– ¿Se llama la chica realmente María?
– Tal como suena. Y él se llama José, simplemente José.
O le cansaba la conversación o era realmente la hora de partir hacia el Venice para conocer el lugar de lo que podía ocurrir, informó Álvaro sin paliativos y esta vez viajaron a bordo de un Lotus Ford pilotado por el chico Conesal. Antes de llegar al Venice, Álvaro se metió por una de las urbanizaciones colaterales a la Castellana y se detuvo ante un chalet con vocación no ultimada de estilo francés alpino residente en Madrid.
– Recogeremos a mi madre.
Aquel muchacho era tan educado que ni siquiera tocó el claxon. Salió del coche y se valió del contestador automático conectado al circuito televisivo para reclamar a su madre. La salida de la mujer fue casi inmediata. Pero venía cargada de agravios y entre la madre y el hijo hubo un intercambio de frases duras que Álvaro trataba de cortar indicando la presencia de un extraño en el interior del coche. Carvalho reconoció en ella a la mujer angulosa que había visto dialogando con la azafata rubia y llorosa a las puertas del despacho de Lázaro Conesal. Era una cincuentona delgada sin maquillar que vestía ropa deportiva y subrayaba sus canas con un plateado excesivo. No parecía la mujer de Lázaro Conesal, ni siquiera la madre de Álvaro. Estaba echa una furia y Carvalho pulsó el resorte para que descendiera el cristal automático y captar lo que quedara de disputa.
– Tu padre es como Atila. La hierba no vuelve a crecer por donde él pasa.
– No es el momento, mamá.
– ¿Cuándo será el momento? ¿Por qué eludes la cuestión? Yo ya no cuento. Pero ¿cuándo irá a por ti?
Álvaro le señaló el coche para que ella viera por fin que eran observados. La obligó a acercarse y Carvalho salió del vehículo para saludarla.
– Mi madre, Milagros Jiménez Fresno. Pepe Carvalho.
Cedía Carvalho el asiento delantero a la dama, pero ella eligió sentarse detrás.
– Me fastidian los cinturones de seguridad.
Suspiró aliviada en cuanto se instaló en el asiento trasero y su hijo puso en marcha el coche.
– No sé cómo las aguanto. Sólo hay una cosa peor que una mujer rica y tonta. Treinta mujeres ricas y tontas.
– ¿Erais treinta?
– Treinta y una, hijo, exclúyeme a mí.
– Perdona. No eres tonta pero eres rica.
– En casa el único rico es tu padre. ¿Le veré esta noche?
– ¿Cómo no vas a verle si asistís los dos a la concesión del premio?
– Pues mira que yo no sé si ir. Tu padre siempre está rodeado de fascistas, explotadores y putas.
Álvaro dejó de mirar el recorrido para echar sobre su madre una sonriente mirada de reproche.
– Iré si me haces un favor.
– Hecho.
– La reunión de hoy era por lo del Rastrillo y cada año vienen escritores a firmar sus libros para que no se diga que sólo vendemos objetos para beneficencia. Quiero que me ayudes a hacer una lista de escritores equilibrada. Estas necias no salen del repertorio de escritores vinculados a ABC. Vosotros, tu padre y tú, que ahora traficáis en Literatura, a ver si me ayudáis a compensarlas. Tenéis de todo, ¿no?
– Tenemos de todo. Un repertorio completo. Derechas, izquierdas, centros, altos, bajos, gordos, catalanes, leoneses, leídos, no leídos.
– Ahora bien, yo estaré atenta. No me vais a dar el pego, ¿usted escribe, señor…?
– Carvalho. No. Yo quemo libros.
Se estableció el silencio en el asiento trasero.
Álvaro estaba al borde de la risa pero mantenía el volante con una elegancia de chófer de nacimiento. Detuvo el coche ante la que parecía ser mansión de los Conesal oculta por una espesa y alta tapia de ladrillos morados y su madre se metió en ella apresurada, pretextando tiempos imposibles, arreglos imprecisos y sin atreverse a decirle nada a aquel extraño tan cortante, quemador de libros. Uno de los muchos fascistas que rodeaban a su marido. Fascistas, explotadores y putas. Bastaron tres manzanas para llegar ante el Venice y el Lotus Ford apenas si tuvo tiempo de ponerse en marcha. En cuando Alvarito apretó el pedal ya estaban ante aquel templo griego de color rosa rodeado por cuatro torres cilindricas para sendos ascensores que subían y bajaban estuvieran vacíos o llenos, como émbolos simbólicos de la rutina y la tenacidad de un edificio de servicios, alertó Álvaro al que se le notaba satisfecho con el edificio y su conceptualidad, palabra que repitió varias veces.
– Los posconceptualistas se han empeñado en buscar un arte fugaz, la instalación, impracticable y condenado a desaparecer y la arquitectura hotelera es la única salida porque implica lo rutinario de la escenificación del vivir lejos de casa. Más coincidencias para la magia de la coincidencia entre la rutina del servicio y la angustia del cliente desidentificado, imposible. ¿Ha observado usted la inquietud con la que el cliente de un hotel aguarda que se compruebe su reserva previa? Si no figura en esa lista puede llegar a dudar de su propia identidad. ¿Ha figurado usted alguna vez en las listas de espera de un aeropuerto? ¿No se ha angustiado?
