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– Me afectan, pero no me importan.

Ramiro pestañeó como si estuviera ametrallando a Álvaro Conesal.

– ¿Sabe usted lo que acaba de decir? ¿Sabe que de seguir este criterio quedan fuera de sospecha todos los candidatos a asesino por el lado de los negocios o la política?

– No necesariamente, pero es probable.

Ramiro estaba indignado contra todo y contra nada, daba paseos, miraba el reloj, cabeceaba, pero había prometido tres preguntas y sólo había hecho dos.

– ¿Quién iba a ganar el premio?

– No lo sé. No me importaba demasiado. Presencié toda clase de tráficos de influencia y algunos trataron incluso de utilizarme a mí. Finalmente cumplí con mi deber, ayudé a montar este show y eso fue todo.

– ¿Conocía la novela presentada por Ariel Remesal y encargada por Regueiro Souza?

– La sospechaba.

– ¿La sospechaba? ¿Eso es todo?

– La sospechaba. He dicho lo suficiente. No la he leído, pero la sospechaba.

– ¿No le molestaba la idea de que esa novela la leyera su padre?

– Soy partidario de la libertad de lectura. Mi padre era un ser vivo con sus propios problemas de supervivencia biológica y mental. Igual que yo. Quizá conociera el contenido de la novela, pero no, no la había leído, de lo contrario me habría hecho algún comentario y además mi padre conocía mi homosexualidad, aunque sin duda no le habría gustado saber que mi primera relación se produjo con Regueiro Souza. Mi padre era tan egocéntrico que lo hubiera interpretado como una agresión sexual a su persona. Mi padre sólo leyó, y no creo que acabara, la novela ganadora, o mejor dicho, la que iba a ganar.

– El señor Regueiro Souza nos ha dicho que entregó una copia de la novela a su madre de usted.

– Celso es muy extravertido. Sobrestimaba el miedo que mi padre podía sentir ante mis vicios privados.

– Su padre murió porque alguien sustituyó el contenido de las cápsulas de Prozac por un veneno fulminante, alguien que pudo incluso hacer la sustitución en otro momento, puesto que su padre llevaba las pastillas encima o las tenía en su domicilio.

– Mi padre disponía de reservas de Prozac en todos los lugares donde previera instalarse, la suite del Venice uno más. Era un problema de intendencia, como los batines de seda o las botellas de whisky.

– Es decir, que esas pastillas sólo pudieron ser manipuladas o sustituidas aquí. Pero ni siquiera es forzoso que esa manipulación o sustitución se hiciera hoy.

– Sí. Ayer mi padre durmió aquí y tomó Prozac de ese mismo frasco. La sustitución debió de hacerse hoy.

– Señor Conesal, he hablado con todos cuantos salieron de este salón para ponerse en contacto con su padre y de todo lo que no entiendo hay algo que me es especialmente inexplicable. Su padre convoca un premio y la noche misma de la concesión no sabe quién va a ganarlo, no se encuentran los originales finalistas y es de prever que haya un ganador. Su padre escribió unas notas enigmáticas y envolvió con un círculo la palabra Ouroboros. ¿Qué le dice esta palabra?

– Nada especial, que yo sepa.

Ramiro se encogió de hombros. Álvaro podía marcharse y el jefe superior de policía comunicar que la fiesta había terminado.

– Le comunico que he hecho detener al señor Oriol Sagalés como presunto autor del asesinato. Lo digo porque puede circular en cualquier momento y no quiero que se sorprenda.

El rostro de Álvaro era de escepticismo o de desilusión. Ni Ramiro supo aclararlo, ni Carvalho, que le acompañó de retorno al salón sin esperar ni ofrecer una palabra. El jefe superior de policía se metió en la habitación con sus hombres y Álvaro afrontó el retorno al comedor seguido de Carvalho.

– ¿Cómo está la cosa, Álvaro?

La pregunta la había hecho alguien en concreto pero parecía que la habían hecho todos los presentes, menos un extraño orfeón compuesto en torno de la mesa donde permanecía el Nobel realmente existente, que además actuaba de director polifónico secundado por el académico Daoiz y el escritor Sánchez Bolín.

