– Pues ahora aunque me echen, no me voy -afirmó el premio Nobel.
– Pero qué Narciso es este hombre, por Dios. Yo me quedo porque soy muy curiosa y me encanta chismorrear. Yo me iré la última.
Le había traído el camarero el tentempié a Sánchez Bolín y los compañeros de mesa cernieron su atención sobre el ritual de la elaboración del pan con tomate. Partió el escritor las hortalizas por la mitad, frotó cada medio tomate sobre las rebanadas de pan hasta que lo empaparon de pulpa, jugo y pepitas. Obedecía a una técnica especial consistente en romper la pulpa del tomate con los cantos de costra de la rebanada y así era más fácil repartirla sobre la superficie y cuando consiguió uniformar la plataforma de un color rosado la sazonó con sal y añadió un chorro de aceite a lo largo y ancho del territorio propicio, para finalmente oprimir con dos dedos los cantos de la rebanada para que el aceite empapara bien la totalidad.
– ¿Y está bueno eso? -preguntó la señora del académico.
– Es curioso, simplemente, Dulcinea. Curioso y patriótico para los catalanes. Pero usted que es mestizo, querido Sánchez Bolín y autor al que las más veces aprecio, ¿cómo es posible que se solace con este emblema de patriotería?
– Mudarra, tiene usted ante sí un prodigio de koyné cultural que materializa el encuentro entre la cultura del trigo europea, la del tomate americana, el aceite de oliva mediterráneo y la sal, esa sal de la tierra que consagró la cultura cristiana. Y resulta que este prodigio alimentario se les ocurrió a los catalanes hace poco más de dos siglos, pero con tanta conciencia de hallazgo que lo han convertido en una seña de identidad equivalente a la lengua o a la leche materna.
– ¡Qué banalidad!
– Hasta tal punto asistimos a un prodigio cultural que nosotros los mestizos, los charnegos, los inmigrantes catalanizados, adoptamos el pan con tomate como una ambrosía que nos permite la integración.
– ¡A mí me chifla el pan con tomate! -proclamó Mona d'Ormesson con tanta convicción que fueron varios los que se acercaron a la mesa donde Sánchez Bolín seguía frotando rebanadas y se estableció una progresiva demanda de degustación, tan insistente que tuvo que ponerse Mona como pinche de Sánchez Bolín y los camareros debieron ir y venir renovando existencias en aquella milagrosa multiplicación de los panes y los tomates que suscitaba la formación primero de un círculo de invitados famélicos y después de un turno de recepción del maná que Mona regulaba a voz en grito. Tal fue el tumulto establecido en torno a los improvisados cocineros que desde las alturas de las autoridades se sospechó empeño distinto y fue enviado Carvalho a valorar lo que sucedía. Volvió el detective dando golosos bocados a una rebanada de pan con tomate que le había ofrecido Sánchez Bolín.
– Están haciendo pan con tomate.
– ¡Me encanta el pan con tomate! -no pudo reprimirse la señora ministra y alguien se ofreció para ir a buscarle su parte.
– ¡Un pedacito de nada! ¿Quieres, Joaquín? Fíjate si son salvajes los valencianistas anticatalanes que en algunos restaurantes y bares de Valencia lo llaman «Pan con tomate a la valenciana». ¿Un pedacito, Joaquín?
No estaba Leguina por la labor y en su ayuda vino el jefe superior de policía como comisionado del parecer de los que montaban guardia en la sala de personal. Le acompañaba el médico del hotel con una cara de satisfacción impropia de una situación como aquélla.
– Las primeras observaciones indican que ha muerto víctima de la estricnina, tal como adelantó el doctor, y no hay otra muestra de violencia que la postura del cadáver, condicionada por la acción del veneno. No hay señal de lucha.
– ¿Tampoco de lucha amorosa?
La intervención de Carvalho turbó el ya de por sí turbado semblante del jefe superior de policía y aumentó el entusiasmo del médico.
– ¿A santo de qué este comentario?
– En el pijama del cadáver, a simple vista, se apreciaba una notable mancha de semen, exactamente en la zona de la bragueta.
No le había gustado al jefe superior que la revelación se hiciera en presencia de la ministra, pero a su lado el médico se puso a aplaudir tan sonoramente que fueron varias las cabezas que se volvieron hacia ellos.
– Bravo. Es usted un buen observador. Llevaba en la bragueta del pijama un chorrete inmenso mezcla de semen y flujo vaginal. El señor Conesal esta noche había mojado.
Carvalho observó la reacción de Álvaro. Mientras en el rostro de los demás había aparecido una mueca de rechazo o repugnancia, el suyo parecía un cubito de hielo. En cambio el jefe de policía era pura desazón.
– Es un dato que conocemos pero que no debe propagarse. El problema consiste en hacer una lista de los que deben ser interrogados, sin que podamos ya dejar que se vayan los otros porque puede haber interconexiones y entramar a estas quinientas personas a partir de mañana no va a ser fácil.
Álvaro se había situado tras el jefe superior y le envió a Carvalho con la mirada un silencioso ruego para que interviniera. El detective se sacó dos folios doblados del bolsillo, los extendió y examinó valorativamente la lista escrita con una letra obediente a una formación escolar en la caligrafía de perfiles y gruesos.
– Una lógica elemental, por lo que respecta a los que están aquí dentro, es que sólo pueden ser implicados en el asesinato los que salieron de la sala un tiempo suficiente para realizarlo.
– ¿No han podido matarlo desde fuera?
– Evidente. Pero el problema de ustedes consiste en hacer una selección de la gente que estaba aquí. Para eso la retienen. Implicados en el encuentro, fuera estaban los miembros del jurado inútil en una habitación cerrada desde fuera por el propio Conesal y todo el género humano que hoy pudiera encontrarse en Madrid.
– ¿Quién ha contabilizado los que salieron de este salón?
Carvalho levantó el dedo y luego lo dirigió a la lista de nombres que figuraba en los dos folios desplegados. El jefe superior de policía se echó a reír.
– Parece desconocer que estamos en tiempos modernos y que hay un circuito de televisión que debe haber grabado a todos los que se han movido por el hotel. Bastará seguir las filmaciones para descubrir quiénes entraron en la suite de Conesal.
Álvaro intervino sin poner emoción en sus palabras.
– Cuando mi padre estaba en la suite ordenaba que se cortase ese circuito. No quería que se fiscalizaran las entradas y salidas.
Veía una montaña ante sí el jefe superior porque fingió sudores y manos para restañarlos.
– ¿Partimos de cero entonces?
– Partimos de esta lista.
Casi sin pedirle permiso, el jefe de policía tomó los folios de la mano de Carvalho y leyó en voz alta lo allí escrito:
La gorda y el gordo que hablan en verso,
el amante de retretes, el fabricante de retretes,
la mujer del fabricante de retretes,
la borracha melancólica,
el vendedor de diccionarios,
el hijo de su padre,
Fernández y Fernández,
el adolescente sensible,
la novelista con las varices,
el marido varicoso,
el amante del whisky,
la sacristana,
Sánchez Bolín,
Daoíz y Velarde,
el ejecutivo de acero inoxidable,
el chulo armado,
la dama duende,
el marido es el último en enterarse.
Sólo Álvaro Conesal miraba a Carvalho con respeto. Los demás temían ser víctimas de una broma.