– Hace ya muchos años tuve un excelente profesor de Literatura francesa que se llamó Joan Petit. Un día me explicó la diferencia entre la angustia metafísica de unos tíos que se llamaban existencialistas y la angustia concreta de los ciudadanos de a pie. La angustia concreta es que la sientes cuando llama a tu puerta la policía o el cobrador de la luz y no tienes la Historia clara ni dinero para pagar.
Carvalho obvió que Álvaro le miraba con curiosidad porque las escaleras del supuesto Partenón rosa les habían llevado hasta un hall que parecía una selva birmana y de entre las lianas, las palmeras liofilizadas, los árboles sombríos y asombrados, emergían los rótulos de Armani, Gucci, Bulgari, Ferré e incluso el de una sucursal de Tiffany's que Lázaro Conesal había financiado sólo por el prestigio de coleccionista de los mejores horizontes de este mundo. Los cuatro ascensores subían y bajaban con la cara hacia la Castellana, como con ganas de marcharse hacia Burgos y las espaldas interiorizadas dentro de aquel hall selvático, tan alto como los treinta pisos del hotel, enseñaban los secuestrados en el interior vigilados por un ascensorista disfrazado de ascensorista de entreguerras, de entre qué guerras no importa, se dijo Carvalho, pero nada hay tan característico como los vestuarios y los gestos en los períodos de entreguerras. Todavía inquieto por la escenografía siguió a su guía hasta una habitación tan normal que le aburrió nada más verla. En el diseño de aquella estancia no había intervenido la mirada lúdica de ningún diseñador de prestigio. Tal vez la había diseñado algún ciego dotado de cierta memoria visual. La habitación tenía vocación de seria y uniformada, hasta el punto de que parecía amueblada por unos grandes almacenes, prueba evidente de subalternidad, avalada por el hecho de que allí estaba el reposo de la seguridad del hotel, junto a otra estancia en la que las terminales de televisión y telefonía introducían el decorativismo sideral e irreal de la telemática. Pero en el ámbito uniformado de nada y de nadie, se tejían y destejían conversaciones entre una docena de hombres de parecida edad y cara, tan parecidos entre ellos que no valía la pena mirarles de uno en uno. Las pantallas de los monitores transmitían información de lo que ocurría en todos los puntos generales del hotel y se podía seleccionar cualquier sector si desde allí llegaba la señal de alarma.
– El programa permite desconectar sectores según convenga. Mi padre, por ejemplo, cuando se hospeda en este hotel no tolera que el circuito controle la zona de su suite, porque a veces no quiere dejar constancia de quién le visita. Hoy, por ejemplo, se meterá en su suite y quedará desconectada la zona del entorno.
El rostro de uno de los empleados se coló en la memoria de Carvalho y empezó a revolverla. Es el jefe de seguridad y de personal del hotel, le informó Álvaro. La búsqueda dio resultado. Entre las fichas destruidas de su mente salió la vivencia en penumbra que compartía con aquel individuo. El jefe de seguridad había sido uno de los más duros policías políticos de la dictadura en su fase terminal, con la edad suficiente para que se le recordaran torturas sin que fueran demasiadas, y con un cierto prestigio de policía ecléctico, posmoderno, de los primeros en comprender que la justicia y la injusticia, la legalidad y la ilegalidad, la guerra y la paz estaban pasando de la iniciativa pública a la privada. Era hielo lo que emitían sus ojos cada vez que el joven Conesal les refería el cometido de Carvalho, un comodín, con libertad de instalación por todo el ámbito de la concesión del premio, sin autoridad sobre nadie, a no ser que por intermedio de él, Álvaro Conesal, las observaciones de Carvalho se convirtieran en medidas. Álvaro emitía estas explicaciones pacientemente, ante el evidente disgusto del jefe de personal, una cara y una actitud que Carvalho quería reconocer y no podía hasta que Álvaro pronunció el nombre. Era obligación, recalcó Álvaro, del jefe de personal y seguridad, Sánchez Ariño, mantener a la policía informada sobre la libertad de movimientos del detective privado. Sánchez Ariño, alias «Dillinger», aquel joven policía fascista de la etapa inicial de la Transición, capaz todavía entonces de infiltrarse en grupos de extrema izquierda y luego patearles el hígado. Carvalho recordó de pronto aquellos ojos saltones vigilantes al lado del comisario Fonseca, en el transcurso de su investigación en el caso de Asesinato en el Comité Central, «Dillinger», un jovenzuelo turbio especialista en los movimientos de infiltración de la KGB en el Universo, ahora provocaba un aparte con Álvaro Conesal para decirle algo privado. Una esquina de una oreja de Carvalho captó una pregunta de «Dillinger» dirigida a Conesal Jr.