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– Aquí, lea, desde aquí…

Carvalho miró a derecha e izquierda. Por fortuna nadie se había dado cuenta del acontecimiento y un noventa y nueve por ciento largo de los pobladores del local iban a la suya, pero el camarero no les quitaba ojo de encima y ese ojo era un mensaje de complicidad maliciosa. ¿No le he dicho que estaba como una regadera? Así que Carvalho se puso a leer "Peter Pan", en el exacto momento en que el Capitán Garfio le propone a Wendy ser la madrecita de todos ellos, conmovido ante el ejemplo del Ave Ilusión que sigue protegiendo su cría flotando sobre las aguas. Asintió Carvalho como si estuviera totalmente convencido, pero se notaba emocionalmente cansado y se ofreció para acompañarla.

– ¿A mi casa?

Se imaginó la cara de Brando al día siguiente cuando se lo encontrara en el "office" engullendo tostadas con crema de avellana.

– No. Hasta su coche. Por si el musculitos…

No dijo que no. Se le adelantó y el momento lo aprovechó el camarero para inclinarse sobre la barra e interrogarle.

– ?"Peter Pan"? ¿Le ha enseñado un libro que se llama "Peter Pan"? ¿No?

Perdió el tiempo justificándose, justificándola. Cuando salió a la calle, el Volkswagen bravuconeaba calle abajo, llevándose a Wendy.

El inspector Contreras reclamaba su presencia en Vía Layetana. Había aparecido un hombre muerto y, según sabía el inspector, Carvalho lo había estado buscando días atrás.

Y era cierto.

Había recibido la orden de encontrarlo. Vivo o muerto.

Cada vez que Contreras quería recordarle a un detective privado que era un simple huelebraguetas elegía a Carvalho, tal vez porque le suponía el "huelebraguetas" más soberbio, el que le devolvía equivalente cantidad de desprecio. En cuanto a Carvalho, Contreras le parecía simplemente un policía, un especialista en represión a sueldo de quienes más se beneficiaban de la represión. Reconocía que era un principio teórico heredado de su adolescencia anarquista, de su juventud premarxista o posmarxista y que era utópico e incluso peligroso soñar un mundo sin policía. Pero todos tenemos derecho a conservar parte de nuestra propia retórica y además las relaciones con Contreras le habían permitido añadir motivos a sus principios fundamentales. No fue una excepción aquel nuevo encuentro. Carvalho permaneció hora y media abandonado en un pasillo haciendo antesala, recibiendo de vez en cuando la mirada chulesca de alguno de los cachorros de Contreras y otras veces incluso algún resoplido que era una completa declaración de principios corporativos poco amistosos. Por fin fue introducido en el despacho del comisario, quien apenas si levantó la cabeza, pero sí lo suficiente como para dedicarle una mirada de cansado desdén. Parecía muy atareado el comisario con sus papeles y sólo abandonó su concentración cuando Carvalho se sentó sin su permiso. Le fulminó con la mirada, pero no consiguió abatirlo.

Carvalho sonreía amigablemente, a la espera del discurso airado que anunciaban los ojos del policía.

Para aplazarlo, recorrió con los ojos todo lo que se movía o yacía en aquel despacho y de pronto la linterna quedó aislada, como imponiendo su presencia con voluntad de hacerlo, estoy aquí, soy yo, ¿no me reconoces? Allí estaba con su tubo acanalado, en el que ya habían saltado algunas motas de pintura negra, con su ojo dióptrico, de plata acristalada, a la espera del alma de la luz, exagerando sus hazañas en la mano de Carvalho, los servicios prestados en el pasado para verificar su uniforme de investigador privado, y en vano Carvalho trataba de sacársela de encima, minimizando sus contribuciones o consolándola en su destino final de prueba circunstancial en manos primero de la policía y luego probablemente del señor juez. Procuró pues desinteresarse de ella para que Contreras no se diera cuenta del diálogo.

– ¿De qué conocía usted a Alekos Faranduris?

Pero la linterna estaba allí y al mismo tiempo notaba su volumen y sus estrías, incluso el calor de su luz en la mano, como si aún estuviera dirigiéndola por el laberinto que conducía a Alekos Faranduris.

Contreras sostenía la pregunta y por el tono de voz era poseedor de la suficiente información como para que Carvalho no pudiera hacerse el sueco fingiendo sorpresa ante el nombre de Alekos Faranduris. ¿Y si trataba de apoderarse de la linterna? En ningún caso iban a relacionarla con él, o si admitía haber investigado el caso, podía reclamarla, esa linterna es mía.

Pero pasarían varios meses hasta que la recuperara si el juez decidía que era prueba circunstancial, y lo que la linterna le pedía era que la rescatara cuanto antes.

¿Qué persona u objeto desea quedarse demasiado tiempo en un despacho de policía? Ni siquiera un policía. Contreras ya había fruncido el ceño. Ya se levantaba. Ya daba un pequeño paseo sin dejar de mirar de reojo a Carvalho. Finalmente se detuvo, se le enfrentó, tomó aire. La linterna le aconsejaba: no te dejes aplastar por las palabras, ni por la situación.

Sácame de aquí, sácame de aquí, por favor.

– ¿De qué conocía usted a Alekos Faranduris?

El usted indicaba que Contreras hacía esfuerzos iniciales de contención, esfuerzos que Carvalho debía agradecerle, por lo que fingió abandonar cualquier resistencia mental y contestó en un tono de voz relajado.

– Nunca llegué a conocerlo.

Contreras suspiró y pareció encontrar una verdad refutadora en un papel trascendental que luego agitó ante Carvalho.

– Empezamos a no estar de acuerdo. Aquí pone que usted se dedicó a buscar a Alekos Faranduris como un loco, como si le fuera en ello la vida. No iba usted solo, pero en cuanto me han dado la descripción de la pandilla en seguida me he dicho: tate, ése es Carvalho. Y luego resulta que horas después de la búsqueda del señor Carvalho, Alekos Faranduris aparece muerto de una sobredosis de droga, una sobredosis que podía haber matado a un caballo, y yo ahora, como usted con su natural listeza comprenderá, me veo obligado a preguntarle: ¿por qué buscaba con tanto ahínco a ese fiambre?

Carvalho carraspeó y puso gotas de la más inocente inocencia en sus ojos.

– Sólo puedo decirle que cuando yo dejé al señor Faranduris en la madrugada del miércoles al jueves gozaba de una excelente salud.

Parecía un moribundo.

– Aún no me ha dicho el porqué de tanto interés por localizar a ese cadáver.

– Al no hablar más de la cuenta, Contreras, hago un elogio a su inteligencia. Piensa usted, ¿qué interés puedo tener yo en encontrar a un griego moribundo?

– Usted es un mercenario, desde luego, y a eso voy. ¿Quién estaba interesado en encontrar a ese griego?

– Sus parientes. Me localizaron desde Francia. Estaban intranquilos por su desaparición y me pusieron en su pista. Les constaba que se movía por Barcelona y recurrieron a mí porque mi fama ha traspasado todas las fronteras.

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