá ya había sido bastante traumático. No quería ser yo la que descubriera el cadáver de Annie o de Evelyn en el maletero de su coche.

Carol y yo esperamos muy juntas a que llegara el coche patrulla. Ninguna de las dos estaba muy dispuesta a decir lo que pensaba. Era demasiado espantoso para expresarlo en voz alta.

Me levanté cuando llegó la policía, pero no salí del porche. Vinieron dos coches patrulla. Costanza iba en uno de ellos.

– Estás muy pálida -me dijo-. ¿Te encuentras bien?

Asentí con la cabeza. No confiaba demasiado en mi voz.

Big Dog estaba junto al maletero. Lo había abierto y lo miraba con las manos en las caderas.

– Tienes que ver esto -dijo a Costanza.

Costanza fue hasta allí y se colocó al lado de Big Dog.

– Caray.

Carol y yo teníamos las manos agarradas para darnos ánimos.

– Cuéntame -pedí a Costanza.

– ¿Estás segura de que quieres saberlo?

Asentí con la cabeza.

– Es un tío muerto, vestido de oso.

El mundo se detuvo durante un instante.

– ¿No son ni Evelyn ni Annie?

– No. Ya te lo he dicho: es un muerto vestido de oso. Ven a verlo tú misma.

– Me basta con tu palabra.

– Tu abuela se va a sentir muy decepcionada si no echas un vistazo. No se ve todos los días un muerto disfrazado de oso.

Llegaron los de la ambulancia seguidos por un par de coches sin distintivos. Costanza acordonó la escena del crimen con cinta de la policía.

Morelli aparcó al otro lado de la calle y se acercó andando con calma. Miró el interior del maletero y luego me miró a mí.

– Es un tipo muerto disfrazado de oso.

– Eso me han dicho.

– Tu abuela no te perdonará nunca que no vengas a verlo.

– ¿De verdad crees que debería verlo?

Morelli observó el cadáver del maletero.

– No, probablemente no -dijo, acercándose a mí-. ¿De quién es el coche?

– De Evelyn. Pero nadie la ha visto. Carol dice que el coche ha aparecido esta mañana. ¿Llevas tú este caso?

– No -contestó Morelli-. Lo lleva Benny. Yo sólo estoy de visita. Bob y yo íbamos de camino al parque cuando oí el aviso.

Bob nos observaba desde la camioneta de Morelli. Tenía la nariz aplastada contra la ventanilla y jadeaba.

– Estoy bien -dije a Morelli-. Te llamo cuando acabe con esto.

– ¿Tienes teléfono?

– Me han dado uno con el CR-V.

Morelli miró el coche.

– ¿Alquiler?

– Algo así.

– Mierda, Stephanie, no le habrás aceptado este coche a Ranger, ¿verdad? No, no me digas nada -levantó las manos-. No quiero saberlo -me miró de soslayo-. ¿Alguna vez le has preguntado de dónde saca todos estos coches?

– Me dijo que me lo podía contar, pero que entonces tendría que matarme.

– ¿Alguna vez se te ha ocurrido pensar que a lo mejor lo dice en serio?

Entró en la camioneta, se puso el cinturón de seguridad y encendió el motor.

– ¿Quién es Bob? -preguntó Carol.

– Bob es el que está sentado en la camioneta, jadeando.

– Yo también jadearía si estuviera en la camioneta de Morelli -dijo Carol.

Benny se nos acercó con el cuaderno en la mano. Tenía cuarenta y tantos años y probablemente estaría planteándose la jubilación para dentro de un par de años. Seguro que un caso como éste hacía que la jubilación pareciera más apetecible. No conocía a Benny personalmente, pero había oído a Morelli hablar de él de vez en cuando. Por lo que sabía, era un poli bueno y equilibrado.

– Tengo que hacerte unas preguntas -dijo.

Empezaba a saberme aquellas preguntas de memoria.

