– Creo que hay una amenaza de bomba etarra, pero no conviene difundirlo. Puede ser una falsa alarma. Que no cunda el pánico.
– Por Dios -rechazó Hormazábal, al tiempo que le tendía su teléfono para que escuchara.
– Te lo juro. Acaba de decirlo Tele 5 en esas noticias breves que da de vez en cuando. Han asesinado a Lázaro Conesal.
Una voz femenina creía estar comunicando la noticia a Hormazábal, pero era Regueiro Souza quien escuchaba porque había seguido un calvario de mesa en mesa arrancando teléfonos de las manos de sus propietarios para escuchar brevemente lo que hablaban y aunque suscitó más de una ofendida reacción había conseguido llegar a su mesa original intocado y a tiempo para quitarle el aparato al asesino de la Telefónica. Prosiguió la conversación por su cuenta y riesgo.
– ¿Se tiene alguna pista sobre las circunstancias del asesinato…?
– ¿Con quién hablo?
– Conmigo.
– Pero usted no es el señor Hormazábal.
– Soy Celso Regueiro Souza.
– Por favor, ¿quiere decirle al señor Horrnazábal que se ponga?
El asesino de la Telefónica se llevaba el dedo a la sien y comunicaba a la otredad de la mesa que Regueiro Souza había enloquecido, pero la mesa estaba por la noticia de la llegada del jefe superior de policía, confirmada por la irrupción en el comedor de Álvaro Conesal, quien tras cambiar breves frases con las autoridades provocó la brusca salida del salón de Leguina y la ministra a la cabeza en dirección desconocida. No era otra que la sala de encuentros de los guardias de seguridad, adjunta a la del control telemático del hotel y allí el jefe superior de policía escuchó las explicaciones de Álvaro Conesal, del presidente de la Comunidad Autónoma, de la ministra y del jefe de personal, secundados por el silencioso mirón que se había autollamado Carvalho y por un joven inspector, incoloro, inodoro e insípido, Ramiro, apellido, sí, apellido, nombre no, mi nombre es Antonio, Ramiro parece un nombre pero es un apellido, Antonio Ramiro, eso es. Antonio Ramiro, tomaban nota los periodistas que habían conseguido detener al grupo ante las puertas de la sala de encuentro.
– Quizá sería conveniente que la señora ministra permaneciera aquí. Un hombre muerto no es… No tuvo tiempo el jefe superior de policía de situar el predicado negativo en la frase porque la ministra le enseñó la dentadura y aunque parecía una sonrisa, el jefe superior de policía comprendió que no era sonrisa amiga. Así que la comitiva encabezada por Álvaro y el jefe policial y compuesta por la ministra, Leguina, Carvalho, Antonio Ramiro y el jefe de personal que se había presentado como Jaime Fernández volvió a salir al hall selvático y se subió a uno de los ascensores donde el botones les dedicó una gestualidad rutinaria en contrapunto con la gravedad de los viajeros. A medida que ascendía el ascensor la selva se iba convirtiendo en un aquelarre de bonsais, en una chuchería de la imaginación y las luces indirectas dotaban a las escasas personas que atravesaban el hall de un aspecto de figurantes difusos en una película de ciencia ficción elucubrada por un programador. Álvaro abrió la marcha y empujó con decisión la puerta que llevaba a la suite permanente de la que su padre disponía en el hotel. Carvalho enumeró a vista de paso ligero lo caro que era todo lo que amueblaba el vestíbulo, el living comedor y aún cavilaba sobre la imposibilidad de establecer un cálculo posible cuando la comitiva se encontró ante la evidencia del dormitorio. Lázaro Conesal era un garabato humano vestido con un pijama de seda, con la espalda arqueada, como tratando de despegarse de la cama, y la coronilla y los talones luchando en sentido contrario. Tenía las facciones oscuras y los músculos de la boca componían una sonrisa espantosa, hasta tal punto lo era que los ojos desorbitados expresaban el miedo hacia la propia sonrisa. Tenía la mandíbula agarrotada, como si la muerte le hubiera sorprendido en pleno ataque de indignación y como contraste, como si no fuera consciente de la pose horrorosa del muerto, su mujer le acariciaba un pie desnudo, sentada en el borde de la cama.
– Que nadie toque nada. ¿Ha tocado usted algo?
