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Era incapaz de admitir la vejez de su cuerpo o de asumirla como preocupación y en cambio le aterraba la vejez de su memoria, como si en el progresivo alejamiento del presente y del futuro quedaran condenados una serie de personas y situaciones que confiaban en él para ser inmortales. Y en la metaformosis de su Barcelona había como un ejercicio de sadismo implacable para destruir incluso los cementerios de su memoria, el espacio físico donde podrían residir los protagonistas de sus recuerdos.

En la añoranza de Bromuro, el limpiabotas que le servía de informador a cambio de unas pocas pesetas y de que le escuchara en la evocación de sus tiempos de joven caballero legionario al servicio de Franco, cumplía un papel referente la supervivencia de espacio físico en el que solía encontrar el viejo, bares, esquinas, la miserable pensión donde vivía amenazada ahora por la demolición de parte del Barrio Chino. A veces se topaba con "el Mohamed", que según Bromuro era el hombre mejor informado del Barrio Chino. "No hay pinchazo en esta ciudad que ese tío no controle." El morito, como le llamaba Bromuro, primero le sonreía desde la complicidad del que se ha liado a puñetazos con él, como asegurándole que un día u otro habría otra ración.

Pero un día le abordó con su tensa sonrisa de bárbaro del sur.

– Tú me necesitas, tonto. El mejor amigo del cazador es el hurón. Si una persona lista no sabe lo que necesita, entonces no es una persona lista, es un tonto.

Ya volvía con sus silogismos que casi siempre conducían a la palabra tonto. Había recibido sus puñadas y le había devuelto algunas cuando investigaba el caso del delantero centro amenazado de muerte y paralelamente asistía a la agonía de Bromuro. Ahora el ex limpiabotas y ex legionario debía revolverse en su nicho alquilado por Carvalho y Charo en el cementerio de Montjuich cada vez que "el Mohamed" le ofrecía sus servicios.

– Cada vez trabajo menos.

Quisiera jubilarme.

El moro le miraba de arriba abajo y cabeceaba como si no le gustara lo que veía.

– Si además de ser tonto te sientes viejo, lo mejor que puede pasarte es que te traguen las arenas del desierto.

– Aprovecharé la primera ocasión.

Pero sin darse cuenta estaba recorriendo las calles donde era posible el encuentro con "el Mohamed", cuyo nombre concreto desconocía, y se sintió defraudado cuando no lo encontró. ¿Era inteligente ser fiel a Bromuro hasta el punto de no utilizar los servicios de un confidente de repuesto? El subsuelo de la ciudad seguía teniendo su código y lo que estaba sucediendo allí se parecía a lo que sucedía en la superficie.

Hace cincuenta años las calles las barrían los inmigrados murcianos o andaluces y ahora lo hacían muchos norteafricanos. Hace cincuenta años el subsuelo lo controlaban marginados o automarginados como Bromuro a cambio de una miseria relativizada y ahora aquel oficio pasaba a los bárbaros del sur que iban penetrando Europa de abajo arriba, como la habían penetrado los germanos de arriba abajo. Los germanos empezaron conquistando el Imperio romano con las armas y ante la imposibilidad empezaron a infiltrarse, acabaron siendo los policías del Imperio. Ya era suyo.

De momento los bárbaros del sur ya se habían apoderado de las sobras y Carvalho vio en ellos, de repente, un instrumento de justicia contra el asqueroso estado de autocomplacencia de los monos yuppys.

– ¿Han vuelto los Contreritas, Biscuter?

– No.

– Charo.

– No.

– ¿Brando?

– No.

– ¿Y…?

– No.

Contuvo el deseo de ir en busca de Lebrun y Claire, no fuera a llevar tras los talones de su deseo a Contreras y los suyos o no fuera a romper los pocos deseos que le quedaban. Una vez cumplido el recorrido por el laberinto, Claire y su griego, Lebrun y el suyo, habían ultimado el sentido de su indignación, de su viaje y cada cual habría partido dejándole a él la obligación de acompañante de otros buscadores de verdades imprescindibles. Cuanto antes recuperara su coherencia, mejor. Tenía el esqueleto en su sitio, Biscuter ya habría ingresado el cheque de Lebrun y la minuta de Brando Snr. iba a ser una broma al lado de la que le pasaría a Brando Jr.