Me senté en el porche, de espaldas al coche. No quería ver cómo sacaban al fulano del maletero. Benny se sentó frente a mí. Detrás de Benny podía ver al viejo señor Pagarelli observándonos. Me pregunté si Abruzzi nos estaría observando también.

– ¿Sabes una cosa? -dije a Benny-. Esto empieza a ser aburrido.

Me miró como pidiéndome perdón.

– Casi hemos acabado.

– No me refiero a ti. Me refiero a esto. Al oso, al conejo, al sofá, a todo.

– ¿Te has planteado alguna vez cambiar de profesión?

– Cada minuto del día -aunque el trabajo tiene sus momentos-. Tengo que irme -dije-. Tengo cosas que hacer.

Benny cerró su libreta de policía.

– Ten cuidado.

Eso era exactamente lo que no iba a hacer. Me metí en el CR-V y sorteé los vehículos de urgencias que bloqueaban la calle. Aún no era mediodía. Lula estaría en la oficina. Tenía que hablar con Abruzzi y era demasiado cagueta para hacerlo yo sola.

Aparqué junto a la acera y crucé la puerta de la oficina.

– Quiero hablar con Eddie Abruzzi -dije a Connie-. ¿Tienes idea de dónde puedo encontrarle?

– Tiene un despacho en el centro. No sé si estará allí, siendo sábado.

– Yo sé dónde puedes dar con él -gritó Vinnie desde su santasantórum-. En las carreras. Va a las carreras todos los sábados, aunque caigan chuzos de punta, mientras los caballos corran.

– ¿A Monmouth? -pregunté.

– Sí, a Monmouth. Estará en la barrera.

Miré a Lula.

– ¿Te apetece ir a las carreras?

– Hombre, claro. Hoy me siento con suerte. Puede que apueste y todo. Mi horóscopo decía que hoy iba a tomar decisiones acertadas. Pero otra cosa: tú tienes que tener cuidado. Tu horóscopo de hoy era una mierda.

Aquello no me pilló por sorpresa.

– Veo que ya llevas un coche nuevo -observó Lula-. ¿De alquiler?

Apreté los labios.

Lula y Connie intercambiaron miradas de complicidad.

– Chica, lo que vas a pagar por ese coche… -dijo Lula-. Quiero enterarme de todos los detalles. Será mejor que tomes notas.

– Yo quiero medidas -dijo Connie.

Hacía un día agradable y el tráfico estaba bien. Íbamos en dirección a la costa y, afortunadamente para nosotras, no era julio, porque en julio toda la carretera sería un aparcamiento.

– Tu horóscopo no decía nada de decisiones acertadas -dijo Lula-. Por eso creo que hoy debería tomar las riendas yo. Y acabo de decidir que deberíamos apostar a los caballos y olvidarnos de Abruzzi. Además, ¿de qué demonios tienes que hablar con él? ¿Qué le vas a decir a ese tipo?

– No lo tengo pensado del todo, pero irá más o menos en la línea de «vete a tomar por culo»…

– Ay, ay, ay -dijo Lula-. A mí no me parece una decisión muy acertada.

– Benito Ramírez se alimentaba del miedo. Me da la impresión de que Abruzzi también es de ésos. Quiero que sepa que no le va a funcionar conmigo -y quiero saber qué es lo que busca. Quiero saber por qué Evelyn y Annie son tan importantes para él.

– Benito Ramírez no sólo se alimentaba del miedo -dijo Lula-. Eso era el principio. Era el calentamiento. A Ramírez le gustaba hacer daño a la gente. Y le gustaba hacerlo hasta que morías… o deseabas estar muerto.

Estuve pensando en aquello los cuarenta y cinco minutos que tardé en llegar al hipódromo. Lo peor era que sabía que era verdad. Lo sabía por experiencia propia. Había sido yo la que había encontrado a Lula después de que Ramírez hubiera terminado con ella. Lo de encontrar a Steven Soder había sido una fiesta comparado con el estado en que hallé a Lula.

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