Como Ramiro no se decidía a repartirlos por mensualidades, Sánchez Bolín se puso a hacer cálculos mentales.
– Seamos generosos con los lectores. Treinta millones que se quedan en quince, a repartir en treinta y seis meses, es decir, en tres años. Sale una media de quinientas mil pesetas al mes, lo que da para vivir con dignidad, pero no para disponer de los ahorros suficientes para que una enfermera terminal te limpie el culo con una sonrisa en los labios y te diga: señor Sánchez Bolín, hace un hermoso día, los pajaritos cantan y las nubes se levantan.
– Pues si supiera usted lo que gano yo al mes…
– Pero usted por su mentalidad, por su supuesta mentalidad, se habrá rodeado de un entorno familiar convencional y no es éste mi caso. Yo soy solterón.
– Sí, pero a veces he pensado. ¿Qué va a ser de ti cuando no puedas trabajar? ¿Cuando no puedas valerte por ti mismo? Y además, debido a mi oficio, presencio la miseria humana y compruebo que los más miserables son los que más se enriquecen.
– Usted lo ha dicho. Igual le pasa a un escritor que contempla cómo puede hacer rico o pobre a un personaje y él se queda, las más de las veces, a dos velas.
– Eso no es justo.
Todo el mundo estaba de acuerdo en que no era justo y hasta los subalternos hacían sus cálculos sobre los quinquenios que constaban en su haber y la jubilación previsible.
– Además, en mi caso, acaba de entrar un nuevo manager editorial que se llama Terminator Belmazán que ha declarado la guerra biológica a todos los relacionados con la editorial que tengan una memoria histórica diferente a la suya. Para él la literatura española empieza el día en que él controla las cifras de ventas y devoluciones de la editorial.
– Pues si conociera usted a los jefes de personal que nos meten los del Ministerio del Interior… No tienen tampoco memoria histórica.
Carvalho, sabedor de lo que le gustaba a Sánchez Bolín era provocar situaciones al borde del absurdo, recordó los motivos de su asistencia.
– ¿Le reveló el señor Conesal si usted era el ganador?
– Todo lo contrario. Me llamó y me dijo que no ganaba, pero me ofreció un contrato fenomenal para escribir una autobiografía de él. Es decir, de hacerme pasar por Lázaro Conesal y redactar mi supuesta autobiografía. Nunca he hecho una cosa así, pero la oferta era tentadora.
– Usted que ha fabulado tantas novelas policíacas…
– No es exactamente mi género pero se acerca.
– Bien. De todo lo que se ha especulado, rumoreado, de todo lo que ustedes ya habrán dilucidado en el salón, ¿qué conclusiones se derivan? ¿Quién podría ser el asesino?
– Me cuesta mucho encontrar a los asesinos en la vida real. En las novelas siempre sé quién es el asesino, como sé también que siempre es el mismo.
– ¿Quién?
– El autor.
Aunque a Carvalho la respuesta le dejó caviloso, Ramiro la pasó por alto y ya recuperado de su angustia biológica y económica regresó a la investigación.
– Supongo que por tratarse de usted el señor Conesal le dio la negativa muy amablemente.
– Por tratarse de mí y de cualquiera. Conesal, no es que le haya tratado mucho, pero siempre era un hombre amable y razonablemente culto.
– ¿Qué quiere decir razonablemente culto?
– Lo suficientemente culto como para conocer el nombre de las cosas inútiles y lo suficientemente práctico para hacerse rico a pesar de la cultura y de saber el nombre de las cosas inútiles.
– ¿No observó usted nada que fuera sorprendente en el señor Conesal o en su entorno?
– La tristeza. El señor Conesal estaba hondamente triste y el premio parecía no importarle. Iba desaliñado. Yo tuve incluso una impresión más sorprendente. Como si no supiera quién iba a ganar el premio y como si no le interesara decidirlo. Al menos en aquel momento.
