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– Mi señora está algo mareada en el lavabo.

Sagalés le dijo que un pescador de calamares, de la mesa cuatro, llevaba un cordial en el bolsillo y a por él se fue el vendedor, aunque al encontrarse ante Sagazarraz no le pareció Un pescador de calamares y optó por asegurarse.

– ¿Se dedica usted a algo relacionado con el calamar?

– ¿Se me nota?

– Me han dicho que usted tiene un cordial. Mi mujer se ha mareado del disgusto por todo lo que está pasando.

– El cordial es suyo.

Ofreció generosamente la petaca de whisky que en primera instancia fue rechazada.

– La botella es de plata.

– Lo de dentro, no.

Y para demostrárselo bebió un largo trago hasta agotar el contenido, pero no se turbó por el precipitado final y rellenó la petaca valiéndose de una botella de Cutty Sark que el camarero le había dejado sobre la mesa previa propina.

– Su señora se merece un cordial mejor, pero el Cutty Sark puede sacarla del apuro.

– Pero sí esto es whisky.

– No es tan reparador como el de los monjes, pero el Cutty Sark está recomendado en los mejores monasterios de Escocia. Dígale a su señora que brinde por la muerte de Conesal. A todo puerco le llega su San Martín.

Partió el vendedor con su cordial y Sagazarraz pegó su cara a la de Beba Leclerq llorosa y con las ojeras como bolsillos liberados de un peso excesivo mientras su marido parecía querer embestirla.

– ¿Ni siquiera esta noche puedes sentir un poco de vergüenza y un poco de respeto hacia mí?

Pomares amp; Ferguson le hablaba a su mujer desde una distancia de dos metros y mantenía la actitud de un torero en pleno desplante al toro. El duque de Alba estudiaba desde lejos la pose del señorito jerezano y reflexionaba sobre la gestualidad humana embargado por una melancolía de ciclotímico que cada noche le asaltaba a las dos en punto de la madrugada. Se encharcó en ella a la espera de que le sirviera de aislante de intrusos dispuestos a exigirle una frase brillante con la que resumir la situación.

– Si ustedes han visto El ángel exterminador de Buñuel, no tienen un referente mejor, o bien

– Más allá de la literatura sólo cabe vivificar los argumentos, o bien

– No seas pelmazo y déjame a solas con mi perplejidad.

La primera se la había dicho a un matrimonio catalán cuyo apellido le sonaba a lata de conservas, la segunda a Mona d'Ormesson cuya pesadez aumentaba con el relente y la tercera a Mudarra Daoiz que atribuía lo sucedido a un extraño montaje político.

– No olvides, duque, que Conesal era el financiero más opuesto al pacto entre los catalanes y los socialistas. Representaba un dinero español y moderno, frente al dinero periférico y extranjerizante de los catalanes.

Alba dirigía su mirada ahora hacia la mesa donde languidecía la airada conversación entre Sagalés y su mujer. Ahora era Laura la que hablaba con vehemencia mientras la más vieja de las jóvenes promesas de la literatura española distraía su mirada por el cansado salón en el que los diseños voluntariamente pueriles se avejentaban por minutos hasta constituir un correlato objetivo dibujado por niños locos y suicidas. La imagen de los niños locos y suicidas ocupó las neuronas de Sagalés mientras su mujer hablaba:

«… y los niños locos y suicidas empezaron a pintar por las paredes las siluetas de los cadáveres de sus madres y roscones de brioche o de mierda de los que salía aroma de anís o peste de heces fecales sangrientas en forma de melena, mientras el coreógrafo les señalaba la ruta hacia el abismo aconsejándoles que avanzaran hacia él de puntillas, para no despertar a los dioses de la compasión…»

– Toda la vida he vivido a tu sombra, ¿recuerdas cuando me chupabas el coño y me decías irónicamente: Te voy a comer las fincas? No has hecho otra cosa. Detrás de tu carrera de premio Nobel sin lectores se han ido todas mis fincas y mi juventud, hijo de puta, joven promesa de nada, yo no soy ni joven, ni promesa, ni nada, sino la borracha que le va riendo las gracias a un genio insuficiente.

