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– El perro se ha comido su sandwich -explicó Lula-. Y es culpa tuya por habernos distraído.

– Pues haz tu numerito de Tía Jemima* y prepárale otro sandwich -dijo Soder.

Los ojos de Lula se le salían de las órbitas.

* Aunt Jemima es una famosa marca de sirope y harina para hacer tortitas, y se caracteriza por el dibujo de una cocinera negra al más puro estilo tradicional. [N. del T.J

– ¿Tía Jemima, dices? ¿Has dicho tía Jemima? -se encaró con él hasta que su nariz estuvo a unos milímetros de la de Soder, con una mano en la cadera y con la otra sujetando fuertemente la sartén-. Escúchame, asqueroso fracasado del culo, será mejor que no me llames Tía Jemima, porque puedo darte Tía Jemima en la cara con esta sartén. Lo único que me contiene es que no quiero m-a-t-a-r-t-e delante de los e-n-a-n-o-s.

Entendía la postura de Lula, a pesar de que, al ser una mujer trabajadora blanca, mi perspectiva de Tía Jemima era completamente diferente. A mí, ese personaje sólo me traía buenos recuerdos, de humeantes tortitas chorreando sirope. Me encantaba Tía Jemima.

– Toc, toc -dijo Jeanne Ellen desde la puerta abierta-. ¿Puede añadirse uno más a esta fiesta?

Jeanne Ellen llevaba otra vez su modelo de cuero negro.

– ¡Ahí va! -dijo Amanda-. ¿Eres Catwoman?

– Michelle Pfeiffer era Catwoman -dijo Jeanne Ellen. Luego bajó la mirada a Oliver. Estaba de nuevo tumbado en el suelo, pataleando y gritando-. Basta -dijo Jeanne Ellen.

Oliver parpadeó dos veces y se metió el dedo pulgar en la boca.

Jeanne Ellen me sonrió.

– ¿De canguro?

– Pues sí.

– Qué bonito.

– Tu cliente está inmiscuyéndose -protesté.

– Te presento mis disculpas -dijo Jeanne Ellen-. Ya nos vamos.

Amanda, Oliver, Lula y yo nos quedamos quietos como estatuas hasta que la puerta se cerró detrás de Jeanne Ellen y Soder. Luego, Oliver se puso a llorar otra vez.

Lula intentó calmarle, pero sólo consiguió que Oliver gritara aun más. Así que le hicimos otro sandwich de queso a la plancha.

Oliver estaba acabándose el sandwich cuando regresó Dotty.

– ¿Qué tal todo? -preguntó.

Amanda miró a su madre. Luego nos miró detenidamente a Lula y a mí.

– Muy bien -dijo-. Me voy a ver la televisión.

– Steven Soder se ha pasado por aquí -dije.

A Dotty se le fue el color de la cara.

– ¿Ha estado aquí? ¿Soder ha venido aquí?

Alargó una mano hacia Oliver, en un protector gesto maternal. Retiró el pelo de la frente del niño.

– Espero que Oliver no os haya dado mucho la lata.

– Oliver se ha portado de maravilla -dije-. Tardamos un poco en descubrir que lo que quería era un sandwich de queso a la plancha, pero a partir de ahí se ha portado de maravilla.

– A veces ser madre separada puede llegar a desbordarte un poco -dijo Dotty-. Las responsabilidades. Y lo de estar sola. Cuando todo va bien no importa, pero a veces a una le gustaría que hubiera otro adulto en casa.

– Le tienes miedo a Soder.

– Es una persona horrible.

– Deberías contarme lo que está pasando. Podría ayudarte -al menos, esperaba poder ayudarla.

– Necesito pensármelo -dijo Dotty-. Te agradezco el ofrecimiento, pero necesito pensármelo.

– Me pasaré mañana por la mañana para ver si estás bien -dije-. Tal vez mañana podamos aclarar todo esto.

Lula y yo ya estábamos a medio camino de Trenton y ninguna de las dos había dicho una palabra.

– La vida se está volviendo cada vez más rara -dijo Lula por fin.

Aquella frase resumía en gran medida mis pensamientos. Supongo que había progresado un poco. Había hablado con Evelyn. Ya sabía que, por el momento, se encontraba en lugar seguro. Y sabía que no estaba demasiado lejos. Dotty había tardado en ir y volver menos de una hora.