Así como Sánchez Bolín conservaba el sistema nervioso relajado, Oriol Sagalés mantenía el suyo como un árbol erguido pero tenso y una lengua demasiado empapada por el regusto del alcohol. Arqueó su ceja preferida y se predispuso a demostrar lo obvio, que era mucho más inteligente que quienes le interrogaban, aunque le inquietaba la presencia entre la penumbra de fondo de aquel experto en whiskies que había conocido en los servicios.
– Así como los fámulos del sistema, los periodistas, suelen acogerse al secreto profesional, permítame que yo me acoja a lo mismo. Si me he presentado al premio o no es cosa mía.
El policía mecanógrafo tendió el papel del fax a Ramiro y el inspector lo leyó con una cierta desgana.
– Oriol Sagalés. Tiene usted un curioso antecedente delictivo. Usted agredió en la librería Áncora y Delfín de Barcelona a un cliente y pretextó que la agresión se debía al hecho de que estaba comprando un libro titulado Lucernario en Lucerna, del que es autor usted mismo. Según consta en esta nota usted dijo que el autor es el único propietario de la obra y que cualquier aspirante a lector en realidad era un intruso en la propiedad ajena y un imbécil que trataba de vampirizar la inteligencia del autor.
– Exactamente. Yo vi cómo aquel indudable analfabeto compraba mi novela y al acercarse a caja preguntaba: ¿Está bien? ¿Me divertirá? Y aún habría podido aceptar tamaña usura mental, pero es que a continuación informó: Si no tengo un libro en las manos no puedo dormirme. Fui hacia él. Le advertí lealmente: Voy a pegarle dos hostias, señor mío. Y se las pegué.
– ¿Y el agredido?
– Tenía una fuerza barriobajera y sin elegancia. Trató de pegarme una patada en los cojones y como no lo consiguiera me la dio en la espinilla. No sé por qué da usted tanta importancia a esa peripecia.
– Es sorprendente que un escritor tan exigente con respecto a lo que escribe y a quien le lee, se presente a un premio literario como éste.
– La plana mayor de la más quintaesenciada literatura española se ha presentado a esa horterada que es el Planeta, desde Juan Benet a Mario Vargas Llosa y ésos son nombres conocidos, pero me consta que se han presentado bajo seudónimo novelistas opuestos por el vértice a la filosofía del premio y de la editorial. Yo, de haberme presentado, lo habría hecho al más hortera de los horteras, es decir, al más caro. Ya me vendo barato cuando escribo necrológicas. ¿Quiere que le componga una necrológica?
– ¿A santo de qué?
– ¿Cuál es su gracia?
– Antonio Ramiro, inspector del Cuerpo Superior de Policía.
– Ha fallecido Antonio Ramiro, inspector jefe del Cuerpo Superior de Policía que supo conservar el desorden gracias a la ley. Su afligida esposa, hijos, familiares agradecen los testimonios de pésame aportados por toda clase de policías y chorizos de variada condición…
– Pégale una patada en los huevos, Tonio -recomendó uno de los policías comparsas hasta entonces silencioso, pero el propio Ramiro le instó a que siguiera en silencio mientras observaba a Sagalés como si le viera por primera vez.
– ¿De qué habló con el señor Conesal esta noche?
– ¿He de deducir que me han espiado?
– Este hotel está lleno de circuitos cerrados de televisión.
La palidez de Sagalés tenía tres dimensiones e incluso le pesaba en la cara hundiéndole las mejillas y las arrugas junto a los labios. Carvalho opinó:
– Debería usted leer más novelas policíacas.
– En las de Conan Doyle, que son las que me gustan, no hay circuitos cerrados de televisión. -Se puso la ceja en ristre y pasó al ataque-. Bien. Si lo saben todo podrán comprender que mi conversación con Conesal no fue demasiado agradable. Le dije que puesto que se follaba a mi mujer y yo no, lo menos que podía hacer era darme el premio.
– ¿Qué relación tenía su mujer con Lázaro Conesal?
– Pregúntenselo a ella. Yo hablo por mí.
Un temblor en los párpados y los viajes que los ojos trataban de emprender para salirse ora por la derecha, ora por la izquierda fue descendiendo desde la cara a las manos pequeñas, aunque los dedos fueran largos y delgados, blancos, casi transparentes, una mano mal crecida.