«… pero los niños tenían instinto de supervivencia y trataban de agarrarse a los dibujos de los árboles para retardar la caída en el abismo, con la excusa de la extrañeza de los colores, árboles verdes, azules, amarillos, rosas, fucsias y serpientes de boata con ojos de vidrios opacos…»

– Toda la vida martirizándome como un sádico por mi historia con Lázaro y has seguido martirizándome como un sádico hasta que fui a pedirle…

– ¿Te quieres callar? ¿Te quieres morir? ¿Quieres reventar?

De un empujón llevó la mesa huevo frito contra el vientre de su mujer y utilizó la distancia ganada para ponerse en pie e ir al encuentro de Manzaneque del que se apoderó por el procedimiento de pasarle un brazo sobre los hombros.

– Aunque no lo parezca, querido poeta, príncipe de Cuenca, yo leo a los jóvenes, por más que me guste juguetear con su inmaculada inocencia. ¿Qué te parece lo que nos está ocurriendo? Será una excelente materia literaria para dentro de treinta años. Tú vivirás para escribirlo.

– A mí no me va lo rememorativo.

– Porque aún tienes deseos. Luego vivirás años de tensión dialéctica entre la memoria y el deseo y finalmente sólo te quedará la memoria. Será el momento de escribir una novela sobre lo que está ocurriendo, aquí y ahora.

– Puede ser. Pero más que el argumento, a mí lo que me interesa son las estrategias.

– A ver. A ver.

– Las estrategias narrativas, mejor dicho la originalidad de la estrategia narrativa, porque todo está dicho y en cambio hay mucho que hacer en el terreno de la estrategia narrativa. ¿Me sigues?

– Te sigo, maestro.

– No te burles.

Sagalés no supo reaccionar a tiempo. Manzaneque había depositado su cabeza sobre su pecho y refregaba su sien izquierda contra la corbata de seda natural que se movía como aguja de brújula a tenor de las intenciones del mejor novelista gay de Cuenca.

– Es intolerable que te dejes hablar así por tu mujer.

– Forma parte del equilibrio matrimonial. Hoy me insulta ella a mí, mañana la insulto yo a ella. La inevitable guerra de sexos que lleva, como todas las guerras, al borde del abismo y es entonces cuando se precisa la negociación.

Retiró el brazo sobre Manzaneque y con el hombro le forzó a que despegara la cabeza de su pecho. Melancólico pero emocionado, el joven musitó para que sólo Sagalés pudiera oírle.

– Todas las tías son unas pedorras y unas marujas.

Tenían al duque de Alba ante ellos, le costó a Manzaneque recomponerse, pero no a Sagalés que arqueó su mejor ceja para exclamar:

– El duque de Alba, supongo…

El duque enarcó la primera ceja que se prestó a ello y fingió no conocerle:

– ¿Tengo el gusto?

Andrés Manzaneque irrumpió en el diálogo:

– Claro que le conoce, es Sagalés, el autor de Lucernario en Lucerna, una de las novelas más prometedoras de la década.

– ¿De la presente década? Creo recordar incluso haberla leído. La novela naturalmente no transcurre en Lucerna.

– ¿Cómo lo ha deducido?

Era Sagalés quien estaba amargamente interesado.

– Porque cuando se busca un juego de palabras entre Lucerna y lucernario generalmente en la novela no pasa nada en ningún sitio. Creo recordar que es una novela que arranca de la contemplación de un pie a la luz que baja de un lucernario de una ciudad probablemente turca. Burma, según creo.

– Exacto.

– Y ese pie a la luz del lucernario fuerza al protagonista a jugar con el sentido de las palabras imaginando que podría estar en Lucerna.

– Va bien.

– Pero estar en Lucerna o no estar, es lo de menos. Va por ahí la cosa. Muy bellamente escrita. Definitivamente sí, la he leído.

La amargura de Sagalés se había trocado en alivio y agradecimiento.

– No estoy en deuda porque yo he leído todo lo que usted ha publicado y me divierten mucho sus cada vez más distanciadas colaboraciones en El País.

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