Soder se estaba poniendo muy pesado, pero entendía su comportamiento. Era un capullo, pero también era un padre preocupado. Lo más probable era que Dotty estuviera negociando una especie de tregua entre Evelyn y Soder.

A la que no podía entender era a Jeanne Ellen. El hecho de que siguiera vigilando la casa me preocupaba. Ahora que Dotty conocía la existencia de Jeanne Ellen, permanecer al acecho parecía algo sin sentido. Entonces, ¿por qué seguía Jeanne Ellen enfrente de la casa de Dotty cuando nos fuimos? Era posible que Jeanne Ellen quisiera ejercer cierta presión acosándola. Intentar que Dotty capitulara a base de hacerle la vida insoportable. Había otra posibilidad, que parecía algo desatinada pero que había que tener en cuenta: la protección. Jeanne Ellen estaba allí como la escolta de la reina. Tal vez Jeanne Ellen estaba protegiendo el vínculo entre Evelyn y Annie. Esto me planteaba una serie de preguntas que no era capaz de contestar, tales como: ¿de quién protegía Jeanne Ellen a Dotty? ¿De Abruzzi?

– ¿Estarás a las nueve? -me preguntó Lula cuando aparqué delante de la oficina.

– Supongo que sí. ¿Y tú?

– No me lo perdería por nada del mundo.

De camino a casa me detuve en la tienda y compré algunas cosas. Para cuando llegué al apartamento ya era la hora de la cena y el edificio estaba lleno de aromas de comida. Sopa minestrone detrás de la puerta de la señora Karwatt. Burritos en el otro extremo del pasillo.

Llegué a mi puerta con la llave en la mano y me quedé helada. Si Abruzzi podía meterse en un coche cerrado con llave, también podría entrar en el apartamento. Había que tener cuidado. Metí la llave en la cerradura. La giré. Abrí la puerta. Me quedé un momento quieta en el descansillo, con la puerta abierta, tomándole el pulso al apartamento. Escuchando el silencio. Tranquilizada por los latidos de mi corazón y el hecho de que no se hubiera lanzado a devorarme una jauría de perros furiosos.

Atravesé el umbral, dejando la puerta abierta, y recorrí las habitaciones, abriendo cuidadosamente cajones y armarios. Ninguna sorpresa, gracias a Dios. Sin embargo, sentía algo peculiar en el estómago. Me estaba costando mucho borrar la amenaza de Abruzzi de mi cabeza.

– Toc, toc -dijo una voz desde el quicio de la puerta.

Kloughn.

– Estaba por el barrio -dijo-, y se me ha ocurrido pasar a saludarte. Además, traigo comida china. Era para mí, pero he comprado demasiada. Y he pensado que podría apetecerte. Pero no te la tienes que comer si no quieres. Aunque, claro, si te apeteciera sería genial. No sé si te gusta la comida china. O si prefieres comer sola. O…

Agarré a Kloughn y tiré de él hacia el interior del apartamento.

– ¿Qué es esto? -dijo Vinnie cuando me presenté con Kloughn.

– Albert Kloughn -dije-. Abogado.

– ¿Y?

– Me ha invitado a cenar y yo le he invitado a venir con nosotros.

– Parece el muñequito de las galletas. ¿Qué te ha dado de cenar, bollitos de mantequilla?

– Comida china -dijo Kloughn-. Ha sido uno de esos impulsos incontrolables. De repente me apetecía comida china.

– No me vuelve loco la idea de llevarme a un abogado a una detención -dijo Vinnie.

– No pienso denunciarle, se lo juro por Dios -dijo Kloughn-. Y fíjese, tengo una linterna, y un spray de defensa y todo. Estoy pensando en comprarme una pistola, pero no acabo de decidirme entre una de seis balas o una semiautomática. Aunque tiendo a inclinarme por la semiautomática.

– Decídete por la semiautomática -recomendó Lula-. Le caben más balas. Uno nunca tiene suficientes balas.

– Quiero un chaleco antibalas -dije a Vinnie-. La última vez que hicimos una detención juntos lo destrozaste todo a tiro limpio.

– Fueron unas circunstancias especiales -replicó Vinnie.

Sí, vale.

Kloughn y yo nos pertrechamos con sendos chalecos Kevlar y los cuatro nos metimos en el Cadillac de Vinnie.

Media hora más tarde estábamos aparcados a la vuelta de la esquina de la casa de Bender.

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