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Uh-uh.

– Hay un problema con la casa de Evelyn. Abruzzi le ha puesto vigilancia. Cada vez que me paso por allí, Abruzzi aparece a los diez minutos.

– ¿Por qué le iba a importar a Abruzzi que tú estuvieras en casa de Evelyn?

– La última vez que me lo encontré me dijo que sabía que yo estaba metida en esto por el dinero, que yo sabía lo que estaba en juego. Y que yo sabía lo que intentaba recuperar. Creo que Abruzzi anda detrás de algo y que, lo que sea, está relacionado con Evelyn. Es posible que Abruzzi piense que esa cosa está escondida en la casa y no quiere que yo ande metiendo la nariz por allí.

– ¿Tienes alguna idea de qué es lo que quiere recuperar?

– No. Ni la menor idea. He registrado la casa y no encontré nada que me llamara la atención. Claro que no buscaba escondites secretos. Buscaba algo que me llevara hasta Evelyn.

Ranger tiró de la puerta al salir y se aseguró de que quedaba bien cerrada.

Cuando llegamos a casa de Evelyn el sol estaba ya muy bajo. Ranger recorrió la calle con el coche.

– ¿Conoces a la gente de esta calle?

– A casi todos. A unos mejor que a otros. Conozco a la vecina de Evelyn. Linda Clark vive dos casas más abajo. Los Rojack viven en la de la esquina. Betty y Arnold Lando, en la acera de enfrente. Los Lando están de alquiler y no conozco a la familia que vive junto a ellos. Si buscara un soplón, mis sospechas recaerían en alguien de esa familia. Hay un anciano que parece estar siempre en casa. Se pasa el día sentado en el porche. Tiene toda la pinta de haberse dedicado a romper piernas hace cien años.

Ranger aparcó delante de la mitad de la casa que correspondía a Carol Nadich. Luego rodeó la vivienda y entró en la mitad de Evelyn por la puerta de la cocina. Ranger no tuvo que romper una ventana para entrar. Introdujo una fina herramienta en la cerradura y diez segundos más tarde la puerta estaba abierta.

La casa seguía igual que como yo la recordaba. Los platos en el fregadero. El correo cuidadosamente apilado. Los cajones cerrados. Ninguna de las señales de exploración que habíamos encontrado en casa de Dotty.

Ranger hizo su habitual recorrido, empezando por la cocina y acabando arriba, en el dormitorio de Evelyn. Iba detrás de él cuando, de repente, recordé algo. Lo que me había contado Kloughn sobre los dibujos de Annie. Unos dibujos aterradores, según había dicho Kloughn. Sangrientos.

Entré en la habitación de Annie y pasé las hojas del cuaderno que tenía encima de su escritorio. La primera página tenía un dibujo de una casa, similar al que había abajo. Después había una página llena de garabatos y rayajos. Y luego, un dibujo infantil de un hombre. Tirado en el suelo. El suelo era rojo. De un rojo que manaba del cuerpo del hombre.

– ¡Eh! -llamé a Ranger-. Ven a echar un vistazo a esto.

Ranger se puso a mi lado y observó el dibujo. Pasó la hoja y encontró un segundo dibujo con rojo en el suelo. Dos hombres tendidos en un suelo rojo. Otro hombre los apuntaba con una pistola. Alrededor de la pistola había muchas marcas de goma de borrar. Supongo que las pistolas son difíciles de dibujar.

Ranger y yo nos miramos.

– Podría ser sólo la televisión -dije.

– No nos vendrá mal llevarnos el cuaderno, por si acaso no lo es.

Ranger acabó de registrar la habitación de Evelyn, pasó a la de Annie y, luego, al cuarto de baño. Cuando terminó con él, se quedó en el centro con las manos en las caderas.

– Si hay algo aquí está bien escondido -dijo-. Sería más fácil si supiera qué es lo que estamos buscando.

Nos fuimos de la casa como habíamos venido. Abruzzi no nos esperaba en el porche de atrás. Y tampoco junto al coche de Ranger. Me senté a su lado y recorrí la calle con la mirada. No había ni rastro de Abruzzi. Casi me sentí decepcionada.

Ranger encendió el motor, me llevó a casa de mis padres y aparcó detrás de mi coche. El sol se había puesto y la calle estaba oscura. Ranger apagó las luces y se giró para verme mejor.

– ¿Vas a pasar la noche aquí otra vez?

