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– Normas de juego limpio…

– … pensadas para proteger a las minorías cuando actúan como proveedores. Sé que nunca se aplicaron en el caso de clientes, excepto para limitaciones en instalaciones de energía-Y.

Pero se puede hacer la prueba, doctor Ong. Las minorías tienen derecho a que se les ofrezca el mismo producto que a los que no son minoría. Sé que al Instituto no le caería bien un juicio, Doctor. Ninguna de sus veinte familias de la prueba genética beta es negra o judía.

– ¡Un juicio!… ¡pero usted no es negro ni judío!

– Pertenezco a otra minoría.

Polaco-americano. Mi apellido era Kaminsky. -Camden al fin se puso de pie y sonrió cálidamente-. Vea, es descabellado. Usted lo sabe, yo lo sé, y ambos sabemos que de todos modos los periodistas igualmente lo disfrutarían. Y usted sabe que yo no quiero entablar una demanda descabellada, solamente como amenaza de una publicidad prematura y adversa para lograr lo que quiero. Sólo quiero para mi hija ese maravilloso adelanto que han conseguido.

Su rostro cambió, adoptando una expresión que Ong no hubiera creído posible en esas facciones: ansiedad.

– Doctor,… ¿sabe usted cuánto más habría logrado si no hubiera tenido que dormir en toda mi vida?

Elizabeth Camden dijo ásperamente:

– Apenas duermes ahora.

Camden bajó la vista, como si hubiera olvidado que ella estaba allí.

– Bueno, no querida, ahora no. Pero cuando era joven… la escuela, podría haber terminado los estudios aún manteniendo… Bueno, nada que ahora importe.

Lo que sí importa, Doctor, es que usted, yo y su Directorio lleguemos a un acuerdo.

– Señor Camden, por favor retírese ya mismo.

– ¿Quiere decir antes de que usted pierda los estribos por mi presunción? No sería el primero.

Espero que arregle una reunión para finales de la semana próxima, cuándo y dónde usted diga, por supuesto. Basta con que informe a mi secretaria, Diane Clavers, los detalles. Cuando a ustedes les quede cómodo.

Ong no los acompañó a la puerta. Le palpitaban las sienes.

Elizabeth Camden se volvió desde la puerta:

– ¿Qué pasó con el vigésimo?

– ¿Qué?

– El vigésimo bebé. Mi esposo dijo que diecinueve son sanos y normales. ¿Qué sucedió con el vigésimo?

Las palpitaciones aumentaron.

Ong sabía que no debía contestar; que probablemente Camden ya sabía la respuesta, aunque no la supiera su mujer; que él, Ong, de todos modos iba a contestar; que luego se arrepentiría, amargamente, de su falta de autocontrol.

– El vigésimo bebé murió. Sus padres resultaron ser inestables. Se separaron durante el embarazo, y la madre no pudo soportar las veinticuatro horas de llanto de un bebé que nunca duerme.

Elizabeth Camden lo miró con ojos desorbitados:

– ¿Lo mató?

– Accidentalmente -dijo brevemente Camden-. Sacudió al chiquito demasiado fuerte.

Se dirigió, ceñudo, a Ong:

– Niñeras, Doctor. En turnos.

Deberían haber elegido solamente padres lo bastante ricos como para pagar niñeras en turnos.

– ¡Eso es horrible! -exclamó la señora Camden, sin que Ong pudiera saber si se refería a la muerte del bebé, a la falta de niñeras o al descuido del Instituto. Ong cerró los ojos.

Cuando se fueron, tomó diez miligramos de ciclobenzaprine III. Por su espalda, sólo por su espalda. Otra vez le dolía su vieja herida. Luego se detuvo ante la ventana largo rato, sosteniendo aún el imán sujeta-papeles, sintiendo cómo cedía la presión en sus sienes, cómo se iba relajando. Ante él el Lago Michigan lamía pacíficamente la orilla; la policía había hecho una redada de los sin techo la noche anterior, y todavía no habían tenido tiempo de volver.

Sólo quedaban sus desechos, tirados entre los arbustos del parque ribereño: mantas raídas, diarios, bolsas de plástico como patéticos estandartes pisoteados. Era ilegal dormir en el parque, entrar a éste sin un permiso de residencia, era ilegal no tener vivienda ni residencia. Mientras Ong miraba, empleados uniformados del parque comenzaron a ensartar metódicamente los diarios y a meterlos en limpios recipientes autopropulsados.

Ong tomó el teléfono para llamar al Presidente del Directorio del Instituto Biotech.

Había cuatro hombres y tres mujeres sentados en torno a la pulida mesa de caoba de la sala de reuniones. Doctor, abogado, jefe indio, pensó Susan Melling, mirando a Ong, Sullivan y Camden, y sonrió. Ong notó la sonrisa y la miró con frialdad. Asno pomposo. Judy Sullivan, abogada del Instituto, se volvió para hablar en voz baja con el abogado de Camden, un hombre delgado y nervioso con cara de obedecer al amo. El amo, Roger Camden, el mismísimo jefe indio, era el que más feliz parecía. El letal hombrecito -¿Cómo se hace para llegar a ser tan rico, partiendo de la nada? Ella, Susan, nunca lo sabría- irradiaba excitación. Brillaba, ardía, tan diferente de los habituales aspirantes a padres que intrigó a Susan. Generalmente los padres y madres -especialmente los padres- se sentaban allí con aspecto de estar en una fusión de empresas. Camden lucía como si estuviera en una fiesta de cumpleaños.

Y, por supuesto, así era. Susan le dirigió una sonrisa, y le agradó ver que se la devolvía.

Rapaz, pero con un encanto que solamente podía describirse como inocente… ¿Cómo sería en la cama? Ong frunció majestuosamente el entrecejo y se puso de pie para hablar.

– Damas y caballeros, creo que podemos empezar. Tal vez corresponda presentarlos. El señor Roger Camden, la señora Camden, por supuesto, nuestros clientes.

El doctor John Jaworski, abogado del señor Camden. Señor Camden, esta es Judith Sullivan, jefa de Legales del Instituto; Samuel Krenshaw, en representación del Director del Instituto, Doctor Brad Marsteiner, quien lamentablemente no puede estar hoy aquí; y la doctora Susan Melling, quien desarrolló la modificación genética que afecta el sueño. Hay algunos puntos de interés legal para ambas partes…

– Olvide los contratos por un minuto -interrumpió Camden-.

Hablemos del asunto del sueño.

Quiero hacer unas preguntas.

– ¿Qué querría saber? -dijo Susan. Los ojos de Camden eran muy azules en su estólida cara; no era lo que ella esperaba. La señora Camden, quien por lo visto carecía tanto de nombre de pila como de abogado, ya que Jaworski fue presentado como el de su esposo pero no de ella, miraba con una expresión que no podía saberse si era adusta o asustada.

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