Al fin y al cabo seguir a la señorita Brando representaba subir de escalafón, dejar de ser un huelebraguetas para convertirse en un huele coños, por si aquel ángel desnudo se dedicaba a esnifar por la zona más ensimismada de su cuerpo. ¿Para qué quería la droga la señorita Brando? Parecía un título de telefilm de bajo presupuesto, pero algo tenía que hacer para justificar las minutas. Se apostó ante el chalet de rico insuficiente o insuficiente para un rico. El viejo Brando le había advertido que Beba se levantaba tarde y mal, tanto que permanecía en casa en la penumbra de su habitación, escuchando discos con los pulmones de los altavoces a punto de reventar, llegando la onda sonora de sus conciertos rock privados hasta los chalets vecinos, por muy amplia que fuera la zona ajardinada separadora. Luego, al atardecer, Beba comía todo lo que encontraba en la nevera, se vestía lo escasamente que le permitía la estación y se echaba a la calle, de la que volvía a veces al poco tiempo, pero casi siempre de madrugada, sin que su padre conservara ya la paciencia de esperarla para conocer a su acompañante antes de la ya disminuida sorpresa de encontrárselo en el "office" devorando tostadas con crema de avellana, plato preferido de la muchacha. La próxima vez primero exigiré saber el programa de vida del que tengo que seguir, masculló mentalmente Carvalho cuando a las diez de la noche se abrió por fin la puerta de la casa y Beba saltó más que caminó al encuentro de la calle como si algo o alguien le hubiera impedido tal deseo durante todo el día. Carvalho encendió como pudo el Rey del Mundo que ya había desvitolado y tuvo que correr para que Beba no le tomara una delantera insalvable en su Volkswagen Golf lleno de etiquetas de discotecas y bares duros, de esos que no te dan ni una silla ni un buenas noches y en cambio regalan generosamente etiquetas para los coches de los clientes. Beba descendió hacia la barriada de Gracia y aparcó en un vado obligatorio como si la obligación no fuera con ella.

Caminaba bien, pero caminaría mejor cuando fuera consciente de lo contento que estaba el aire ciñéndose a su cuerpo de diosa aún breve. Carvalho trató de borrar diosa del almacén cerebral de palabras urgentes, le parecía que era un recurso de viejo o de cursi, un reconocimiento de distancia insalvable, necesariamente insalvable.

Beba tenía la melena castaña llena de caracoles y una piel tan hermosa que parecía un estuche de sí misma.

Ya en el local cruzó saludos y se fue a la barra donde la esperaba un hombre joven que la besó como si interpretaran la secuencia final de una película esperanzadora. Carvalho no sabía dónde meterse. Había otros de su edad, pero iban disfrazados de tener veinte años menos y en cambio él llevaba aquella noche su biología más sincera y barba de dos días. Se acodó en la barra junto a Beba y asumió la mirada intranquila del camarero que le correspondía. Quiso pedir algo agresivo para borrar la impresión de policía que había suscitado y pidió un whisky de malta doble, gran reserva, sin hielo. La sospecha del camarero iba en aumento, pero Carvalho convivió con ella y cuando se bebió el whisky de dos o tres sorbos empezó a contemplar el local y sus gentes con el desdén que se merecen las personas y las cosas que no nos aceptan. Por ejemplo, esa imbécil con una cresta de pelo color verde, que ante el gesto de Carvalho de reencender su mustio Rey del Mundo, agita la mano rechazando a priori el humo previsible, aquí, en este local donde la atmósfera huele a porro y a la brillantina que convierte los cabellos de los muchachos en escarabajos encaramados sobre sus sesos. Y así pasó el tiempo, sin nada que llevarse a los ojos hasta que Beba pegó una bofetada a su acompañante a las dos de la madrugada. Carvalho izó el cuerpo, por si debía intervenir, y en su interior burbujearon los diez o doce maltas gran reserva, sin hielo, que había tomado. La bofetada no fue respondida. El hombre escupió en el suelo, junto a los zapatos de ella, y la dejó abandonada en la pista de baile, donde Beba siguió la danza sin importarle el desparejamiento. Cuando terminó la pieza, Beba anduvo por el local, sorteando parejas, escudriñando penumbras, mientras Carvalho pedía la cuenta y dejaba mil pesetas de propina al camarero, al fin aliviado, porque jamás policía alguno ha dejado mil pesetas de propina.

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