El hombre que tenía la cabeza recosida por injertos de cabello trató de justificarse.
– Como médico del hotel, cuando he sido requerido he tratado de averiguar qué había sucedido y algo he tocado el cadáver, pero casi en seguida me he dado cuenta de lo que había pasado.
– ¿Quién ha descubierto el cadáver?
– Podría decirse que yo, bueno, yo no venía solo, porque parece ser que el señor Conesal cuando empezó a sentirse terriblemente mal llamó por teléfono y se puso ese barman negro que se llama José Simple.
– Simplemente José -auxilió Carvalho para irritación del jefe superior de policía.
– ¿Cómo va a llamarse alguien Simplemente José? Prosiga su relato, doctor.
– Me llamó el negro y juntos subimos lo antes posible para contemplar el espectáculo. Después avisamos a don Álvaro que estaba en el comedor. Cuando nosotros llegamos, el señor Conesal ya estaba muerto.
– ¿Puede determinar la causa? -intervino Ramiro.
El médico esperaba la pregunta con una sonrisa tentacular.
– Puedo adelantarme a lo que diga el forense, con muy poco margen de error. Sobre la mesilla de noche pueden ver un frasco de pastillas de Prozac, pero este hombre ha sido asesinado con estricnina. Es un veneno fulminante que actúa sobre la médula y los nervios motores y que es usado en rnedicina positivamente, pero a partir de cierta dosis produce lo que hemos visto.
El médico señaló el aspecto horrible de Conesal sin que las restantes miradas le secundaran.
– Y sospecho que dentro de ese frasco de Prozac todas las cápsulas están llenas de estricnina. Alguien que sabía su dependencia con el Prozac es el que ha hecho la faena.
– ¿La ha tocado usted?
– ¡Claro!
Ramiro se sobrepuso a su desesperación profesional y utilizó un pañuelo para coger el frasco y examinarlo al trasluz.
– ¿Cabe en cápsulas tan pequeñas la cantidad de estricnina suficiente para un efecto tan fulminante?
El médico aguardó una señal de acuerdo de Álvaro para emitir un juicio profesional.
– Depende de la cantidad de cápsulas. En teoría no se pueden tomar más de cuatro cápsulas de Prozac, pero cada cual hace de su capa un sayo. Es el estimulante de moda contra las depresiones.
– ¿Era su padre un depresivo?
– Era un ciclotímico. Pasaba de la depresión a la euforia.
– ¿Había tomado antidepresivos más enérgicos?
– Si se refiere usted a drogas estimulantes, cocaína, sí. Pero se asustó por derivaciones fatales de gente próxima y solía recurrir a estimulantes, vamos a llamarles, sanos.
Ramiro dejó la botella en la mesilla.
– Pues que no se toque más de lo que ya se ha tocado -advirtió el inspector Ramiro, pero la viuda siguió pasando las yemas de los dedos por el píe del difunto y el jefe superior de policía impuso respetuoso silencio a su subordinado. No quedó muy conforme Ramiro con la muda censura y siguió contemplando a la viuda y al médico como a peligrosos intrusos que ya habrían destruido pruebas y a los que nadie iba a meter en cintura. Álvaro vino en su ayuda, metió las manos por las axilas de su madre, la obligó a levantarse y la llevó casi a peso hasta el sillón tumbona en el que probablemente Lázaro Conesal había yacido algún tiempo porque permanecía una copa semivacía en la mesita adjunta, junto a una carpeta, y las zapatillas del financiero estaban perfectamente alineadas bajo la mesilla. Carvalho observó el redondel de humedad que se percibía en la bragueta del pijama y creyó oler a semen, como todos los demás, pero nadie lo dijo en voz alta porque quizá el semen huele igual que la estricnina y sólo los policías tomaron la iniciativa de hablar para anunciar la próxima llegada del forense y de la brigada técnica que tomaría las huellas y haría los cálculos precisos. El casi transparente Ramiro leyó lo que ponía sobre la carpeta situada junto a la copa, sin dar demasiada importancia aparente a su hallazgo. Se sacó un pañuelo del bolsillo y abrió la cubierta para leer lo que ponía la primera hoja. Cuando levantó la cubierta, Carvalho pudo leer el título: Informe confidencial grupo editorial Helios. Leguina tenía otras preocupaciones.