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Me fui de casa de Mabel, les conté lo de Jeanne Ellen a mi madre y a mi abuela, cogí una galleta para el camino y me dirigí a casa, haciendo primero una parada rápida en la oficina.

Lula entró detrás de mí.

– Espera a ver las botas que me he comprado. Me he comprado unas botas de motera -tiró el bolso y la chaqueta en el sofá y abrió una caja de zapatos-. Fíjate. ¿Son o no son la bomba?

Eran unas botas negras con gruesos tacones altos y un águila cosida a un lado. Connie y yo estuvimos de acuerdo. Aquellas botas eran la bomba.

– Bueno, ¿y tú qué has hecho? -me preguntó Lula-. ¿Me he perdido algo interesante?

– Me he encontrado con Jeanne Ellen Burrows.

Connie y Lula se quedaron boquiabiertas a la vez. A Jeanne Ellen no se la veía con frecuencia. Casi siempre trabajaba por la noche y era tan escurridiza como el humo.

– Cuenta -dijo Lula-. Necesito enterarme de todo.

– Steven Soder la ha contratado para que encuentre a Evelyn y Annie.

Connie y Lula intercambiaron miradas.

– ¿Lo sabe Ranger? -preguntó Connie.

Corrían muchos rumores sobre Ranger y Jeanne Ellen. Uno de ellos decía que vivían juntos en secreto. Otro aseguraba que eran mentor y pupila. Estaba claro que en un momento u otro habían mantenido cierta relación. Y yo estaba bastante segura de que ya no existía, aunque con Ranger era difícil estar segura de nada.

– Esto va estar muy bien -dijo Lula-. Ranger, tú y Jeanne Ellen Burrows. Si yo fuera tú, me iría a casa a arreglarme el pelo y a ponerme un poco de rímel. Y pararía en la tienda Harley para comprarme unas botas de éstas. Necesitarás un par de botas de éstas para pisarle el terreno a Jeanne Ellen.

Mi primo Vinnie asomó la cabeza por la puerta de su despacho.

– ¿Estáis hablando de Jeanne Ellen Burrows?

– Stephanie se la ha encontrado hoy -dijo Connie-. Están trabajando en el mismo caso, en terrenos contrarios.

Vinnie me sonrió.

– ¿Te vas a enfrentar a Jeanne Ellen? ¿Estás loca? ¿No se tratará de uno de mis NCT (No Compareciente ante el Tribunal), verdad?

– Es una fianza de custodia infantil -dije-. La bisnieta de Mabel.

– ¿La Mabel que vive al lado de tus padres? ¿Esa Mabel más vieja que la pana?

– Esa misma. Evelyn y Steven se divorciaron y ella se ha llevado a la niña.

– Y Jeanne Ellen está trabajando para Steven Soder. Lógico. Seguramente el depósito lo hizo Sebring, ¿verdad? Sebring no puede ir tras Evelyn, pero puede aconsejarle a Soder que contrate a Jeanne Ellen. Además, es exactamente el tipo de caso que ella aceptaría. Una niña desaparecida. A Jeanne Ellen le encanta tener una causa que defender.

– ¿Cómo sabes tanto de ella?

– Todo el mundo la conoce -dijo Vinnie-. Es una leyenda. Madre mía, te van a dar para el pelo.

Aquel rollo con Jeanne Ellen empezaba a fastidiarme.

– Me tengo que ir -dije-. Tengo mucho que hacer. Sólo he venido a llevarme un par de esposas.

Las cejas de todos los presentes se alzaron un par de centímetros.

– ¿Necesitas otro par de esposas? -dijo Vinnie.

Le lancé mi mirada de síndrome premenstrual.

– ¿Supone algún problema para ti?

– No, por Dios. Voy a pensar que se trata de sadomasoquismo. Voy a imaginarme que en algún sitio tienes a un tío encadenado y en pelotas. Es más tranquilizador que pensar que uno de mis fugitivos anda por ahí con tus esposas puestas.