Los estudiantes navarros

cuando van a la posada

lo primero que preguntan

chin pon jódete patrón saca pan y vino,

chorizo y jamón

¡y un porrón!

Que adonde se acuesta el ama.

Leguina se había aflojado la corbata, estaba con los codos desparramados sobre una mesa en la que sólo le hacía compañía la ministra.

– Tengo ganas de que tome posesión de una vez el nuevo presidente. El poder a veces no corrompe pero te convierte en una esponja, en lo más parecido a una esponja que absorbe lo que le echen. Lo que más deseo en este mundo es recuperar el esqueleto.

La ministra le dedica sonrisas cariñosas consoladoras de cesantes.

– Yo también tengo ganas de volver a mi tierra y vestirme como me dé la gana sin que me miren como a un bicho raro. Aquí en Madrid todas las mujeres visten de beige.

– Es que los valencianos tenéis otro sentido del color.

– Y de la estética, Joaquín. Porque aquel asno que se llamó Unamuno dijo que nos ahogaba la estética, pero es que aquí a todo el mundo le ahoga el requesón. ¡Es que hay una mala leche en Madrid, Leguina!

– ¿Qué te gustaría ser cuando fueras mayor?

– Marchante de pintores y viajar mucho. Descubrir nuevos talentos. Vivir un año en Bali.

Leguina contemplaba torvamente a todos los presentes.

– Qué lástima que eso de la revolución sea mentira y no se pueda acabar con tanto chorizo. En España no hay los suficientes trigales para el pan que se necesita para tanto chorizo. Seguro que este lío lo han montado Mario Conde y Pedro J. Ramírez.

– ¡Por la caída del régimen!

Elevaba su copa y su brindis un hipercalórico Sánchez Bolín, propuesta que secundaron educadamente Leguina y la ministra, pero que acogió con frialdad el premio Nobel realmente existente.

– No me toque usted a Su Majestad que es alto y rubio y cualquier presidente de la República sería calvo, regordete y tan bajito que levantaría el polvo de los caminos cuando se pegara pedos, como usted.

Mudarra Daoiz prefería continuar la vena canora y desafinaba unas veces atipladamente y otra cual barítono de fondo una versión de Antonio Machado musicada por Serrat.

Caminante no hay camino,

se hace camino al andar.

La única persona viva que le secundaba era su esposa, dotada de mejor voz y entonación, pero el duque de Alba decidió abandonarles acompañado por Mona d'Ormesson, determinado a caminar entre mesas llenas de cadáveres a los que ya no les quedaba ni indignación. Allí estaba Beba Leclerq con la mirada perdida en un lugar del salón que sólo ella veía y su marido contemplaba obsesivamente un vaso como si fuera a embestirlo. Aquel novelista jovencito hablaba por los codos con Marga Segurola, extrañamente receptiva, no así Altamirano que había sacado un libro del bolsillo y lo leía ávidamente ajeno a cuantos chuzos cayeran a su alrededor.

– ¿Qué estás leyendo?

Le mostró el libro: Poesía y Estilo de Pablo Neruda, Amado Alonso.

– Es una edición vamos a llamarla de bolsillo de Sudamericana del año 66.

– ¡1966! Yo entonces era un joven jesuíta que estudiaba en Frankfurt y organizaba encuentros entre marxistas y católicos.

– ¿Quién recuerda ahora a los grandes humanistas de la República, Amado Alonso, Sánchez Albornoz, Américo Castro, Cansinos Asens, Guillermo de Torre…? En 1936 este país empezó a ser peor para siempre.

– Hay países que nacen para hacer la historia y otros para padecerla.

Mona cogió por el brazo al melancólico duque y apostilló:

– Eso no es de la escuela de Frankfurt, duque, eso es de Nietzsche.

– Sea de Nietzsche o de Perico de los Palotes, es una verdad como un templo. He tenido la santa paciencia de esperar durante los veinte años de la Transición que este país fuera normal, abandonara el cultivo de la perversa diferencia metafísica propiciada por aquel generalote de espíritu miserable. Y no se ha producido el milagro. Modernidad, sí, pero con caspa y sarro.

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