– Sí. Mi apartamento sigue precintado. Supongo que podré entrar mañana -y entonces, ¿qué? Un escalofrío incontrolable me estremeció la espalda. Mi sofá tenía mal fario.

– Veo que te mueres de ganas de volver -dijo Ranger.

– Ya pensaré en algo. Gracias por ayudarme.

– Me siento engañado -dijo Ranger-. Normalmente, cuando estoy contigo, explota un coche o se incendia un edificio.

– Siento desilusionarte.

– La vida es una putada -dijo Ranger. Me agarró por las mangas de la cazadora, me atrajo hacia él y me besó.

–  ¿Ahora me besas? ¿Por qué no lo hiciste cuando estábamos solos en mi apartamento?

– Habías bebido tres copas de vino y te quedaste dormida.

– Ah, sí. Ya me acuerdo.

– Y te dio un ataque de pánico sólo de pensar en acostarte conmigo.

Estaba casi tumbada en el asiento, encajada contra el volante, medio sentada en el regazo de Ranger. Sus labios rozaban los míos al hablar y sentía el calor de sus manos a través de la camiseta.

– Tú no eras el único causante de mi pánico -dije-. Había tenido un día desastroso.

– Cariño, tú tienes un montón de días desastrosos.

– Hablas como Morelli.

– Morelli es un buen tío. Y te quiere.

– ¿Y tú?

Ranger sonrió.

Otro escalofrío me recorrió la columna vertebral.

La luz del porche se encendió y la abuela nos miró desde la ventana de la sala.

– Salvado por la abuela -dijo Ranger soltándome-. Voy a esperar a que entres en casa. No quiero que te secuestren durante mi turno de guardia.

Abrí la puerta y bajé del coche. Hice una mueca mental, ya que ser secuestrada, o que me pegaran un tiro, no era del todo inverosímil.

Cuando crucé la puerta, la abuela me estaba esperando.

– ¿Quién es el chico del coche molón?

– Ranger.

– Ese hombre está buenísimo -dijo la abuela-. Si yo tuviera veinte años menos…

– Si tuvieras veinte años menos todavía tendrías veinte años de más -dijo mi padre.

Valerie estaba en la cocina ayudando a mi madre a glasear magdalenas. Me serví un vaso de leche y una magdalena, y me senté a la mesa.

– ¿Qué tal te ha ido el trabajo? -pregunté a Valerie.

– No me han despedido.

– Genial. Antes de que te des cuenta, te estará proponiendo matrimonio.

– ¿Tú crees?

Le eché una mirada de soslayo.

– Era una broma.

– Podría pasar -dijo Valerie espolvoreando una magdalena con confites de colores.

– Valerie, no te vas a casar con el primer hombre que te encuentres…

– Pues sí. Con tal de que tenga una casa con dos cuartos de baño, juro por Dios que me da lo mismo que sea Jack el Destapador.

– Estoy pensando en comprarme un ordenador para practicar cibersexo -dijo la abuela-. ¿Alguna de vosotras sabe cómo funciona eso?

– Entras en un chat -contestó Valerie-. Y conoces a alguien. Y luego cada uno le escribe guarrerías al otro.

– Parece divertido -dijo la abuela-. ¿Y cómo se hace la parte del sexo?

– Bueno, la parte del sexo te la tienes que hacer tú misma.

– Sabía que era demasiado bueno para ser cierto -dijo la abuela-. Todo tiene su lado negativo.

Por la mañana, mientras estaba la última en la cola del baño, empecé a considerar el punto de vista de Valerie. Si tuviera que enfrentarme a las opciones de vivir eternamente con mis padres, casarme con Jack el Destripador o volver a casa con el sofá del mal fario, tenía que admitir que la de Jack el Destripador resultaba la más seductora. Bueno, puede que no Jack el Destripador, pero Pepe el Plasta podía tolerarse.

Llevaba mi atuendo habitual: vaqueros, botas y una camiseta elástica. Me había peinado con rizos y llevaba una buena capa de rímel. Llevo toda mi vida de adulta escondida detrás del rímel. Y si me siento muy insegura, añado perfilador de ojos. Hoy era día de perfilador. Además, me había pintado las uñas de los pies. Había sacado la artillería pesada, ¿no? Morelli había llamado para decirme que ya habían quitado la cinta de precinto. Se había encargado de que una empresa de limpieza le diera un repaso al apartamento, derrochando lejía concentrada donde fuera necesario. El creía que acabarían más o menos a mediodía. Por mí podían acabar más o menos en noviembre.

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