Aparqué al final del estacionamiento, cerca del contenedor de basura, y recorrí andando la corta distancia que me separaba de la entrada trasera del edificio de apartamentos donde vivo. El señor Spiga acababa de aparcar su Oldsmobile de hace veinte años en uno de los codiciados espacios para discapacitados, cercano a la puerta, con su tarjeta de discapacitado orgullosamente expuesta en el parabrisas. Tenía setenta años, estaba jubilado de su trabajo en la fábrica de botones y, salvo por su adicción al laxante Metamucil, disfrutaba de una salud excelente. Afortunadamente para él, su mujer es ciega de verdad y está imposibilitada por una operación de cadera que salió mal. En este aparcamiento una tarjeta de discapacidad no es que sea gran cosa. La mitad de los habitantes del edificio se han sacado un ojo o han metido el pie debajo de un coche para conseguir la calificación de discapacitado. En Jersey, muchas veces el aparcamiento es más importante que la visión.

– Bonito día -dije al señor Spiga.

Sacó una bolsa de la compra del asiento trasero.

– ¿Has comprado carne picada últimamente? ¿Quién pone estos precios? ¿Cómo puede la gente permitirse el lujo de comer? ¿Y por qué es tan roja la carne? ¿Te has fijado alguna vez que sólo es roja por fuera? La rocían con algo para que parezca fresca. La industria cárnica se está yendo al carajo.

Le abrí la puerta.

– Y otra cosa -dijo-: A la mitad de los hombres de este país les están creciendo los pechos. Te digo que es por todas las hormonas que les dan a las vacas. Bebes la leche de esas vacas y te crecen los pechos.

Ay, pensé yo, si fuera tan fácil…

Las puertas del ascensor se abrieron y la señora Bestler asomó la cabeza.

– Sube -dijo.

La señora Bestler tenía unos doscientos años y le gustaba jugar a ascensorista.

– Segunda planta -dije.

– Segunda planta, bolsos de señora y trajes de vestir -canturreó, dándole al botón.

– Caray -dijo el señor Spiga-. Este sitio está lleno de chalados.

Lo primero que hice nada más entrar en mi apartamento fue mirar los mensajes. Trabajo con un misterioso cazarrecompensas que me pone como un flan y que me hace insinuaciones sexuales para, luego, no seguir el juego. Y estoy en la fase de apagado de una relación intermitente con un poli con el que creo que me gustaría casarme… algún día, pero no ahora. Ésa es mi vida amorosa. En otras palabras, mi vida amorosa es un cero patatero. No puedo ni recordar la última vez que tuve una cita. Un orgasmo no es más que un lejano recuerdo. Y no había mensajes en el contestador.

Me derrumbé en el sofá y cerré los ojos. Mi vida se iba al garete. Dediqué una media hora a la autocompasión y estaba a punto de levantarme para darme una ducha, cuando sonó el timbre. Fui hasta la puerta y atisbé por la mirilla. No había nadie. Me di la vuelta e iba a alejarme de allí, cuando oí unos ruidos como de siseos al otro lado de la puerta. Volví a mirar. Seguía sin haber nadie.

Llamé por teléfono a mi vecino de enfrente y le pedí que abriera su puerta y me dijera si había alguien. De acuerdo, es algo despreciable por mi parte, pero nadie quiere matar al señor Wolesky y a mí sí me quieren matar de vez en cuando. No está de más ser cautelosa, ¿verdad?

– ¿Estás loca? -dijo el señor Wolesky-. Estoy viendo La tribu de los Brady. Me has llamado en mitad de La tribu de los Brady.

Y colgó.

Seguía oyendo los ruidos detrás de la puerta, así que saqué la pistola del bote de las galletas, encontré una bala en el fondo del bolso y abrí la puerta. Del picaporte colgaba una bolsa de lona verde oscura. La bolsa estaba cerrada en la parte superior con un lazo corredizo y algo se movía dentro de ella. Lo primero que pensé fue que se trataba de un garito abandonado. Descolgué la bolsa del picaporte, solté el cordón y miré en su interior.

Serpientes. La bolsa estaba llena de serpientes grandes y negras.

Solté un chillido, dejé caer la bolsa al suelo y las serpientes salieron reptando. Entré en el apartamento de un brinco y cerré la puerta. Pegué el ojo a la mirilla. Las serpientes se dispersaban. Mierda. Abrí la puerta y le disparé a una. Ya me había quedado sin balas. Mierda otra vez.

El señor Wolesky abrió la puerta.

– ¿Qué demo…? -dijo, y cerró la puerta de golpe.

Corrí a la cocina en busca de más balas y una serpiente entró detrás de mí. Con otro chillido me encaramé a la encimera de la cocina.

Cuando llegó la policía, todavía seguía subida allí. Eran Cari Costanza y su compañero, Big Dog. Yo había ido al colegio con Cari y éramos amigos de una manera peculiar y algo distante.

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